Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 22

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Un minuto antes de las siete sonó el teléfono.

Estaba comiendo en la cocina lo que me había preparado Mila. La vieja cocinera acababa de reunirse conmigo después de haber servido a Nina, y también se disponía a cenar. Nina comía sola en el primer piso. Después de su regreso nos evitaba tanto como podía, a Mila y a mí.

—Precisamente ahora que acababa de sentarme —gruñó Mila.

Se levantó y se dirigió hacia el blanco teléfono que colgaba de la pared, cerca de la puerta. Últimamente andaba encorvada y fatigosamente («debo de tener agua en los pies»)

—Dígame. Sí, señora, está aquí. —Me hizo señal de acercarme—. Un momento, por favor.

La instalación telefónica de la casa Brummer, era un poco complicada. Cuando alguien llamaba, sonaba en primer lugar en un aparato principal del primer piso, desenchufable, que podía instalarse en cualquier habitación. Desde este aparato podían conectarse los demás teléfonos, por ejemplo, el de la cocina. Me dirigí, por tanto, hacia la puerta, me llevé el auricular al oído y oí la fría voz de Nina:

—Para usted, señor Holden. Es una señora que no quiere decir su nombre.

—Le ruego que perdone la molestia, señora —le contesté, pero ella ya no me respondió.

Se oyó un clic en la línea, y entonces oí la voz baja y sumisa que había temido oír.

—Buenas noches, señor Holden. ¿Sabe quién habla?

—Sí. Lo siento, pero la respuesta es no.

Silencio.

A través de la línea del teléfono se oía gemir el huracán.

—Pero..., ¿qué debo hacer ahora?

—Lo que yo le he aconsejado.

—¿Y el niño? ¡Tenga compasión!

—Debo colgar.

—Se lo suplico, no cuelgue todavía...

Puse el auricular en la blanca horquilla y volví a la mesa. Aquí continué comiendo, pero lo que me llevaba a la boca había perdido súbitamente todo sabor. También la cerveza que bebí estaba insípida. Mila Blehova me miró y empezó a reír calladamente. Le dijo al viejo y feo perro que estaba junto a ella:

—¿Qué te parece esto, «Pupele»? Hace dos semanas que está aquí y ya tiene a las muchachas chifladas por él.

Seguí comiendo en silencio.

Mila se entusiasmó aún más:

—¿No te parece un hombre guapo, «Pupele»? ¡Y su apariencia es magnífica! ¡Alma mía, si fuera un poco más joven, también arriesgaría yo un ojo! —Rió picarescamente y me golpeó la mano con simpatía, y el teléfono al lado de la puerta, volvió a sonar. Esta vez fui yo mismo a descolgarlo.

La voz de Nina sonó más dura:

—La dama, señor Holden.

—Sinceramente, señora, yo...

Pero ya estaba en la línea, de nuevo, la delgada, desesperada voz:

—Por favor, no cuelgue, señor Holden. ¡Por favor! He hablado con él. Si es cuestión de dinero...

—No —respondí con voz fuerte—. ¡No, no, no! No puede ser, compréndalo de una vez. No puedo hacer nada, escúcheme bien, ¡no puedo hacer nada! Y no me llame más.

Colgué de nuevo. El sudor me resbalaba por la frente. Si esto iba a continuar...

—¿Se trata de alguna joven, eh? —se informó Mila con la curiosidad de las viejas.

—¿Qué? Ah sí. Diecinueve años.

—No llego a comprender la forma cómo se lanzan al cuello de los hombres, las chicas de hoy en día. —Mila lanzó un pedazo de carne al perro, bebió un sorbo de cerveza, se enjugó los labios con el dorso de la mano—. Pero, si recuerdo, también yo he hecho lo mío en mi juventud; ah, sí, cuando pienso en las tardes junto al Moldau, en Praga..., pero, alma mía, señor Holden, ¡nunca me he conducido de esta forma! ¡Esto ya es avasallar! Pero, claro, quedan tan pocos hombres después de la guerra...

El teléfono sonó por tercera vez.

Me puse a la escucha.

—¿Señor Holden?

—Mande, señora.

—Suba a mi habitación.

—En seguida, señora.

—Ahora tendremos también fastidio con Nina —me consoló Mila—. ¡Es verdaderamente molesta la forma cómo se comportan algunas señoritas!

Me puse la chaqueta color castaño y anudé mi corbata.

La habitación de Nina se hallaba en el ala este de la casa. Estaba guarnecida con muebles blancos y dorados, estilo Imperio. Sobre delgadas y graciosas patas se sostenían sillas y mesas, un secreter al lado de la ventana, un estrecho armario. La cama era grande, dominaba la habitación, se trataba de una ancha cama francesa. Las cortinas eran también blancas, ribeteadas de oro. Una segunda puerta, abierta, permitía ver un enorme cuarto de baño. Una gran araña estaba encendida, aunque todavía no reinaba la oscuridad, y fuera se movían al viento de la noche las oscuras coronas de los árboles.

Nina estaba sentada delante de un gran espejo. Llevaba una bata de seda negra y zapatillas que hacían juego con ella. La luz eléctrica prestaba resplandores en sus rubios cabellos. Tres veces, durante nuestra conversación varió ella la posición de sus cruzadas piernas. Se ponía entonces de manifiesto que se aprestaba a cambiarse para salir. Y, sin embargo, en todo el rato, no volvió ni una sola vez la cabeza hacia mí. Yo me encontraba detrás de ella junto a la puerta, y ella me hablaba dentro del espejo. Hacía todo lo que estaba de su mano para convertir esta escena en una humillación para mí. Estaba extraordinariamente excitada. Las aletas de su nariz se movían espasmódicamente. Sobre la mesita, en medio de frascos de perfume, polveras y cepillos para el cabello, se hallaba el blanco aparato principal.

Cuando entré seguía sonando.

Al espejo, dijo Nina:

—Es ya la cuarta vez. A la tercera, ya le he dicho a la dama que éste no era su número de teléfono, Holden.

El teléfono sonaba con estridente monotonía.

—¿Qué propone usted, Holden?

—Que levante el auricular y lo vuelva a bajar.

Lo hizo.

Ahora reinaba el silencio en la habitación. Nina cruzó las piernas por primera vez. Yo miraba al espejo, y la expresión de su cara me dijo que tenía interés en humillarme.

—¿Se trataba de una llamada particular?

—No.

—Ya me lo suponía.

Sus ojos se oscurecieron, los vi volverse oscuros en el espejo, y esto me llenó súbitamente de un deseo loco de acercarme a Nina, arrancarle la sedosa bata de los hombros y lanzarla sobre la cama. Pero, naturalmente, permanecí al lado de la puerta y oí que me decía:

—Se trata de la muchacha que esta tarde lanzó su coche contra nuestro «Mercedes», ¿me equivoco?

—No, señora.

—¿Qué quiere ella de usted?

Guardé silencio, miré sus piernas y aspiré su perfume.

Ella pronunció con helada voz:

—No crea usted, por amor del cielo, que su vida privada me interesa. Sólo que tengo la impresión de que aquí se ventila algo más que su vida particular. ¿Por qué no se me informa? Holden, no le parece a usted que para mí debe de ser insoportable contemplar cómo mi chofer se mete en mis asuntos y en los asuntos de mi marido y...

—No me meto yo —repliqué, y ahora estaba furioso—, me metieron.

Entonces el teléfono volvió a sonar.

—Ya lo veo. —Levantó el auricular y volvió a dejarlo caer—. ¿Cuánto tiempo va a durar esto todavía?

—No lo sé. Espero que no mucho.

—¡Le exijo que me diga inmediatamente lo que ha sucedido hoy!

—Ya le conté antes, señora, que el señor Schwertfeger me dio trescientos marcos para la reparación del coche.

—¡Esto no es todo!

—Lo siento. He visitado al doctor Zorn. Me ha prohibido decirle nada más a usted.

Ahora cerró casi completamente los ojos. Por tercera vez cruzó las piernas, lentamente, muy lentamente. Nunca la había visto enfadada. Ahora la vi. Los labios se entreabrieron, el pecho se le levantó y bajó.

—Así, pues, se lo ha prohibido.

—Sí.

—No tiene confianza en mí.

—Eso, yo no puedo juzgarlo. Me atrevo a recomendarle que hable de ello con el doctor Zorn.

El teléfono empezó a sonar de nuevo.

A través de los apretados dientes, exclamó Nina:

—Esto es insoportable. —Reprodujo la operación mecánica y el aparato enmudeció. Así era de fácil. Con esta sencillez. Nina aspiró ahora profundamente—. Holden, usted es mi empleado, yo le pago el primero de cada mes. ¿Está claro?

—Perfectamente claro, señora.

—Entonces yo le mando que me informe de lo que ha sucedido hoy. ¡Olvídese de la prohibición del abogado!

—No puedo hacerlo.

—Sí puede, también pago al abogado.

—Es el señor Brummer quien le paga —le dije—. Y el abogado me paga a mí. Lo siento muchísimo, señora. Por favor, no siga preguntándome. Es mejor que usted no sepa nada, estará mejor protegida.

Entonces nos miramos mutuamente, a través del espejo. Finalmente me dijo:

—Muy bien. Pensaba que llegaríamos a un entendimiento, Holden. A pesar de todo lo que usted ha hecho y de todo lo que yo he hecho. Pero usted no lo ha querido. Perfectamente. Tomo buena nota de ello. Le consideraré desde ahora como a mi enemigo.

—Esto me hace muy desgraciado, pero...

—No me interrumpa cuando yo hablo. Tengo que rogarle que hable solamente cuando yo le dirija la palabra. Doy por supuesto que esta es su primera colocación y, por tanto, no sabe todavía conducirse como un buen chofer, pero algún día tenía que aprender. No me mire usted así. ¡Le prohíbo que me mire de esta manera! Saque el coche del garaje. Dentro de media hora voy a la ciudad. ¿Me ha comprendido? ¿Por qué se queda todavía aquí? ¿No se da cuenta de que quiero cambiarme de ropa? ¿Se ha vuelto loco, Holden? Le prevengo que no voy a admitir familiaridades de ninguna clase por su parte. No me importa nada lo que usted pueda saber de mí. Yo también sé algo de usted que interesaría a mi marido. Ve usted, ahora sabe callarse. Así, pues, dentro de media hora. Y, Holden...

—¿Señora?

—Le mando que sólo lleve sus trajes de paisano cuando esté libre de servicio. El resto del tiempo deberá vestir su uniforme de chofer, que quede bien claro.

Pensaba ir hacia ella, arrancarle la bata de los hombros y lanzarla sobre la cama.

Contesté:

—Sí, señora.

El teléfono no había vuelto a llamar.

Y esto era ya algo.

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