Nina

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LIBRO SEGUNDO » 24

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A las once de la noche estaba yo de nuevo delante de la puerta del número 67 de la calle Sonnenblick. A las once y cuarto apareció Nina y yo le abrí la puerta del «Cadillac», tendiéndole una mano para el caso que la señora Brummer se decidiera, al subir, a utilizar esta mano como apoyo, pero no la utilizó y yo puse el coche en marcha, pero no demasiado rápidamente, y no hablé antes de que se me dirigiera la palabra, y ella no me la dirigió.

Ahora las calles se encontraban vacías. Nina iba ensimismada en sus pensamientos y yo en los míos. Mis pensamientos eran los siguientes:

Pobre, tonta Hilde Lutz.

¿Por qué no me has escuchado? Hubieras debido seguir mi consejo. El señor Brummer ha tenido una idea. Con el pasado de un hombre se le puede dominar en el presente. Y también durante todo el futuro. Es una gran idea, mayor que tú, Hilde Lutz. Y mayor que yo. Para una idea de una tal magnitud, todos nosotros somos demasiado pequeños. Existen pasados particularmente malos que hemos devuelto a la luz, con nuestras fuerzas reunidas, el señor Brummer, el señor Dietrich con su impermeable de goma negra y su matón hermano Kolb, el pequeño doctor Zorn y yo. Sangre, mucha sangre y mucha ruindad están unidas a estos pasados, mentira y traición, engaño y asesinato. Con estos pasados hemos llevado a la luz muchas malas acciones, que engendrarán muchas nuevas maldades. Porque la mala acción no puede ser olvidada, mientras no haya sido expiada. Y, ¿quién quiere expiar toda esta maldad?

Nadie de aquí, nadie de este país.

Pobre, tonta Hilde Lutz.

Ahora el señor Schwertfeger ya no necesita casarse contigo. A lo mejor le has dado una gran alegría con ello... ¿Qué hará el señor Schwertfeger ahora? Guardará silencio. El doctor Zorn no le exige otra cosa, no exige otra cosa de nadie. Y, si todos se callan, no le pasa nada a nadie, y el mal sigue viviendo inexpiado. En este caso, el mal se alza invencible. Por tanto, es un completo idiota el que se le cruza en el camino o el que se quita la vida como tú, pobre Hilde Lutz.

Tú estás muerta. Y los ochenta judíos de Minsk están muertos. El señor Brummer vive, y el señor Schwertfeger vive. Los vivos negocian y hacen dinero. Los muertos tienen finalmente la boca cerrada, lo que resulta agradable para los vivos. Y éstos pueden unirse entre sí. Y ya no existe nadie que los acuse, no, ya no hay nadie.

Adiós, tonta, pobre Hilde Lutz. Tú no has querido darte cuenta en qué consiste todo. Yo sí lo he visto, ¡oh, sí!, yo me he dado cuenta.

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