Nina

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LIBRO SEGUNDO » 25

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Durante los cuatro días siguientes, señor comisario Kehlmann, tomaron contacto conmigo, a través de intermediarios, los cuatro señores siguientes: Joachim von Butzkow, Otto Gegner, Ludwig Marwede y Leopold Rothschuh. Los nombres le son seguramente familiares, pues se trata de conocidos industriales de Düsseldorf, Francfort del Main y Stuttgart.

¿Por qué se dirigían siempre a mí?

Lo supe este mismo día: uno de los cuatro señores había alquilado aquellos hombres que, el 23 de agosto, me habían aporreado para lograr que traicionara el escondrijo de los documentos. No pude averiguar cuál fue, entre los cuatro, pero sí que los otros tres estaban también enterados de ello. Así, pues, tenían todos la impresión de que yo me encontraba en situación y dispuesto a ayudarles, aunque no por miedo al tormento, sino más bien por dinero. Pero se equivocaban. Informé inmediatamente al doctor Zorn de cada toma de contacto y rechacé la tentativa de soborno, lo que me fue tanto más fácil por cuanto veía muy pocas probabilidades de poder llegar a recuperar los documentos originales.

Por lo demás, los delitos del pasado, por los cuales los cuatro señores tenían miedo de un castigo en el presente, eran muy diversos.

El señor Joachim von Butzkow, en su calidad de presidente de la Audiencia, durante el III Reich, había torcido diferentes veces la justicia, causando con ello la injusta muerte de catorce ciudadanos alemanes.

El señor Otto Gegner se había conquistado su patrimonio durante los años 1945 a 1947, por medio de un floreciente comercio con cigarrillos americanos. Los cigarrillos se cargaban en puertos griegos, lo bastante alejados para evitar un posible ataque de las autoridades americanas, pasaban a millones, a través de diferentes países satélites de la Unión Soviética, hacia Viena y Alemania. Los transportes iban acompañados por soldados del Ejército Rojo. A esta muestra de amistad, correspondía el señor Otto Gegner haciendo caer en manos de la Policía Soviética, en Viena y el Este de Berlín, a los ciudadanos alemanes que buscaba dicha policía.

La práctica de este rapto de personas en plena calle que, generalmente, era llevado a cabo por unos «desconocidos» que golpeaban a la persona designada por el soplón, dejándola sin conocimiento y metiéndola a toda prisa en un coche que los seguía, generalmente de color negro, alzó mucha polvareda en su tiempo. Todos los intentos de las autoridades, tanto alemanas como austríacas, para reunir material de acusación contra intrigantes alemanes o austríacos, abocaron en el fracaso.

El señor Ludwig Marwede era homosexual. Algunos de sus abundantes jóvenes amigos habían coleccionado cartas o fotografías suyas.

El señor Leopold Rothschuh, cuyo verdadero nombre era Heinrich Gotthart, figuraba en una lista editada por el Gobierno polaco, de personas buscadas para responder de crímenes cometidos durante el período de 1941 a 1944. El señor Gotthart había sido director de Economía para la defensa de la provincia llamada entonces Warthegau. Los documentos en poder de Zorn lo inculpaban de extravío de bienes, de torturas sádicas, de robo de objetos de arte, y de innumerables asesinatos.

Los cuatro señores mantenían las mejores relaciones. Tenían —con excepción del señor Marwede— familia e hijos, y sus casas eran centros de atracción de la mejor sociedad. Sus hijos iban a la escuela...

El 14 de setiembre me llamó el pequeño doctor Zorn. Me dijo por teléfono que tenía que hablar conmigo. Me citó para las diecisiete horas y, cuando tocaron, me encontraron esperando en la antesala sin ventanas de su bufete.

Se abrió la puerta de su despacho, y el doctor Hilmar Zorn acompañó a un visitante hacia la salida. El abogado llevaba ese día un traje azul con un chaleco gris perla que poseía, como el traje, pequeñas y redondas solapas. Su visita llevaba un traje gris con finas rayitas blancas, camisa blanca y corbata negra. El señor Schwertfeger iba elegante como siempre. Me asombró tanto verle aquí, que le saludé, por lo cual, inmediatamente, me hubiera dado de bofetadas.

Herbert Schwertfeger demostró más dominio de sí mismo que yo. No saludó, no estaba sorprendido de verme, mejor dicho, hizo como si no me hubiera visto en su vida. La mirada de sus impávidos ojos azules resbaló sobre mi persona, como se hace al apercibir a un extraño. El señor Schwertfeger tuvo que acercárseme para tomar su sombrero de la percha. «Perdón», dijo en esta ocasión, como si se excusara ante un forastero. Llevaba una corbata negra, el señor Schwertfeger, y entonces se me ocurrió que, a lo mejor, era en señal de luto.

—Buenos días, señor doctor —se despidió.

—Mis respetos, señor Schwertfeger.

La puerta se cerró y el doctor Zorn se acercó a mí frotándose las manos.

—Le saludo, amigo mío. Haga el favor de pasar.

En su cuarto de trabajo la ventana estaba cerrada como siempre y el aire, como de costumbre, azul de humo de los cigarros.

—¿No se encuentra usted bien?

—¡Era el señor Schwertfeger!

—Sí, ¿por qué? ¿Fuma usted? ¿No? ¿Pero no le importa que yo fume? Bien. —Cortó amorosamente la punta de un puro brasileño, sonrió mansamente y vi que tenía la impresión de dominar los últimos acontecimientos con la cachaza de un artista teatral consumado.

—Le veo sorprendido, querido amigo. ¿De qué se asombra? ¿De que el señor Schwertfeger me haya nombrado su consejero legal?

—¿Usted es su abogado?

—Desde hoy. —Se acarició la melena blanca, estilo Gerhart-Hauptmann. Un anillo de sello brilló en su dedo.

—Oiga —le dije—. Usted no puede representar al mismo tiempo al señor Brummer y al señor Schwertfeger.

—Hasta ayer, no. Los dos señores eran adversarios. Ya no lo son. —Rió triunfante, con admiración por su propia listeza y yo le contemplé también, lleno de admiración—. ¡Al contrario! Desde hoy los dos señores son aliados. —Pero tiró un poco el cuello de su camisa—. El señor Schwertfeger ha estado dos horas conmigo. Lo he encontrado profundamente conmovido. En primer lugar por la inesperada muerte de una persona querida, y luego por haber estado a punto de haberse hecho cómplice de una monstruosa conjura contra el señor Brummer.

—Una conjura, ajá —dije estúpidamente.

—Usted es un lego en esas cuestiones. Se lo voy a aclarar en pocas palabras. Junto a otros señores, el señor Schwertfeger había levantado serias acusaciones contra el señor Brummer, porque él, hasta ayer, estaba convencido de un comportamiento culpable del señor Brummer. Pero súbitamente ha debido reconocer que había sido víctima de falsas informaciones y balances falsos.

—Debió de comprobarlo súbitamente.

—Sí. Sin darse cuenta de ello, había hecho el juego durante meses, a un enemigo del señor Brummer, al cual le había sido posible engañarle con una supuesta culpable conducta de este último, a él y a otros señores. Pero ahora, al señor Schwertfeger le han caído las escamas de los ojos. —Se agitó y sus deficiencias orales volvieron a apoderarse de él—. Ahora ve donde se encuentra el verdadero culpable. Por ello está decidido a combatir al lado del señor Brummer contra el verdadero culpable, un banquero particular llamado Liebling. Esto constituye, naturalmente, una noticia de primera clase. Esta tarde, a las diecinueve horas, daremos una conferencia de Prensa en el Bredenbacher Hof. El señor Schwertfeger ha depositado ya en mi bufete todos los documentos y escritos que necesitamos para dejar al descubierto al banquero Liebling.

— Bona causa triumphat —le dije.

—Así lo esperamos.

—No entiendo todavía una cosa —manifesté yo—. No es posible que todos los testigos de cargo del señor Brummer tengan el tejado de vidrio. ¡No es posible dominarlos a todos por medio del chantaje!

—No mencione esta palabra, por favor, señor Holden. —Sacudió enfáticamente la blanca cabellera y se ensanchó el cuello de la camisa.

—Quería decir que no es posible que no quede ninguna persona decente en todo el país, me parece una locura.

—Hay mucha gente decente en el país. Pero parece ser que el señor Brummer..., gracias a Dios, debemos decir..., no ha desarrollado sus negocios con ellos. Parece que su teoría sobre la utilidad de los pasados negros, la desarrolló desde hace mucho tiempo, inmediatamente después de la derrota. También tenemos un par de testigos muy desagradables, contra los cuales no poseemos nada contrario. Pero, por suerte, no son testigos importantes. Si Liebling cae, estamos salvados. Y con ello llego al asunto.

—¿Cuál es?

—¿Ha intentado Liebling, él mismo o por medio de terceras personas, ponerse en contacto con usted?

—No había oído ese nombre en mi vida.

Sus ojos de letrado se volvieron súbitamente insidiosos:

—Adivino cuando usted miente, señor Holden, y usted sabe lo que pasa luego. ¿Cuánto le ha ofrecido Liebling?

Me levanté.

—No le permito que emplee este tono conmigo.

—Siéntese —me gritó.

—Deberá pedirme perdón primero.

Nos desafiamos mutuamente con la vista y él asintió súbitamente:

—Le presento mis excusas.

Volví a sentarme.

Zorn continuó:

—Perdone mi excitación, señor Holden. Lothar Liebling es el único que está decidido a defenderse. Le he enviado fotocopias de los documentos que le acusan. Mientras los demás señores me han prometido su incondicional ayuda, Liebling me ha hecho saber que piensa acusar al señor Brummer a fondo, sin tener en cuenta las consecuencias que, para él, pueden ser de consideración. Como usted ve, este hombre es un carácter.

—Como el señor Schwertfeger.

—El señor Schwertfeger podrá siempre aportar el testimonio de que Lothar Liebling siempre ha sido la fuerza impulsora de la conjura contra el señor Brummer.

—¿No será esto demasiado difícil de demostrar?

—Difícil, posiblemente, pero no imposible, si todos se mantienen unidos. Pero hay una cosa que sería extraordinariamente desagradable, y por ello le he rogado que viniera, señor Holden. Esfuerce su memoria. También le he rogado al señor Brummer que hiciera el favor de concentrarse y recordar, pero no hemos llegado a ningún resultado. ¿Qué cosa puede ser la que le dé tanta fuerza al señor Liebling? ¿Qué clase de testimonios posee? ¿Sobre qué puede apoyarse?

—No tengo la menor idea.

—No tan de prisa, no tan de prisa. Debemos encontrar la respuesta, es de importancia vital. Liebling no debe apoyarse en nada, nada debe saber más que nosotros, no puede ser más poderoso que todos los demás juntos, ¿comprende usted?

—Lo comprendo, pero sigo sin tener ninguna idea.

—¿No podría ser que en el trayecto de Berlín a Brunswick hubiera perdido usted algún documento?

A esto no me digné contestar.

—Usted sabe lo que quiero decir cuando hablo de documentos «perdidos».

Permanecí tranquilo:

—Si hubiera retenido algún documento, ¿cree usted que estaría aquí dejándome insultar?

—Es una buena respuesta —asintió contento—. Convence. —Carraspeó—. Queda todavía la señora Brummer.

—¿Qué hay con ella? —pregunté demasiado fuertemente.

Sonrió tristemente.

—Se ha quejado de usted, sí, de usted, no me mire tan asombrado. He oído decir que no trata usted a la digna señora con todas las consideraciones que se merece. Se ha negado usted, por ejemplo, a contestar a sus preguntas.

—De acuerdo con las instrucciones de usted.

—Le felicito por su sentido del deber, señor Holden. Se ve que ha sido largo tiempo soldado y que ha permanecido largo tiempo en la cárcel. Me alegrará mucho volver a oír las quejas de la señora Brummer. También se ha quejado de mí.

—¿De usted? —Desde que había visto al señor Schwertfeger aquí me parecía a mí mismo un solemne idiota, y como tal me estaba comportando.

—Al señor Brummer, en efecto. Me encuentro en una situación penosa. El señor Brummer exige, en primer lugar, seguridad para su esposa, porque la ama, porque es lo más precioso para él sobre la tierra. Por ello ha prohibido que se la mezcle en estos asuntos. No quiere molestarla. Este deseo nació de su amor. Pero, ¿y la señora Brummer? Ya ve usted cómo reacciona.

¿A qué finalidad tiende toda esta charla, pensé sobrecogido, a qué finalidad?

—Así, pues, el proceso es el siguiente: el señor Brummer ordena que usted acompañe a su esposa a todas partes. Consecuencia: la señora Brummer se queja de que su libertad es cortada. Además: el señor Brummer manda que todos los documentos personales, cosas de valor y joyas de la señora sean depositados en un Banco. Consecuencia: la señora Brummer me acusa a mí de no poder llevar sus joyas. Señor Holden, ¿cree posible que la señora Brummer esté en convivencia con Lothar Liebling?

La última frase la había pronunciado sin transición, sin elevar la voz. Gracias a Dios, pensé, todo viene a parar en esto, todo. Mi cerebro seguía funcionando...

—Esto es una monstruosa acusación —comencé, pero él me interrumpió con un despectivo ademán.

—Se trata de una simple pregunta. Soy el abogado del señor Brummer. Tengo el cometido de devolverle la libertad y el buen nombre. Para ello es imprescindible que reduzca a la nada el peligro que se llama Liebling. ¿A quién debo dirigirme cuando necesito información sobre la señora Brummer? ¿A la señora Brummer?... ¿Entonces?... ¿Al señor Brummer? Ama a su mujer. Sus informes carecen de valor. Queda usted. Usted es neutral y, en cambio tiene el encargo de seguir a la señora Brummer paso a paso. Le ruego, por tanto, que me avise urgentemente cuando vea algo desacostumbrado en la señora Brummer. Y no me diga que no puede hacerlo, ha recibido ya una gran cantidad de dinero.

—No le he dicho que no pudiera.

Entonces se levantó, tendiéndome la mano:

—Le doy las gracias.

—No hay de qué —contesté.

Y reflexioné que el pequeño doctor no hubiera podido buscarse un colaborador peor. Un cuarto de hora antes me habían parecido, él y sus semejantes, algo así como superhombres. Pero ahora mi opinión había cambiado sobro los señores. La confianza en mí mismo me había sido devuelta.

Volvemos a estar empatados, pensé. Todavía formo parte de la banda. Mi situación ha mejorado, mi posición se ha fortalecido. Así pensaba yo, tonto de mí, ciego, vanidoso, idiota sin remisión.

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