Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 33

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Esa noche estuvimos en cuatro locales. Ninguno muy bueno. En los buenos, era Nina demasiado conocida. En todas partes bebimos whisky, y en ninguno pudo estar ella mucho rato. Al cabo de poco se impacientaba y quería marcharse.

—No se puede respirar aquí, vámonos —decía entonces, o bien—: Esta música me vuelve loca, ni siquiera oigo mis propias palabras.

Así, pues, recorrí la ciudad con ella. Formábamos una pareja realmente extraña: ella sin maquillar, con tacones planos, vestida con jersey y falda de traje, yo con mi uniforme de chofer. Mucha gente nos observaba, especialmente un par de veces, cuando Nina volvió a llorar. Luego, ella me dijo—: Quítese las iniciales, Holden.

Desabroché los imperdibles con las doradas letras J y B de la solapa de la chaqueta y dejé la gorra de uniforme en el coche, cuando llegamos al local siguiente. Era un pequeño bar en el centro de la ciudad, sobre cuyas mesas quemaban velas y no poseía alumbrado eléctrico. Un hombre tocaba el piano. Y yo era un huésped cualquiera vestido con un traje azul, camisa blanca y corbata azul.

—Esto es bonito —manifestó Nina—. Nos quedaremos aquí.

Ahora se encontraba un poquito achispada, pero no había llegado a cansarse.

En este bar sólo servían muchachas.

—Whisky, por favor —pedí.

—Esta chica es muy guapa, Holden.

—Sí.

—Le ha mirado con gran interés.

—No.

—Sí, sí. ¿No le gusta?

—No.

—Vamos, Holden.

El whisky llegó.

—Es usted una muchacha muy bonita —dijo Nina—. ¿Cómo se llama usted?

—Lily, señora.

—Es un nombre muy bonito, Lily.

—Gracias, señora —dijo la chica.

—¿No quiere que nos vayamos a casa? —pregunté.

Ella me tomó la mano.

—Tengo tanto miedo en casa. Me encuentro sola en mi habitación. No, no quiero irme todavía a casa. No estoy embriagada, de verdad, no lo estoy. Yo..., yo me encuentro ya mucho mejor, Holden. Sabe usted, estoy contenta de que esto haya sucedido. Le digo la verdad. Yo..., yo había estado pensando siempre en él, adorándole. Ahora me ha pasado.

—¿De veras?

—Completamente de veras.

—La amo a usted.

—Entonces, es que desea algo más.

—Sí —contesté—. Naturalmente.

—Usted es honrado.

También yo estaba un poco beodo:

—Nos pertenecemos el uno al otro. Algún día lo comprenderá usted. No tengo prisa. Puedo esperar.

—¿Cuánto tiempo podrá esperar?

—Mucho, mucho tiempo. La esperaré a usted.

—Loco. Es una locura lo que estamos diciendo. —Pero su mano permaneció sobre la mía y, de repente me observó con mirada interrogadora que sentí calor—. Ahora tiene usted la carta...

La saqué del bolsillo diciendo:

—Me gustaría leerla.

—¡No! —pero al ver la expresión de mi cara, continuó en voz baja—: Léala.

—Ahora ya no me interesa. —Mantuve la carta sobre el fuego de la vela donde se consumió con llama amarilla, retorciéndose y chisporroteando. Esperé hasta que estuvo completamente quemada, dejando caer el negro sobre en el cenicero, y aplastando luego las cenizas con una cucharilla—. Nunca más escriba cartas.

—¿Tampoco a usted?

—A nadie. Porque cualquiera le puede hacer una mala pasada.

—¿Ha habido muchas mujeres en su vida?

—No muchas.

—¿Holden?

—¿Sí?

—Yo he tenido muchos hombres.

—¿Vamos a beber algo más?

—Holden, ¿por qué es usted tan caballero?

—Estoy enamorado —contesté—. Esto no es ningún secreto.

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