Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 44

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Los ocho días siguientes fueron los peores de mi vida. Vi a Nina, pero no pude hablar con ella. La llevé aquí y allá, pero siempre estaba él presente, en todas las ocasiones Intenté mirarla a los ojos, pero ella apartaba los suyos. Ella no me dirigía la palabra, sólo él hablaba conmigo. Nina parecía enferma. Cuando sonreía, uno se daba cuenta de que se había puesto demasiados polvos. Su piel se veía ajada.

Tuve, efectivamente, mucho trabajo. Brummer se hallaba constantemente en camino: a conferencias, a oficinas, al juzgado, a casa de su abogado. Me llamaba a las horas más impensadas, incluso una vez a las cuatro de la madrugada. Quería ir a la oficina principal de Correos para depositar personalmente una carta, tan importante era el sujeto de que se trataba.

No me importaba que me llamase, porque, de todas maneras, yo no podía dormir durante esas noches. No es necesario haber vivido lo de Dresden, existían muchas cosas que podían perturbar el sueño. Yacía en la cama y miraba las ventanas de Nina. Muchas veces se oscurecían pronto pero, a menudo, brillaba largo tiempo la luz; a veces se apagaba temprano para volver a encenderse mucho más tarde y yo pensaba siempre lo mismo, pues la habitación de él se encontraba al lado.

Durante esos días fueron contratados un nuevo criado otro jardinero y dos doncellas, pero apenas tuve tiempo de verlos, pues me encontraba continuamente de viaje.

La tercera noche, Brummer dio una fiesta. Treinta personas fueron invitadas, escogidas con todo cuidado, de forma que entre ellas se encontraran los hombres más importantes de la ciudad. Yo me hallaba en el parque cuando llegaron los coches, el uno detrás del otro. La noche era calurosa. Nina y él recibían los invitados delante de la puerta de la casa. Ella llevaba un vestido adornado con tracería de plata por el transparente revés, muchas joyas y una orquídea; él un smoking azul marino con chaleco rojo. Parecía una recepción en la corte. Coche tras coche llegaba hasta la escalinata, pareja tras pareja salía, subía los escalones y saludaba al huésped y a la señora. Constituía una atrevida maniobra de Brummer, una reafirmación, una nueva confirmación social, porque, naturalmente, los fotógrafos de la Prensa no cesaban de tomar instantáneas. Todo el mundo debía saber quién acudía a su invitación, sólo tres días después de su puesta en libertad.

En la cocina trabajaba un cocinero con tres camareros. Habían sido contratados para aquella noche. Las nuevas doncellas los ayudaban. Parecía un campo de batalla. Brummer había ideado la siguiente minuta para sus huéspedes: Caviar Malossol, sopa de tortuga, poularde de Bruxelles, con ensalada aux fines herbes, queso, café, etc. Y por toda bebida, champaña. Mila, que dirigía el cotarro como jefe absoluto, irradiaba alegría por todos los poros de su sudoroso rostro.

—Esto es un remolino, como en los viejos tiempos, señor Holden. Alma mía, ahora empiezo a encontrarme verdaderamente bien de nuevo. ¡Tome un trago! —Me sirvió y tomó ella también otra copa de champaña, y me di cuenta de que estaba ya un poco achispada—. Debe haber caviar para todo el mundo, más de lo que puedan tragar, me ha dicho el señor. ¡Y champaña!

Conté seis cajas de caviar, de a kilo, colocadas sobre bloques de hielo, las botellas eran incontables, se encontraban por todas partes sobre el suelo, incluso en la habitación de Mila.

Nina entró.

Los empleados saludaron, yo también.

—¿Todo en orden, Mila?

—Dentro de media hora podrá empezar la cena.

Una mirada, una sola mirada...

—Entonces haga que sirvan ya los martinis.

Nina se fue. No me había dirigido una mirada, ni una sola mirada.

Me fui al exterior, hacia los chóferes que permanecían al lado de sus coches fumando, pero los encontré desconfiados y no hubo forma de ligar conversación. Me retiré a mi cuarto. Todas las ventanas de la villa estaban iluminadas espléndidamente y algunas se hallaban abiertas. Oí risas y voces y continuamente creía escuchar la voz y la risa de Nina y esto me llenaba de rabia impotente y de celos mordaces.

A eso de las diez sonó el teléfono. Alguien, pensé yo, que se habrá puesto enfermo y debe ser llevado a casa, pero no salió la voz de Brummer, sino la de Mila:

—Póngase el traje azul y venga.

—El traje azul por qué...

Pero ya había colgado. Me cambié y llegué a la cocina.

Un mayordomo, de frac y guantes blancos, me dijo ceremoniosamente:

—¿Tiene la bondad de seguirme?

Me precedió a través del vestíbulo y, procedentes del primer piso oímos voces y risas, pero nos quedamos en la planta baja. El camarero abrió una puerta con paneles y me hizo entrar en un pequeño comedor que yo todavía no conocía. Las paredes y techo de esta habitación estaban recubiertos de madera oscura. Sobre la mesa, con manteles de damasco, al lado de la plata y de la porcelana fina, ardían velas de cera en candelabros que constituían la única iluminación. El cabello blanco de Mila Blehova relucía a la luz de las velas. Llevaba un vestido negro con cuello blanco, un broche, un anillo y un brazalete de gruesas piedras granate. Radiante se dirigió a mí:

—Para nosotros, señor Holden, sólo para nosotros dos. El señor quiere que disfrutemos de un buen banquete. Ya puede servir, mayordomo.

Me senté. Los ojos de Mila se anegaron en lágrimas de alegría.

—Yo misma no tenía ni idea de ello, los camareros lo han preparado por orden suya, como una sorpresa. Así es el señor, una bellísima persona, un verdadero socialista.

El camarero iba y venía, nos llenó las copas de champaña y trajo una caja de caviar. Mila sirvió los brillantes granos negros en grandes cantidades.

—Más limones, camarero, por favor. Con mi dentadura postiza no llegaría nunca a mascarlos. —Así, pues, el camarero trajo limones en cantidad. Mila comió vorazmente—. No, no, sin tostadas, lo comeré con la cuchara. Si tuviera mucho dinero sólo comería caviar. Quisiera comérmelo todo. ¡Camarero!

—Dígame.

—No necesita quedarse tan tieso. Tome también una copa.

—Gracias, estoy bien así.

Sobre el fondo de los paneles de madera oscura, parecía Mila una princesa anciana de un cuadro de pintor inglés de corte. Sus falsos dientes despedían chispas cuando hablaba.

—Hoy me ha hablado el señor sobre mi futuro. Mis arcadas no se curan y mis calores no desaparecen. Todavía puedo trabajar, pero no por mucho tiempo. Tráiganos el consomé, camarero.

Este desapareció con una reverencia.

—Cómo se inclina el tonto. El señor me ha preguntado si quiero que me compre una casita y me dé dinero cada mes hasta que me muera. Pero yo, en cambio, preferiría quedarme aquí, me gustaría más vivir al lado de mi Nina, del «Pupele» y del señor. Entonces me ha dicho, viejecita, sabes, búscate una habitación que te guste en la casa y te quedas a vivir con nosotros, pero sin trabajar, como una abuelita. ¿No es un día de alegría, señor Holden?

—Me alegro mucho por usted, Mila.

—Ya sé que usted no me tiene envidia. Aquí tenemos la tortuga. Y luego la poularde... ¡Madre de Dios, tengo un apetito!

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