Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 45

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Pasaron cuatro días. Cinco. Seis.

No podía hablar con Nina. Siempre que la veía, Brummer estaba con ella. Por la noche tomaba yo polvos para dormir, pero no surtían efecto. Compré coñac, y el coñac lo hizo, pero sólo por algunas horas, y entonces volvía a quedar despierto y mirando a su ventana y, tanto si había luz encendida como no, ambas cosas me torturaban.

El séptimo día me resolví a pedir al señor Brummer que aceptara mi despido. Le prometería guardar nuestros secretos. Le diría que tenía la intención de empezar una nueva vida con el dinero que me había dado. Ahora ya no mu necesitaba.

Debía olvidar a Nina, rápidamente, pues si permanecía aquí sucedería una desgracia... Me lo había figurado todo demasiado fácil. Efectivamente, era una locura. Nina tenía razón: ¿cómo podía ella amarme a mí, a un hombre que apenas conocía y del cual no sabía nada? Locura, en efecto. Tenía que desaparecer. Nina no era más que una mujer. Brummer parecía, casi, rehabilitado. Ella había querido abandonarlo por Toni Worm, pero a éste lo había amado.

¿Por qué debería abandonar a Brummer sin amar a otro hombre?

El octavo día llovió copiosamente. A las ocho y media de la mañana llevé a Brummer a la ciudad, a su gigantesca oficina.

—¡Ah! Holden, antes de que me olvide, mañana vamos a Munich. Haga engrasar el coche y cambiar el aceite.

—Sí, señor.

—Vuelva ahora a casa y recoja a mi mujer. Ella debe ir a algún recado. No le necesitaré más esta mañana.

—Sí, señor Brummer.

Nina.

Por fin podría verla, sola. Y hablar con ella a solas, por primera vez desde hacía días. Ya me sentía excesivamente feliz de poderla ver. Estar con ella sola, aunque fuera dentro de este gran coche, tan frío, en la lluvia, esta mañana...

Llevaba un traje sastre a cuadritos blancos y negros, y zapatos de piel de cocodrilo negra. Un monedero del mismo material que los zapatos y un sombrerito negro, más bien alto y colocado inclinado sobre su rubio cabello, completaban el atuendo. El nuevo criado la acompañó hasta el coche con un paraguas. Ella no habló mientras éste se encontró cerca. Se sentó en el fondo en silencio hasta que hubimos alcanzado la calle.

—A la embarcación —dijo entonces tímidamente y ruborizándose—. Sólo unos minutos, Holden. A las diez tengo una cita en la ciudad. Pero antes tengo que hablar con usted.

—¡Y yo con usted!

—No mientras conduzca.

—No —contesté—, esto no.

También me hubiera sido imposible, estaba demasiado excitado. Incluso dominar el coche me costaba trabajo.

Nina... Nina... Nina...

Esta vez nos metimos en la cabina protegida por los grandes cristales. Éramos los únicos huéspedes y sobre la cubierta azotaba la lluvia. El viejo y siempre mal afeitado propietario nos vino al encuentro frotándose las manos:

—¡Los jóvenes amantes!

Encargamos café y desapareció. El río era gris, como el cielo y como el aire. La lluvia originaba sobre el agua una alfombra de nerviosos puntos. La embarcación se movía dulcemente. Todo estaba en silencio. Nos miramos y, aunque hubiera estado aquellos ocho días sin comer, hubiese quedado saciado con su belleza tan cercana...

—He dicho a mi marido que quiero dejarle.

—¡No!

—Sí. Ayer por la noche.

Hablaba lenta y tranquilamente como alguien que, por fin, se ha decidido.

—Los últimos días han sido horribles.

—También para mí.

—Usted me dijo una vez que se puede vivir con un hombre que se desprecia, y que las mujeres lo encuentran todavía más fácil. He comprobado que no es verdad.

La lluvia tamborileaba sobre el techo de la cabina encristalada, yo la miraba a ella y me sentía muy feliz.

—Él..., él se ha vuelto inhumano. Se cree un dios y piensa que todos los demás están a sus pies. En la fiesta, Holden, si hubiera visto a la gente, cómo todos lo adulaban, de qué forma procuraban su amistad, los cumplidos que me hicieron a mí...

—Es el dinero, la inmensa cantidad de dinero...

—No quiero saber nada de su dinero. No quiero participar más en su riqueza y en su culpa. Holden, es horroroso, vive como si nunca hubiera pasado nada. Los crímenes, que él mismo me confesó, nunca han existido. ¡No se hace el inocente, Holden, ante sí mismo, él es inocente! Así se lo he dicho.

—¿Qué?

—Todo lo que acabo de manifestarle. Le pedí la separación. No quiero su dinero, ni un céntimo de él. Soy joven, puedo trabajar, no tengo hijos, gracias a Dios. Le dije que si quería aceptaría la culpa delante del tribunal.

—¿Y él?

El viejo de Dresden, que se pasaba la vida sin dormir y sin afeitarse, entró trayendo el café, y esperamos hasta que se hubo marchado.

—¿Y él? —repetí.

—Él estuvo maravilloso...

—¿Maravilloso?

—Me dio pena de lo generosamente que se portó. Sabe usted, yo soy probablemente la única persona que él ama de verdad. Él..., él dijo que podía comprenderme. Luego lloró en mis brazos. Hablamos durante largas horas...

—Vi la luz. Me figuré otra cosa.

—...dijo que era terrible para él, pero que podía comprenderme. No quiere retenerme contra mi voluntad. Sólo debo darle tiempo, algo de tiempo. Mañana se va a Munich. Debo dejarle reflexionar hasta su regreso. ¡Ay!, Holden, estoy tan contenta de habérselo dicho todo. Debe decirse la verdad, siempre, es lo mejor.

—Si la deja marchar, ¿qué hará usted?

—No lo sé todavía. Trabajar. Vivir mi propia vida, desde el principio.

—¿Y yo? ¿Y nosotros?

—No lo sé aún, sólo sé que no quiero mentir más. Quizá, quizá, si nos amamos, algún día, pero tendrá que ser un amor que pueda verlo todo el mundo. Un amor limpio. Sin bajezas, sin engaño. No quiero sentirme más tan sucia, tan... despreciada. Holden, es para mí tan importante que usted me comprenda: ¡quiero ser cabal! Esto es más importante para mí que el propio amor...

—Y como es más importante, está sentada aquí conmigo y me lo explica todo.

—No comprendo...

Me miró despavorida, comprendiendo al pronto y se ruborizó intensamente. Le pasé un brazo por encima de los hombros.

—No... —susurró.

Besé a Nina. Se defendió, pero sólo durante un momento. De repente agarró mi cabeza con ambas manos, se apretó contra mí y respondió al beso con un ardor y una pasión que yo nunca, nunca hasta aquel momento, había experimentado. El alto sombrerito negro se le cayó de la cabeza. La embarcación se mecía bajo nuestros pies suavemente, muy suavemente y nosotros nos manteníamos asidos como dos náufragos, y entonces comprendí que éramos el uno para el otro el único apoyo, el último asidero en esta vida.

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