Nina

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EPÍLOGO » 6

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Daba una impresión de mayor fatiga que nunca esta mañana, y estaba más pálido y más triste. Con un gesto cansado me indicó que tomara asiento. Sin mirarme, hojeando en las carpetas con dedos manchados por la nicotina, se informó:

—¿Hasta dónde ha llegado con sus memorias, señor Holden?

—Están casi acabadas —contesté.

—No necesita continuarlas —prosiguió, manoseando papeles que se encontraban delante de él—, hoy levantaré su arresto. A primera hora de mañana podrá abandonar la cárcel. Tiene derecho a incoar un proceso por daños y perjuicios, pero no se lo aconsejaría. Bajo las circunstancias actuales no creo que llegase a prosperar. Las pruebas existentes contra usted eran tan...

—Un momento —le interrumpí con un esfuerzo—. ¿Dice que va a levantar mi arresto?

—Sí.

—Entonces esto significa...

—Esto significa que ya no le considero el asesino de Brummer. Allí hay un jarro con agua.

Me levanté, llené un vaso de agua, vertiendo la mitad y bebí, sosteniendo el vaso con ambas manos. Luego volví a sentarme. Lofting me dijo, jugando con un cortapapeles:

—Usted sabe lo que me he esforzado durante estos últimos meses en averiguar de dónde procedía el veneno que mató a Brummer. Ahora lo sé. Procedía de un médico tronado de Düsseldorf, al cual, hace años, se le prohibió ejercer por haberse demostrado que se dedicaba a provocar abortos. El hombre estaba completamente alcoholizado. Últimamente sorprendió a los que le conocían el que pudiera gastar tanto dinero. La policía criminal lo visitó. En su domicilio se encontraron toda clase de venenos, incluso ácido prúsico y cianuros. Fue condenado a dos semanas de cárcel por turbar el orden público. Por pura casualidad supe algo del caso. Suelo jugar a los naipes una vez por semana con los policías, ¿sabe usted? Cuando supe que el médico poseía venenos, le hice comparecer ante mí. Lo ensayé todo, amenazas, promesas, en vano. Se limitó a reír. Nunca había vendido veneno a nadie, me dijo. Hace tres días que murió repentinamente. Inflamación pulmonar.

—No entiendo una sola palabra...

—Dos días antes de su muerte me hizo llamar. Dijo que no quería morir sin confesar la verdad. Sí, en abril había vendido veneno a un hombre por una gran cantidad de dinero. Había preparado con él unas cápsulas de un fuerte remedio para el corazón, me explicó cómo. Me contó cuándo había encontrado al hombre que le dio el encargo y dónde, y cómo había envuelto las cápsulas en una cajita sacada de la farmacia de un amigo y las había enviado a Brummer en Baden-Baden.

—¿Quién era el hombre que compró el veneno?

—El médico no lo sabía. Sólo podía describirlo. Entonces le presenté retratos de todos los hombres que habían tenido algo que ver con el caso Brummer. Retratos de usted, de los empleados, del doctor Zorn, de todos los enemigos de Brummer, en total unos cincuenta. El médico designó inmediatamente a uno de ellos. Antes de morir hizo una declaración jurada, fehaciente. Poseía aún el comprobante de Correos por el paquete enviado a Brummer.

—¿Quién fue el hombre que le dio el encargo?

—Herbert Schwertfeger —contestó pausadamente.

—Herbert Schwertfeger... —contuve el aliento—. Ahora recuerdo..., Brummer le explicó que había sido amenazado... por un hombre que se parecía a mí...

—¿Cuándo?

—Cuando Schwertfeger fue a visitarle a Baden-Baden. Unos cuantos días antes de su muerte...

Lofting inclinó la cabeza, asintiendo.

—Algo así me había imaginado. Entonces le vino a Schwertfeger la idea genial. Había sido, en su tiempo, vencido por Brummer. Luego —impulsado por la necesidad— se convirtió en su aliado. Pero, naturalmente, le odiaba como a la misma peste y quería librarse de él. Pero a la vista de los documentos que Brummer poseía, nunca podía contar con quedar en libertad. Si le mataba, todas las sospechas recaerían sobre usted. Y esto le decidió a actuar.

Siguió un silencio. Este día llovía. Las gotas caían sobre el antepecho de la ventana, rápidas y monótonas.

—Inmediatamente hice extender un mandato judicial. Pero Schwertfeger había sido advertido de antemano. Los policías que fueron a detenerle llegaron demasiado tarde.

—¿Quién le avisó?

Resignado, contestó Lofting:

—El señor Schwertfeger tiene muchos amigos, amigos procedentes de un tiempo que los tontos creen que está olvidado. Uno de esos amigos le previno.

—Entonces ese amigo debe encontrarse en las inmediaciones de usted...

—Eso me temo, señor Holden. Por ello la Fiscalía del Estado ha iniciado una investigación para determinar quién es el culpable de que el señor Schwertfeger tuviera tiempo de escapar a Egipto.

—¿A Egipto?

—Fue visto ayer en El Cairo. Hemos pedido su extradición.

—¿Le entregarán?

Levantó las flacas manos y volvió a dejarlas a caer:

—Así lo queremos. También al señor Schwertfeger le alcanzará algún día su destino, algún día nos alcanza a todos. De todos modos, yo ya no me encontraré aquí para interrogarle.

—¿Cómo no?

—Estoy bastante enfermo. Se me ha insinuado que me retire antes de la edad. Dentro de dos meses dejaré el servicio, se ha vuelto demasiado pesado para mí. Bueno, ya lo verá todo en los diarios cuando los lea mañana. —Se levantó, esforzándose en sonreír y me tendió la mano—. No veo motivos para disculparme de haberle tenido tanto tiempo encerrado, en mi lugar, usted hubiera hecho lo mismo.

—En efecto —le dije, asiendo su seca y fría mano.

Se la apreté, pero él no correspondió a mi presión, su mano permaneció inerte. Añadió:

—He hablado antes con la señora Brummer. Se sintió muy dichosa. Le hice observar que mañana habría aquí una multitud de periodistas, cuando usted saliera en libertad. Creo que, en opinión de todos, es mejor que la señora Brummer no le venga a recoger.

—Naturalmente.

—También ella lo vio así y le ruega que, después de su salida, vaya a encontrarse con ella en un barco del Rhin. Usted sabe cuál... ¿Por qué me mira así, señor Holden?

—Es que..., es que estoy completamente turbado, perdóneme usted. Y pienso en que usted se va a retirar. Y en lo que le pasará al señor Schwertfeger. Y a todos los demás.

—Sí, ¿qué nos pasará a todos?

—Usted decía siempre que al fin vence la Justicia.

Lofting se volvió de lado, como si se avergonzara de algo y quisiera esconder su cara.

—¡Ah, la Justicia! —dijo el juez de instrucción quedamente.

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