Nina

Nina


EPÍLOGO » 7

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Llovía también al día siguiente.

Delante del portal de la cárcel se apretaban muchos reporteros, tomando fotografías y haciendo preguntas a las cuales respondí sólo muy parcamente. Subí luego a un taxi y me hice conducir hacia el Rhin. Los árboles de la avenida lucían de nuevo sus hojas multicolores, el ambiente olía a humo y a fugacidad. El blanco buque-restaurante se mecía suavemente a causa de un ligero oleaje. El taxi se detuvo, pagué al chofer y vi el «Cadillac», aparcado al lado de la carretera.

Por la abandonada cubierta me dirigí a la cabina encristalada.

Nina era el único huésped. Estaba sentada a una mesa preparada para el desayuno de dos personas. Había flores en un jarrón y, a su lado, un paquete atado con un bramante. Cuando penetré en la cabina, Nina se puso en pie. Llevaba un traje sastre a cuadritos negros y blancos y zapatos de piel de cocodrilo negra. Un sombrerito negro le cubría a medias los rubios cabellos que llevaba ahora cortos como una jovencita. Estaba muy pálida y tenía sombras bajo los ojos como después de una larga enfermedad. Nos encontramos en el centro de la cabina y nos abrazamos. La besé, sintiendo cómo el suelo se tambaleaba ligeramente debajo de nosotros y oí la lluvia que tamborileaba sobre el techo.

Luego nos dirigimos lentamente a la mesa, nos sentamos el uno al lado del otro con las manos unidas, y también yo me sentí agotado e inmensamente cansado. Al final de la sala había un espejo estrecho en el que vi a los dos. Aparecíamos pálidos, trasnochados, sin fuerzas.

El anciano de cabello blanco y blanca barba de dos días metió la cabeza dentro de la cabina y rió complacido:

—Buenos días, buenos días, por fin ha llegado, ¿no? ¡Ahora ya puedo empezar! La señora había encargado ya un buen almuerzo.

Desapareció. Nina me miró interrogante:

—Supuse que tendrías hambre.

Mis miembros parecían de plomo, mi cabeza me dolía, delante de mis ojos bailoteaban puntos rojos. Mi mano descansaba sobre la de ella y me invadió una sensación de paz, pero ninguna alegría, no, ninguna alegría.

—¿Tienes mucho apetito?

—Sí —le dije—, sí.

Pensé cuánto tiempo había durado aquello, casi demasiado tiempo, oí tamborilear la lluvia sobre el techo y el suelo mecerse bajo mis pies.

—¿Tú también creíste que yo lo había hecho?

—Nunca —me dijo ella—, nunca. —Empujó hacia mí el paquetito por encima de la mesa—. Aquí están mis cartas. Te he escrito cada día. Las has de leer todas. En ellas te digo lo mucho que te quiero.

—¿Me dices también en ellas, que no lo crees?

—También está en ellas. Sí, Robert, sí —dijo con voz más fuerte, e intuí que mentía—. ¿Por qué me miras así?

—Porque lo has creído, Nina. Tú lo has creído.

Apretó los labios fuertemente. Las aletas de su nariz empezaron a temblar nerviosamente. Súbitamente asintió. Su voz sonaba monótona.

—Lo he creído..., no leas las cartas, Robert, tíralas..., he mentido incluso en ellas..., sí, yo he creído que tú lo habías hecho..., estaba desesperada. Podía comprender que un hombre matara a su mujer por celos..., pero este asesinato planeado, meditado..., era otra cosa... Robert, tuve de repente tanto miedo de ti..., yo... Yo no hubiera podido nunca vivir contigo si lo hubieses hecho...

—¿Sigues teniendo miedo de mí?

Sacudió la cabeza, pero sus ojos eran incapaces de mentir.

Le dije:

—Me había ya resignado a que me condenaran. Prefería que me condenasen a salir libre y vivir contigo. Me sentía tan culpable..., tan espantosamente culpable..., ni siquiera mi amor ha sobrevivido.

—Eso no tiene nada que ver con el amor —repuso ella—. Absolutamente nada.

Mis manos empezaron súbitamente a temblar como si tuviera un ataque de frío, las apreté la una contra la otra, apreté los puños, pero el temblor no quería dejarme.

—Todo esto pasará —dijo Nina—. Lo olvidaremos. Tú no lo has hecho. Esto es lo único importante.

Miré mis manos e intenté mantenerlas quietas, pero en vano, y pensé: «¿Podremos olvidarlo? ¿Pasará algún día esta impresión? ¿Es de verdad, únicamente importante el que yo no lo haya hecho? ¿Podrá, algún día, ser todo como antes? ¿Puede alguna vez volver a serlo?».

Nina dijo:

—Nos casaremos. Nos iremos lejos de aquí, a otra ciudad. A otro país. Debes descansar. Debes tomarte tu tiempo. Y yo también. No hay prisa. No existe ninguna prisa. Ahora tenemos todo el tiempo del mundo.

Mis manos seguían temblando.

—Nervios..., sólo son nervios..., pasará en seguida...

—Sin duda —asintió ella—, sin duda. —Y acariciando mis temblorosas manos, sonrió—: Ves, ya cesa. Espera y verás lo bien que te encuentras cuando hayas tomado café bien caliente.

—Sí —convine—, después del café me encontraré perfectamente bien. —Y nos apretamos el uno al otro y miramos hacia el exterior la pesada lluvia que caía en el río gris. El barco se mecía suavemente y, debajo de nosotros, oíamos al anciano trastear en su cocina. El ambiente olía ya a café y a huevos con tocino. Oí gritar a las gaviotas que volaban en círculo sobre la embarcación. Nina se acercó más y yo apoyé mi mejilla sobre su cabello. La lluvia se hacía más fuerte.

—¿Cómo te encuentras, cariño?

—Miserable —le dije—, muy miserable.

—Ya pasará. Todo pasará.

—Sin duda —convine—. Sin duda.

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