Nina

Nina


PORTADA

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Cinco minutos después de que Nina haya subido de vuelta a su habitación el anciano de la recepción del Hostal se levanta, sale de detrás del mostrador, atraviesa la sala hasta la habitación contigua y se adentra en la parte del pequeño edificio en la que está su vivienda. Una vez allí llama a su mujer. Ella le contesta desde fuera. Está en el patio trasero tendiendo ropa de cama en unas cuerdas que atraviesan el jardín de lado a lado.

Sábanas y toallas blancas encima del verde intenso del cuidado césped sobre el que la mujer, a pesar del frío, camina descalza.

Matías, después de reprender a su esposa por empeñarse en salir al jardín sin zapatos, le pide que le haga el favor de quedarse un rato en recepción porque tiene que ir a hacer un recado.

—Tengo que echar una carta.

—Sabes que mañana viene el cartero por aquí, Matías, ¿qué prisa tienes?

—Ninguna, mujer. Sé que hoy, el cascarrabias de Fernando pasa por el estanco, así que me voy a acercar por allí a darle la carta, que no me cuesta ningún trabajo.

—Pues sigo sin saber qué prisa tienes.

—¿Te acuerdas de dónde nos conocimos?

—Matías, ¿se puede saber a qué viene ahora esa pregunta? ¿Ves cómo tengo razón cuando te digo que estás cada día más tonto?

—¿Te acuerdas o no, mujer?

La anciana hace una pausa para observar a su marido, mientras se seca las manos en el mandil azul que lleva puesto.

—Pues claro que me acuerdo, viejo chocho. En el baile de Santa Ramona, por estas fechas, hace ya cincuenta y tres años.

—¿Santa Ramona?

—Santa Ramona, sí, Santa Ramona.

—Pues no, mujer, pues no. Que sepas que llevo toda la vida escuchándote decir que nos conocimos en el baile y nunca te he querido llevar la contraria. Pero no fue en el baile, que fue en casa de tu prima Adelaida, justo antes de que empezaran las fiestas. Que yo me quedé prendado de ti y tú no parabas de mirar al pasmado de mi amigo, el Cebrián.

—Eso será porque lo digas tú.

—¿Ves?

—¿Qué?

—Que por eso tengo que ir a echar la carta ahora mismo, porque hay gente que todavía está a tiempo.

—Lo que yo te diga, Matías, tú no estás bien.

—Que sí mujer, como quieras. Pero que sepas que vuelvo en un rato, que luego no digas que he dejado la recepción sola sin avisarte.

—Anda y ve a hacer lo que tengas que hacer, que ya me quedo yo en el mostrador. Anda, ve.

 

El viejo coge su boina del perchero y, poniendo la carta en el bolsillo de su chaqueta, sale en dirección al estanco. Nada más atravesar la plaza se cruza con Rodrigo, que viene de vuelta, y le saluda sonriente, levantando la mano e inclinando la cabeza.

Al entrar en el estanco pregunta si ya ha llegado Fernando, el cartero, y cuando el dueño le contesta que no, vuelve a sonreír:

—Pues, si te parece, le pones un sello a esta carta y le espero aquí, que ya no tiene que tardar, ¿no?

—Ya debería haber venido.

—Pues eso.

 

 

 

43

 

Rodrigo se aleja del coche y camina cuesta arriba, deshaciendo la ruta que hicieron para llegar hasta el hostal. Las calles, a pesar de la hora que es, siguen estando bastante transitadas. Parece ser que el ritmo del pueblo en medio de sus fiestas patronales no se resiente por la llegada de la sobremesa. La siesta no está en el programa de festejos. Aún hay gente a la puerta de los bares y todavía puede ver vestimentas como las que ha encontrado en la plaza de la iglesia. Claveles blancos y calladas incluidas.

Al final de una prolongada cuesta hay una curva cerrada y la calle desemboca en la carretera, la que atraviesa el pueblo de oeste a este. La que les trajo hasta él. La que tienen que retomar para marcharse.

Rodrigo continúa caminando, tratando de encontrar señales de algún tipo de vigilancia, algo que le haga sospechar de que la Guardia Civil haya montado algún dispositivo para dar con ellos. No tarda mucho en llegar casi hasta la salida del pueblo. Desde allí se ve un tramo recto de carretera de, al menos, quinientos metros, cuesta abajo, y no parece haber ningún obstáculo a la vista.

De vuelta en el hostal se alegra de que sea la mujer, y no el hombre, la que hace guardia en recepción. A pesar del amable saludo que acaba de intercambiar con él en la calle, le resulta un viejo desagradable.

En la habitación necesita cinco o seis golpes de nudillo, a cual más fuerte, para conseguir que Nina salga a abrir la puerta.

—Lo siento, me he quedado dormida.

—Bueno, de eso se trataba, ¿no?

La tarde pasa lenta y cansina, tan despacio como lo ha hecho la mañana. Rodrigo apenas deja de caminar de un lado a otro y de entrar y salir de la habitación y Nina permanece prácticamente en silencio. Por su cabeza solo circulan un par de ideas: «¿Cuándo nos vamos?». Y la otra: «No quiero ir al servicio». En un par de ocasiones, presa del aburrimiento, intenta entablar conversación con él, preguntarle sobre aspectos de su enfermedad o sobre qué tiene pensado hacer para ayudarla pero Rodrigo se muestra esquivo en todo momento, aduciendo siempre que su primer objetivo es salir del pueblo, que una vez que lleguen a su casa empezará a pensar en el resto. Que no tenga prisa, que mantenga la calma y que esté preparada para partir en cualquier momento.

¿Preparada? Como si no lo estuviera.

Lo bueno de no tener nada que perder es que puedes salir corriendo sin echar nada en falta.

Un rato después de anochecer, Rodrigo vuelve de su enésimo paseo y le dice que es la hora, que hay que irse.

Nina se levanta de un salto y responde:

—Voy al baño y nos vamos.

Nada más cerrar la puerta tras ella la voz del monstruo consigue que, a pesar de que contaba con oírla, el corazón le dé un vuelco:

—Me muero. No sé si volveremos a vernos —de nuevo le habla desde la bañera, acurrucado, con la barbilla apoyada sobre las rodillas. En su espalda no queda ya rastro alguno de la majestuosidad que hasta hace unos días mostraban sus alas.

—No voy a llorar, a pesar del aspecto que tienes —contesta mientras se sienta sonriente a orinar.

—Solo espero que no me eches de menos. Y que no volvamos a vernos.

—Parece que, al final, vamos a terminar estando de acuerdo en lo importante —contesta Nina.

—Es difícil vivir con todo lo que llevo dentro, con lo que te he explicado y con alguna que otra cosa que no te he podido contar.

—Muy bien, por eso no te preocupes.

—Reza por que no nos volvamos a ver, Nina.

—No suelo rezar. O eso es lo que creo —contesta mientras se incorpora y se coloca la ropa.

—O eso es lo que crees.

Nina agarra el pomo de la puerta y mira a Asco por última vez antes de salir.

—Voy a marcharme, voy a cerrar esta puerta tras de mí y, si hay suerte y no vuelvo a verte, ten por seguro que jamás te echaré de menos.

—O eso es lo que crees.

Antes de cerrar se vuelve a mirar a la bañera.

Vacía.

 

 

 

44

 

Apenas tardan dos minutos en recoger la habitación y salir. Tras de sí dejan la papelera llena de restos de comida y papeles sucios y arrugados. Poco más.

En recepción devuelven la llave y, mientras Rodrigo abona en efectivo el importe de la estancia, Nina se asoma a la puerta para echar un vistazo al exterior. Intenta no cruzar su mirada con la del viejo ni un instante más de lo estrictamente necesario. Mientras Rodrigo guarda la billetera, ella se vuelve para mirar al anciano y él parece tener intención de hacer algún gesto. Rápidamente el doctor interrumpe el fugaz encuentro:

—Bueno, un placer. Nos marchamos.

Después de bajar las escaleras y caminar unos metros, la voz del anciano hace que se detengan en seco:

—¡Señorita! —desde la puerta le hace gestos con la mano para que se acerque.

Rodrigo y Nina se miran como si estuviera sucediendo algo muy extraño, fuera de programa. Finalmente ella camina de vuelta, despacio, hasta donde está el señor.

—Su carta está entregada, señorita, al cartero, en mano. Mañana llegará a su destino, según me ha dicho. —El hombre luce una sonrisa de oreja a oreja, como si el encargo que ha hecho para ella fuera suficiente para ganarse un hueco en el reino de los cielos —. Y tenga, para que su novio no sospeche. —Le entrega entonces un pequeño folleto de publicidad del hostal, medio arrugado y con las esquinas amarillentas, castigadas por el paso del tiempo.

Nina sonríe entonces y le agradece al hombre su ayuda.

—Ahora tengo que irme.

—Vaya con dios, señorita. Y vuelvan siempre que quieran.

Cuando Nina llega junto a Rodrigo le enseña el folleto y le explica que el viejo se lo ha dado por si les apetece volver.

—Parece que le has caído bien.

—¿Yo? —La mira incrédulo—. Vámonos, anda.

El coche arranca a la primera y Rodrigo lo saca suavemente de la plaza, enfilándolo por las callejas que tienen que llevarles hasta la salida del pueblo. Ya ha oscurecido pero los portales y los balcones lucen llenos de gente y engalanados aún con guirnaldas y farolillos. Se ven obligados a avanzar muy despacio durante todo el trayecto porque el trasiego de personas es muy intenso. Todo el mundo ríe y vocea. Alguno incluso levanta su vaso hacia ellos invitándoles a bajar del coche para unirse a la fiesta y brindar.

Nina observa a la gente a través del cristal y, a cada poco, mira de soslayo a Rodrigo. Parece bastante nervioso, echado sobre el volante, mirando a todos lados, azuzando entre murmullos a cualquiera que se le cruce delante, ansioso por salir de entre el gentío para poder llegar, de una vez por todas, a la carretera por la que se alejarán de este pueblo y de su multitudinaria fiesta.

Cada paso que atraviesan y cada cuesta que suben les alejan, poco a poco, del centro. Cuando llegan a la intersección con la carretera que atraviesa el pueblo ya no se ve a nadie por la calle, Rodrigo la mira y habla:

—¿Saldremos alguna vez de este maldito sitio?

El gesto en su cara le resulta familiar. Otra vez. Le parece haberlo visto otras veces, dibujado sobre una cara que ha tenido delante en otras ocasiones. Una luz se enciende al final del túnel de su memoria, una que ilumina la cara del doctor.

—Rodrigo, ¿tú…?

—¡Joder! —exclama él mientras vuelve la cara hacia ella. A su izquierda, al fondo, acaba de hacer acto de presencia el fulgor de las luces azuladas que suele cabalgar a lomos de los coches de la Guardia Civil—. Justo ahora.

La patrulla se acerca entonces hacia ellos, mientras que Rodrigo mantiene su todoterreno al borde de la intersección con intención de cederle el paso. A medida que avanza, el coche que llega parece ir cada vez más despacio.

—¿Qué coño les pasa a estos?

Cuando apenas están a diez metros los altavoces del coche patrulla emiten un pitido agudo y corto y la cadencia de giro de los rotativos se acelera levemente.

—Me cago en la puta —dice Nina.

—No me jodas.

Por unos instantes los dos se sitúan al borde del colapso nervioso.

La Guardia Civil se aparta hasta el arcén y se detiene.

—Cuando se bajen, acelera, Rodrigo, no te lo pienses...

—Calla, Nina. Procura no hacer ninguna tontería. Vamos a ver qué es lo que quieren.

—No seas tonto, hazme caso. En cuanto bajen del coche sal corriendo.

—Calla.

Las dos puertas del coche se abren a la vez y de él se apean dos números. Uno de ellos se detiene a un par de metros de ellos y el otro se acerca hasta la ventana del todoterreno y, tocándola ligeramente con la uña del índice, le hace a Rodrigo un gesto para que baje el cristal.

—Buenas noches, ¿ha visto usted que circula con las luces apagadas?

—¿Eh? No, disculpe, agente. Joder, qué descuido. Ahí abajo está todo el mundo de fiesta y todas las calles llenas de faroles y no me he dado cuenta de poner las luces.

—Ya.

—Vaya despiste tengo. Muchas gracias por haber parado a avisarme, agente.

—Me temo que voy a tener que denunciarle, caballero.

—¿Cómo? Vamos, hombre, agente, ¿de verdad? En la primera curva me hubiera dado cuenta de que no las llevaba puestas. Disculpe el despiste. En adelante estaré más atento, de verdad.

—Deme su documentación, caballero, por favor.

Entonces Nina abre la puerta del coche y baja de un salto.

—¡Señorita! ¿Se puede saber…? —dice el agente mientras da un paso atrás e, instintivamente, posa la palma de su mano derecha sobre la funda que lleva en el cinturón, en la que guarda su pistola.

—¡Agente! ¡Este hombre me ha secuestrado! Soy Martina Cruz, soy paciente de La Quinta de la Montaña.

—¿Cómo? —El guardia frunce el ceño a la vez que tuerce la cabeza. Por un instante todo parece encajar en su cabeza. En el cuartelillo, tan solo unas horas antes, ha tenido una conversación con su capitán sobre la tal Martina, la que desapareció hace unos días del sanatorio y la revelación de esta señorita hace que algunas piezas encajen en su cabeza.

—Menos mal que han aparecido ustedes.

Rodrigo, con las manos aún puestas sobre el volante, observa boquiabierto a su recién secuestrada acompañante, mientras que esta rodea el coche para encontrarse con sus salvadores.

—Señorita, por favor, quédese aquí, no se mueva.

El agente parece desorientado, atónito y superado por lo sorprendente de la situación. El compañero, que hasta ahora había permanecido en segundo plano, se acerca a Nina y le pide que mantenga la calma.

El que está al lado de Rodrigo le habla:

—Las manos donde pueda verlas, señor. No se mueva. ¿Lleva usted algún arma?

—Agente, no llevo armas, esto es un error. Déjeme que le explique.

—Señor. Salga del coche —le ordena mientras abre la puerta para que pueda bajarse. El dedo anular de la mano derecha del guardia abre, con un sonoro «clac», el corchete que asegura su arma dentro de la funda y después agarra la empuñadura aunque sin llegar a sacarla.

—Joder, Nina, mira lo que has conseguido —se queja amargamente Rodrigo mientras empieza a bajar del coche.

—Despacio, señor, sin hacer tonterías.

Los dos guardias observan fijamente al hombre mientras lleva a cabo la, en apariencia, sencilla operación de bajarse del coche.

Entonces suena otro «clac» y, un segundo después, la voz de Nina.

—Vale, Rodrigo, ya está.

Cuando Rodrigo y los dos agentes se giran para mirarla lo que ven es a una mujer, pequeña y con el pelo recogido en una coleta, que apunta con una pistola directamente a la cabeza del Guardia Civil que tiene más cerca.

—Acabo de quitarle el seguro a esta pistola y, si no hacéis lo que os diga, vamos a tener un problema. No estoy de broma. ¡Tú! ¡No se te ocurra ni parpadear! —le grita al segundo guardia—. Venga, va, Rodrigo, muévete. Baja del coche y coge la pistola de ese.

—Joder, Nina.

—Vamos, hombre, que no tenemos toda la noche.

Rodrigo termina por fin de salir del coche y obedece a su secuestrada. Una vez que han desarmado a los agentes, uno de ellos intenta disuadirles:

—Señorita, no sé qué es lo que pretende pero se está usted metiendo en un buen lío.

—De verdad, ahora mismo no necesitamos consejos.

—Esto que están ustedes haciendo…

—De verdad, no necesitamos consejos. Y si no queremos que esto se complique más de lo necesario, vamos a hacer todos las cosas bien y rápido.

Entonces les llevan de vuelta hasta el coche patrulla y Nina les pide que se quiten los cinturones y que los tiren sobre el asiento del copiloto. Mientras ella les revisa de arriba abajo para asegurarse de que no lleven más armas o algún walkie talkie Rodrigo la mira, sin apartar su atención de ella ni un solo instante. Está conmocionado, primero por el giro repentino que han tomado los acontecimientos y segundo por la sorprendente reacción de Nina. Hace cinco minutos solo tenía en mente salir pitando del pueblo y ahora no tiene ni idea de qué va a estar haciendo dentro de cinco minutos.

Cuando Nina da por concluida la revisión, y en medio de las insistentes protestas y amenazas veladas de los guardias, les obliga a entrar en la parte de atrás del coche patrulla y cierra la puerta.

—Coge nuestro coche y apárcalo por ahí. Déjalo bien aparcado. Y que no sea muy lejos, no tardes.

Antes de marcharse, Rodrigo saca las pocas pertenencias personales con las que viajan y las lleva al coche patrulla, después conduce el suyo a cincuenta metros de donde están y lo aparca al lado de la tapia de un patio, debajo de las ramas medio secas de una higuera que asoman por encima de los ladrillos, en una calle sin asfaltar a las afueras del pueblo. Después vuelve corriendo hasta donde estaba. Durante la fugaz operación apenas tiene tiempo de plantearse siquiera cuáles pueden ser las intenciones de su nueva capitana.

Nina le espera en el asiento del copiloto, rodeada de sus ropas, sus papeles y todos los cachivaches que les ha obligado a quitarse a los guardias, haciéndole gestos para que se siente al volante.

—Vámonos.

Rodrigo la mira entonces, desconcertado, descolocado, despistado. Perdido.

—Arranca, ya te voy contando. ¡Vamos!

Cuando el coche se pone en marcha los rotativos comienzan a girar y las sirenas suenan intermitentemente. Rodrigo detiene de nuevo el motor y se gira para mirar a sus rehenes y preguntarles con la mirada cómo se desactiva la fiesta ambulante.

Se ponen en marcha iluminados solo por las luces de los faros delanteros. Rodrigo no sabe cuál será su próximo destino ni dónde terminará esta etapa del viaje. A pesar de todo, elige conducir en la dirección que les acerca a su pretendido destino. Está seguro de que no deberían tardar en parar para intentar solucionar alguno de los problemas que acaban de crearse con la decisión de Nina de convertir su huida en un secuestro.

Los rehenes hablan continuamente, no paran de explicarles lo difícil que acaba de volverse el resto de sus vidas, las pocas posibilidades que tienen de salir airosos del agujero en el que se acaban de meter y lo mal que lo van a pasar cuando el insostenible peso de la justicia caiga, implacable, sobre ellos.

En un principio, los secuestradores, tan solo a base de miradas cruzadas, parecen ser capaces de mantener la cabeza fría y de no dejarse amilanar por toda la literatura policíaca y carcelaria que los dos guardias les están metiendo entre pecho y espalda pero, tras diez minutos de incansable acoso, Nina termina por darse la vuelta y empuñar la pistola contra la mampara que les separa de ellos:

—Una palabra más y paro el coche y os pego un tiro en el arcén. ¿Me habéis entendido? Ya está bien, se acabó el cuentacuentos.

Mientras conduce, Rodrigo la mira entre atemorizado y sorprendido, planteándose si todo esto que les está diciendo será solo una bravuconada o si, en realidad, sería capaz de llevarlos a un lado de la carretera y deshacerse de ellos a balazos.

—No me cabe en la cabeza que una paciente de un sanatorio y un…

—¡Se acabó! —grita ella—. Rodrigo, busca un sitio donde salir de la carretera. Algo discreto, un camino.

Él la vuelve a mirar, entre incrédulo y receloso.

—Mira, sigue ese camino de tierra que sale a la derecha.

Aunque obedece sus instrucciones no puede dejar de mirarla. De hecho pasa más tiempo observando las facciones del rostro de su acompañante que la carretera que tiene ante sí.

—¡Rodrigo! ¡Ten cuidado que nos la pegamos!

Después de doscientos metros el firme se vuelve más pedregoso y la vereda se estrecha aún más.

—Sigue.

Ella parece tener muy claro lo que hay que hacer.

Las protestas, las amenazas y las peticiones de explicaciones de los rehenes arrecian.

Otros quinientos metros más y vuelve a hablar:

—Para aquí. Deja el motor en marcha y bájate a ayudarme.

Nina, empuñando la pistola en la mano derecha, va a la parte de atrás y le pide a uno de los guardias que se baje. Después le conduce unos metros al frente, por entre la maleza, en la zona que iluminan los faros del coche, y le ordena que se siente en el suelo.

Rodrigo está al borde de un ataque de nervios:

—¡Nina!

—Haz el favor de venir a ayudarme. ¡Y tú! —le grita al rehén, mientras le apunta con la pistola—. No muevas ni un dedo.

Entre los dos colocan al guardia unas bridas y unas esposas, inmovilizándole los brazos detrás del cuerpo, alrededor del tronco de un árbol. Después le meten uno de los guantes que llevaba en el cinturón en la boca y, con un rollo de cinta adhesiva que han encontrado en el maletero del coche patrulla, le amordazan. Terminada la operación con el primero sacan al segundo del coche. Les sigue, algo más tranquilo que el primero, hasta un árbol que hay a diez metros del anterior y permite dócilmente que repitan con él la misma operación.

Un minuto y están de vuelta en el coche, buscando de nuevo el asfalto. Rodrigo conduce con gesto preocupado y Nina, que lleva la pistola entre las piernas, observa la carretera, con una media sonrisa en el rostro y la mirada perdida.

No pasan ni diez minutos antes de que Rodrigo, aparte de empezar a explicarle los problemas que les puede traer lo que acaban de hacer, le diga que no pueden continuar circulando con un coche de la Guardia Civil como si no pasara nada:

—No tardarán mucho en cogernos, Nina. Esto es una cuenta atrás.

—Pues cambiamos de coche.

—Ya está, cambiamos de coche. Qué fácil que lo ves todo.

—Pues no sé dónde ves tú la dificultad —contesta Nina mirándole con las cejas arqueadas mientras sopesa la pistola en la palma de su mano.

—Joder con la pistolita. Vas a conseguir que me dé un infarto.

—Paramos en el próximo pueblo y cogemos otro coche. Ya está.

Rodrigo hace ademán de empezar a hablar pero se calla. No tiene más remedio que aceptar que el plan que ella acaba de proponer, a pesar de sus posibles contraindicaciones, es el más sencillo.

Aparte, claro está, de ir al cuartelillo y entregarse.

Cuando llegan a Cogollera están en mitad de la noche. No se ve una sola estrella en el cielo y la luna todavía no se ha dejado ver por ningún sitio. Aun así, no llueve. La noche es oscura y el pueblo solo tiene luz cuando está debajo de sus pocas farolas. Aquí no hay fiestas así que, teniendo en cuenta la hora, son incapaces de ver a nadie por la calle. Después de cinco minutos de patrulla se cruzan con un coche.

—Ese no —dice Nina—. Es demasiado pequeño y antiguo. Ya que nos ponemos, vamos a ver si encontramos algo un poco en condiciones.

Al volante del coche un hombre que, teniendo en cuenta la hora y la entidad del cruce, no tiene redaños ni para mirarles, probablemente aterrorizado ante la idea de que la temible pareja que suele ir dentro tenga a bien pararle para requerirle cualquier cosa.

Cinco minutos más y se les aproxima otro coche:

—Este sí. —Ahora parecen estar los dos de acuerdo.

El coche que se les acerca es uno grande, una berlina Volkswagen de color gris marengo. Rodrigo le da entonces un par de ráfagas con las luces largas y detiene el coche patrulla frente al del recién llegado.

—Baja tú —le dice Nina a la vez que le ofrece el arma.

—¿Qué pretendes? ¿Qué le pegue un tiro y le quite el coche?

—Joder, Rodrigo, no te pongas melodramático ahora.

—¿Por qué me ofreces entonces la pistola y me dices que salga yo? ¿Tú ya tienes las manos sucias?

—Rodrigo, prefiero que salgas tú porque no tenemos uniforme, porque somos dos y porque eres hombre. Te acercas al tío del coche y le explicas que necesitamos su coche, que somos guardias civiles de paisano y que lo necesitamos para hacer yo qué sé qué cosa. O algo así, ¿no?

—¿O algo así? ¿Esto es lo que tenías en la cabeza cuando les has dicho a los agentes que te había secuestrado? ¿Algo así? ¿Algo así? Joder, Nina, me cago en la leche, joder Nina. Algo así.

—¿Bajas tú o bajo yo?

Nina no parece tener ganas de seguir con la conversación.

Viendo que Rodrigo mantiene su actitud dubitativa, Nina abre la puerta y sale del coche.

—Ahí te quedas.

La mujer se dirige al Volkswagen con la pistola en la mano derecha, junto a la cadera. Para entonces es más que probable que el conductor al que acaban de parar empiece a pensar que algo raro está pasando. Rodrigo se queda sentado, esperando, agarrando el volante con todas sus fuerzas, intentando no perder detalle de la escena.

Ella se acerca a la ventanilla del coche, la golpea suavemente con la culata de la pistola y hace un gesto al conductor para que la baje:

—Buenas noches.

Está decidida a hacerse pasar por Guardia Civil de paisano. Espera que, si su pinta y su actitud no fueran suficientes, la pistola y los rotativos del coche hagan el resto del trabajo.

Cuando la ventanilla se baja Nina ve aparecer el rostro barbudo y enjuto de un hombre, prácticamente calvo, que la mira con el ceño fruncido.

—Buenas noches —saluda él.

—Buenas noches, caballero. Necesitamos su coche, es una misión oficial.

—Mi coche no se lo doy ni a mi madre que venga a verme, señora.

—Mire, señor. —Nina busca en su repertorio de gestos y tira de su cara más severa.

—Me acabo de gastar todos mis ahorros en este coche. ¿No pueden buscarse a otro? ¿Uno más pequeño o más antiguo?

—Es una operación muy seria, caballero. —Ella gira entonces la cabeza y le hace gestos a Rodrigo para que salga del coche.

Rodrigo, en lugar de salir del coche, saca la mano por la ventanilla y hace un gesto de negación con el dedo índice extendido.

—No se lo voy a repetir, caballero, necesitamos su coche.

—Si eso es todo lo que tiene que decir, señora, tenga cuidado porque voy a arrancar y me voy a ir. Vamos, hombre, pues no tengo otra cosa que hacer que darle el coche al…

Entonces las palabras del hombre se ven interrumpidas por el estruendo de un disparo.

—¡Joder, señora! —dice girándose para comprobar los daños.

La bala ha entrado por la puerta de atrás y ha hecho un agujero en la tapicería del asiento trasero. Cuando el hombre vuelve a mirar a Nina, la pistola se interpone entre ellos dos.

—O te bajas del coche ahora mismo o la siguiente bala te la llevas tú. —Y da un paso atrás para dejarle abrir la puerta—. ¡Coge nuestras cosas, que nos vamos! —le grita al doctor.

Después de dejar sus cosas en el asiento trasero se dirige discretamente a Rodrigo y le explica brevemente que tienen que llevarse al tipo para abandonarle después en cualquier lugar. Es necesario hacer con él lo mismo que han hecho con la pareja.

—Si le dejamos aquí no tardará ni cinco minutos en denunciarnos.

Una vez más la pistola como método de control. Obligan al hombre a apoyarse sobre el coche para poder colocarle otra de las bridas que les han quitado a los guardias civiles. Para cuando el paisano empieza entender qué es lo que está pasando, le meten dentro y arrancan. Los diez minutos que pasa con ellos, los emplea en protestar, haciendo que Nina vuelva a arrepentirse de no haberle amordazado. Finalmente repiten con él la operación que han llevado a cabo con los guardias y le dejan en medio de una arboleda, amarrado a uno de los troncos y, finalmente, amordazado. De vuelta en el coche, Rodrigo le dice a Nina:

—Espero no tener que volver a hacer esto. Por lo menos en lo que queda de noche.

A partir de aquí, silencio. Rodrigo conduce rápido, tanto como le permiten las circunstancias de la carretera que transiten. Nina dormita a ratos durante la hora siguiente y a ratos mira al frente con la mirada perdida. En su cabeza no deja de dar vueltas la idea de encontrarse de nuevo con el monstruo, donde quiera que vaya, cualquiera que sea su destino. Apenas se preocupa por la urgencia de su situación, por lo comprometido de su viaje o por la posibilidad, más que factible, de que, a la vuelta de cualquier curva, se encuentren con las luces azules giratorias del coche que venga a detenerlos. El olor podrido, la delgadez extrema y el rostro avejentado del bicho son las únicas imágenes que es capaz de contemplar. Y sus alas o, más bien, la falta de ellas. El vacío que vio las últimas ocasiones en el lugar en el que se encontraban sus magníficas alas le produce una sensación rara. No sabe si alegrarse del mal ajeno o entristecerse por la pérdida que el bicho ha sufrido.

Al final se duerme.

La última parte del camino pasa desapercibida para ella. Todas las curvas, un par de ascensos y de descensos, tres ciudades grandes que quedan a un lado y también varios cambios de carretera. Todo se pierde para Nina mientras su cabeza se mece de uno a otro lado acompañando cada revuelta del camino. Solo se decide a abrir poco a poco los ojos cuando el coche afronta las últimas estibaciones de la montaña en la que se encuentra su destino final. A pesar de estar despierta es poca la información que percibe durante el tránsito: rocas, árboles, desfiladeros y nieve. Muy de vez en cuando la entrada a una finca o alguna señal de tráfico.

Rodrigo conduce taciturno y visiblemente cansado, pasándose a cada rato la mano por la cara o por el cabello En alguna ocasión, mirándole de soslayo, Nina cree distinguir en sus ojos la intención de cerrarse para dejarse llevar por el sueño. Solo un amago.

La carretera abandona ante sus ojos el color oscuro característico del asfalto para mutar bruscamente hacia el marrón claro de la tierra mojada. Las curvas, los baches y los desniveles hacen que la ruta que han traído hasta aquí parezca, de repente, una autopista de peaje. Cinco minutos más y llegan a una verja:

—Ya está —le informa Rodrigo antes de bajarse para abrirla.

—Sí que está esto perdido de la mano de Dios.

Después de retirar la cadena que asegura la puerta de entrada Rodrigo vuelve a ponerse a los mandos del coche para conducir a Nina hasta la última etapa de su viaje.

Ante ellos una casa en medio de las montañas, con una piscina helada junto a ella y una enorme parcela llena de árboles alrededor.

—Bienvenida a casa, Martina.

 

 

 

45

 

El sanatorio es enorme sin Nina. Las distancias han aumentado hasta el infinito desde que su amiga no está. Apenas han pasado unos días pero Boris no deja de tener la sensación de que fue hace mil años cuando se encontró con ella justo antes de ir a consulta, cuando la llevó hasta el despacho de la doctora Tubau. Recuerda con añoranza lo importante que se había vuelto para él, sin ni siquiera llegar a ser consciente de ello, abrir los ojos cada mañana con la incierta misión de conocer a Nina, de presentarse ante ella para intentar ayudarla a que su cerebro echase a andar. Ahora se encuentra con que un vaso de leche con galletas, un festín de ansiolíticos y la deficiente conversación que le proporcionan sus compañeros no son, ni de lejos, motivos suficientes para hacerle sentir que su vida está encauzada y rumbo a un puerto mejor. No, si a todo esto no va unida la compañía de su amiga. Se ha quedado solo, está solo y, lo que es peor y le hace mucho más daño, se siente solo.

A media mañana va a buscar a la doctora Tubau. Tiene la necesidad de refrescar su memoria, de atar algún cabo, de hablar con alguien de lo que le pasa, al menos de una parte. Y, sabiendo que su doctor habitual no está para estos menesteres, decide que la mujer pequeña y reservada que trataba a Nina desde su llegada al sanatorio es su mejor opción.

La doctora está sola y no tiene problema en charlar con él. La conversación no se desarrolla en términos médico-paciente, más bien parecen dos conocidos charlado tranquilamente sobre cosas que tienen en común. Ella sabe que Boris siempre ha tenido debilidad por su extraña paciente y rápidamente percibe que, a raíz de su desaparición, le ha quedado una sensación de pérdida y abandono que no parece ser capaz de llenar. La mujer también es consciente de que la Guardia Civil ha estado hablando con él y piensa que, en una charla amigable y distendida, podría obtener algún dato que el agente con el que estuvo hablando pudiera haber pasado por alto. Trata de hacer que la conversación gire en torno a la noche en que Nina desapareció pero Boris no hace más que darle vueltas una y otra vez a la ansiedad que le produce su pérdida y a lo mal que lo está pasando desde que ella no está. Tiende a centralizar todo lo sucedido en él, a reforzar, con cada razonamiento y cada palabra, la sensación de zozobra que se ha apoderado de su vida desde que Nina no está.

Boris, por su parte, también espera sacar partido de este encuentro. La doctora ha tratado a Nina desde que llegó y está más que seguro de que podría proporcionarle información valiosa acerca de ella. Pero no solo en lo referente a su enfermedad sino en todo lo que tenga que ver con su pasado, con su vida anterior, con su familia o con los motivos que hicieron que acabara en La Quinta de la Montaña. Cualquier cosa que pudiera ayudarle a encontrarla. Si Boris tiene claro algo es que no piensa quedarse sentado esperando acontecimientos. Ha tomado la decisión de encomendar sus fuerzas y su tiempo a dar con ella y esta conversación está dentro del plan que empezó a fraguarse en su cabeza en el preciso instante en que vio a Nina desaparecer ante sus ojos.

De este modo la situación deriva de uno a otro punto sin que ni él ni ella sean capaces de terminar de arrimar el ascua a su sardina. Tantos deseos tiene él de no revelar nada que pueda dañar a su amiga como ella de mantener el secreto profesional ante la posibilidad de revelarle a un paciente información confidencial sobre otro.

—¿Qué le pasa a Nina? ¿Por qué estaba aquí?

—Boris, ya lo sabes. Tú la has estado viendo todos los días. Igual que yo.

—Doctora, por favor, ella no está bien y quiero ayudarla. Estoy seguro de que usted podría contarme cosas, guiarme. Tenemos que ayudarla. Estoy seguro de que usted tiene informes, datos… Seguro que usted puede…

La mujer se levanta entonces y se dirige a él mientras reordena los papeles de su mesa:

—Boris, por ahí no vas a ningún sitio. La Guardia Civil está detrás de todo esto. Hazme caso, procura estar tranquilo y concéntrate en ponerte bien. Ese es el mejor regalo que le puedes hacer a Nina: cuidar de ti mismo para que, si os volvéis a encontrar, ella se alegre de ver que estás bien.

—Doctora, por favor.

—Escúchame un momento, Boris, solo una última cosa —Boris guarda silencio y la mira—. Nina va a recuperar la memoria, que no te quepa ninguna duda de eso. Además, y esto es lo más importante, no creo que tarde mucho en hacerlo. De hecho, es posible que ya esté experimentando alguna mejoría. Haber salido de aquí, sin duda, va a ser bueno para su enfermedad. No sé si será bueno para el resto de facetas de su vida pero cambiar de aires es lo mejor que le puede pasar a su memoria. Recuperar estímulos, vivir situaciones diferentes, encontrarse con gente nueva… todo eso es muy recomendable para ella. Espero que el resto de cosas que esté haciendo sean tan positivas para ella como el hecho de cambiar de aires.

—Y, si eso es tan positivo, ¿por qué la tenían aquí encerrada?

—Te he dicho que solo tenía una cosa que decirte Boris. No hagas esto más difícil. Yo también tengo la sensación de que tú podrías contarme algo más y no lo haces, así que no seas injusto.

—Entre los dos podemos ayudar. Podemos sumar.

—Mira, no sé tú, yo no pienso contarte nada más.

La doctora da por terminada la conversación e invita a Boris, con gestos mitad amables y mitad enérgicos, a que abandone la sala.

Él se marcha contrariado, serio, enfadado. No entiende tanto secretismo, no entiende tanto mutismo y, sobre todo, no entiende tanta pasividad. Parece que lo único que se puede hacer ahora para encontrar a su amiga es someterle a él a un interrogatorio y hacer crecer las sospechas sobre su papel en esta historia.

Él sabe que hay motivos para sospechar pero la Guardia Civil y la doctora no. Por lo menos de momento.

En el salón principal se encuentra con Juanín, que deambula de un lado a otro con los pantalones medio caídos y una camiseta de La Unión en la que se ve una luna llena amarilla: Lobo hombre en París.

—Hola, Boris. La luna llena está en París —canturrea mientras da vueltas alrededor de él— y ha transformado en lobo a Nina…

—Juanín, a ver cuándo espabilas. Llevas toda la vida cantando tres canciones de mierda. Tres. Y procura dejar a Nina tranquila, anda.

De repente Juanín se da la vuelta y se abalanza sobre él:

—¿Tú estás tonto? —grita mientras le agarra por el cuello y le empuja—. ¿Eh? ¿Eh? ¿Estás tonto? ¡Ni se te ocurra meterte con mis grupos favoritos, chaval!

—¡Juanín! —dice Boris con la voz entrecortada mientras retrocede. A pesar de la poca envergadura del agresor el factor sorpresa ha hecho que Boris sea incapaz de plantear batalla.

Para cuando aparece un enfermero en escena, Juanín está subido a horcajadas sobre Boris, que he terminado cayendo atropelladamente sobre uno de los sofás, golpeándole en el pecho y en los brazos.

—¡No te metas con mis grupos favoritos! —continúa gritando.

Una segunda enfermera llega y trata de calmar al hombre mientras lo saca de encima del regazo de Boris. Cuando están a punto de salir del salón Boris llama su atención gritando su nombre:

—¡Juanín! —La enfermera se detiene dejándole darse la vuelta para atender a la llamada.

—¿Qué pasa?

—A ver —le dice Boris mientras se levanta y se recoloca la ropa—, cántame otra canción de La Unión. —Y sonríe.

Durante unos segundos Juanín permanece en silencio, mirando a Boris, intentando encontrar en su memoria el estribillo de otro tema de su adorado grupo. Al final, vuelve a gritar:

—¡Que no te metas con mis grupos! ¡Que no te metas conmigo!

La enfermera se interpone de nuevo entre él y el camino de vuelta hasta Boris y, a duras penas, consigue sacarlo de la estancia:

—Vamos, Juanín, vale ya. Vamos, haz el favor. Vamos.

El enfermero que ha quedado a cargo de Boris le reprende por soliviantar a Juanín.

—Ha empezado él. —Se defiende.

A pesar de la excusa, el enfermero insiste en hacerle responsable del pequeño tumulto que se acaba de formar.

—Él es el que ha empezado y el que estaba sentado encima de mí dándome manotazos, ¿no?

—Lo sé Boris pero tú deberías ser un poco más…

—Joder, vaya día llevo. ¿Sabes lo que te digo? Que os vayáis todos a tomar por culo. El enano este y tú y todo este puto sanatorio. Os podéis ir a tomar por donde amargan los pepinos porque, en lo que a mí respecta…

Diez minutos después Boris está en su habitación, con cinco miligramos de Diazepam abriéndose paso desde la aguja que se los ha inyectado en el brazo hacia el resto de su anatomía.

 

 

 

46

 

Para cuando quiere abrir los ojos ya es de noche. Todo ha pasado muy deprisa. En realidad ha sido solo un abrir y cerrar de ojos. Cuando una droga tan potente irrumpe en un organismo no hay mucho que se pueda hacer, salvo ceder ante sus irresistibles encantos y esperar que el viaje no sea accidentado.

Lo primero que hace Boris es comprobar que sus manos y sus pies están libres.

Así es.

Ha tenido suerte. Entiende que su fama no es de tipo violento e indomable. Lo normal, después de un episodio de rabia descontrolada y de una dosis de sedante en vena, es acabar con unas ataduras alrededor de las cuatro extremidades. Para completar el pack. Se alegra de que, en su caso, hayan obviado esta última parte del procedimiento.

Apenas se oyen ruidos y es incapaz de percibir actividad alguna. Tiene la sensación de que está en mitad de la madrugada. Su reloj de pulsera se lo confirma al enseñarle las 03:45. Boris se siente despierto y, teniendo en cuenta las circunstancias, bastante espabilado. Rápidamente viene a verle la imagen de Nina, haciendo que se le apriete un doloroso nudo en el estómago. Le sigue persiguiendo la inquietante sensación de tener algo que hacer, de haber dejado una tarea importante a medias. En adelante, se promete a sí mismo ser más discreto y taimado. Nadie va a regalarle nada, nadie va a ayudarle y nadie a su alrededor parece dispuesto a tenderle una mano. Está solo. Se siente solo. Cada hora que ha pasado desde que su amiga desapareció no ha hecho más que hacerle notar que su ansiedad crece y crece hasta apoderarse de todo su ser.

Se alegra de haber despertado a estas horas. Se siente activo, creativo y con ganas de encontrar respuestas.

Se levanta y se viste.

Lo bueno de haber dormido drogado es que se está fresco y descansado. Esta vez no encuentra ni rastro de resaca.

El pasillo está vacío. Las escaleras también.

A pasear.

Cuando llega a la habitación de Nina, encuentra la puerta entreabierta.

Por el momento la institución ha tenido a bien no adjudicarle la habitación de su amiga a ningún otro interno, le han concedido a Nina una especie de periodo de gracia, un pequeño luto forzoso en espera de que reaparezca para ocupar su lugar.

Dentro, a la tenue luz de la lámpara de la mesilla, Boris descubre que la cama está hecha y que todo aparece en orden y perfectamente colocado. Incluido el armario y el cuarto de baño. No sabe con seguridad por qué ha venido hasta aquí. Siente la ineludible necesidad de compartir algo con Nina, aunque solo sea el espacio que, con su atropellada partida, ha dejado vacío. La habitación huele bien, huele como ella y la ropa del armario le hace tener la sensación de que su amiga está con él, cerca, casi tocándole. Abre los cajones de la mesilla y mira detrás de cada mueble, después se agacha bajo la cama y levanta el colchón para inspeccionar el somier. Revisa el quicio de la ventana y el de la puerta y mete la mano entre todas y cada una de las prendas que permanecen perfectamente dobladas y clasificadas dentro del armario.

No sabe qué está buscando pero sabe que tiene que buscar.

Empuja la cama hacia afuera para poder deslizarse entre ella y la pared, por si su objetivo estuviera ahí. Cuando se apoya sobre el frío yeso para poder hacer fuerza nota en la palma de su mano los bordes de la grieta que transcurre casi desde el suelo hasta el techo y que, en toda su parte central, está tapada por el enorme crucifijo que preside la estancia. Es una grieta enorme y casi peligrosa por su envergadura y su recorrido. Boris mueve ligeramente la base del crucifijo para observarla mejor y entonces llega el descubrimiento: dentro de la grieta, protegido y oculto por la madera de la cruz, ha encontrado algo. Cuando se acerca para mirar ve la punta de unos lapiceros y los colores diversos de varios trozos de papel.

—¡Bingo! —exclama gritando en voz baja.

Después de sacar todo el contenido se sienta en la cama, cerca de la luz de la mesilla y comienza a examinar las anotaciones.

Medicación sí, medicación no, doctores, tratamiento, mentiras, verdades a medias, hastío, zozobra, sufrimiento...

Su nombre aparece varias veces en los papeles. De hecho cree que es el único nombre propio que ha leído. Su amiga también parece sentir cierta debilidad por él, a pesar de que sus experiencias en común se reducen a un solo día, a pesar de que cada una de las notas que está leyendo está separada de las otras por el infranqueable abismo que para Nina supone una noche: El más absoluto de los olvidos. Aun así, Boris lee en los retazos que tiene ante sí que ella se ha fijado en él y que, siempre que han coincidido, han pasado un buen rato. El corazón está a punto de saltar de su pecho y salir corriendo por todos los pasillos de La Quinta de la Montaña.

Por lo que lee, Nina se lo pasó bien el día que robaron los flanes. Él también recuerda perfectamente el día de los flanes. Los robaron y los comieron escondidos del resto del mundo. El día más divertido que ha pasado desde que ingresó en este lugar.

Hay un papel que le desconcierta, que le descoloca y que le preocupa especialmente. En él habla de la constante e inolvidable presencia de un monstruo alado.

Parándose a pensar, Boris redescubre en sí mismo la sensación de haber estado compartiendo con alguien más buena parte de los momentos que ha pasado en compañía de Nina. Una pequeña certeza casi imperceptible que ha tenido muchas de las veces que ha estado con ella y a la que nunca ha querido dar importancia. De hecho, solo es capaz de atar ciertos hilos ahora que ha descubierto esta anotación. De cualquier manera el texto es corto, demasiado parco y breve, y no saca ninguna conclusión seria con tan poca información.

Lo que no puede hacer es evitar que su preocupación crezca exponencialmente.

Hay un puñado de cosas en todo este asunto que no termina de entender, demasiadas sombras, demasiadas frases incompletas cuando la gente habla de su amiga y demasiados gestos enigmáticos para los que solo ve dos posibles soluciones: que la doctora o la Guardia Civil le cuenten todo lo que saben o encontrar por sus propios medios a Nina, ayudarla a recordar y escuchar toda la verdad de sus propios labios.

No puede seguir más tiempo encerrado en el sanatorio sin saber qué suerte estará corriendo ella.

El día de mañana será el último que pase en este maldito lugar.

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