Nina

Nina


PORTADA

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Justo cuando está terminando de colocar la cruz que oculta las notas que su amiga ha dejado atrás la puerta de la habitación se abre.

Boris se queda petrificado.

La luz del techo se enciende y un segundo después aparece una enfermera. Una del turno de noche a la que Boris apenas recuerda haber visto un par de veces.

Cuando la mujer, Irene, le pregunta el porqué de su visita y comienza a escenificar un amago de reprimenda, Boris se arrodilla junto a la cama y rompe a llorar. Al principio el llanto es la única triquiñuela que se le ocurre para desviar la atención del hecho de que está fuera de su habitación en mitad de la madrugada. Cuando apenas lleva un minuto llorando se da cuenta de que no le está costando ningún esfuerzo hacerlo y que, lejos de producirle sufrimiento, se siente reconfortado notando cómo las lágrimas salen de sus ojos, mojando sus mejillas y las palmas de sus manos. Irene ha dejado de regañarle y se ha acercado a él para tratar de consolarle. Entre sollozos, Boris le explica que no soporta la ausencia de Nina, que ha tenido que desaparecer de su vida para que se haya dado cuenta de lo importante que es para él. Lo que comienza como una burda representación de teatrillo de escuela se convierte en una confesión abierta y sincera. El hombro de la recién llegada se ha convertido en el bálsamo perfecto. Irene encuentra palabras de consuelo para él y no deja de acariciarle y acunarle durante los casi diez minutos en los que Boris abre su corazón y su cabeza delante la extraña para contarle todos sus miedos, sus inquietudes y sus planes. Todos menos el de salir de La Quinta al día siguiente.

—Por cierto, Irene, ¿cómo es que apenas te conozco? —pregunta Boris cuando empieza a reponerse.

—He trabajado poco aquí.

—¿Ah, sí?

—Sí, solo vengo de vez en cuando, cuando alguien del turno de noche se da de baja.

—Vaya, ¿hay alguien enfermo? Ya sabes, conozco a casi todos por aquí, hay muy buena gente. No me gustaría que a ninguno le sucediera nada.

—Isaac.

—¿Isaac? ¿Y qué le pasa? —A Boris le resulta difícil mantener la compostura.

—Pues no lo sé. Lleva unos días sin aparecer por aquí y, no sabemos nada de él.

—Vaya, qué extraño, ¿no?

—Pues sí, no es muy normal pero bueno, por lo que me han contado es un poco… ya sabes: rarito.

—Bueno, sí, algo he oído. No le conozco demasiado porque creo que siempre está de noche y casi siempre por esta parte del sanatorio.

—Bueno, Boris, siento mucho lo de tu amiga. No voy a decirle a nadie que te he encontrado aquí, ¿vale?

—Gracias, Irene. Pues menos mal que no ha venido Isaac.

Los dos ríen.

—Vamos, te acompaño a tu habitación.

 

 

 

47

 

La puerta de la casa chirria cuando Rodrigo consigue que la llave encaje en la cerradura y la haga girar. Al entrar, Nina tiene la sensación de que hace aún más frío que afuera.

—¿La luz?

—Voy —contesta Rodrigo mientras coge su maleta.

La entrada es grande y está prácticamente vacía: una silla, un enorme jarrón rojo en uno de los rincones y una bombilla colgando de un cable que sale del techo es toda lo que encuentran por comité de bienvenida.

Paredes de yeso sin pintar y suelos de terrazo. A la derecha una escalera que sube, de frente un pasillo y a la izquierda una estancia en penumbra.

—Esto necesita una buena reforma, ¿verdad?, lo siento. Si quieres darte una ducha, el baño está al fondo, después de la cocina, junto a esa pared que da al salón. Ahora te acerco algo de ropa.

—¿Y tu hija?

—Estará arriba, durmiendo. Mañana te la presentaré. Mañana te enseñaré la casa.

—Estoy hambrienta.

—Mientras te duchas prepararé algo.

—Joder, la casa está helada.

—Ya. Es que hace mucho frío.

Viendo que Nina le mira torciendo la vista y frunciendo el ceño, añade:

—Pero, arriba está la calefacción puesta. Imagínate lo que cuesta mantener esta casa caliente en invierno. Cuando estoy yo, enciendo la chimenea y se templa la planta baja pero ahora… En el baño tienes un calefactor y una toalla limpia.

De camino, pasan por la cocina, junto al salón. Todo está a oscuras y, según percibe Nina, medio vacío. Rodrigo va guiándola a la vez que va encendiendo bombillas. Todas cuelgan solitarias de algún cable, ni una sola lámpara, ni un solo plafón.

Mientras Nina se ducha, Rodrigo prepara un plato con galletas y un par de vasos de leche con cacao. En uno de ellos diluye el contenido de cuatro cápsulas que saca del bolsillo de su maleta.

Nina vuelve con el pelo mojado y cara de cansancio:

—Una buena ducha puede hacer milagros, de verdad.

—Ya lo creo. Siéntate, nos vendrá bien algo calentito para el cuerpo.

—A pesar de que me he dormido en el viaje estoy rota, muy cansada. Tengo mucho sueño.

—Tómate la leche, verás como te sienta bien.

Nina moja una galleta y después da un trago.

—Qué dulce está. Gracias.

—No hay de qué.

—Así que aquí es donde ha estado esperando tu hija a que vuelvas todos estos días, ¿verdad?

—Así es.

—Un poco vacía. Un poco desangelada —apunta Nina.

—Tuve que hacer un gran esfuerzo económico para conseguir esta casa. No me dio para reformas. De momento no nos queda más remedio que conformarnos con lo que tenemos. Verás como el jardín te encanta.

—¿Sí? —Nina sonríe y da otro sorbo de leche.

—Seguro. Te gustará pasear por él y tomar el sol mientras charlas con mi hija, ya lo verás. Tengo algunas flores preciosas.

—¿Es esta época del año?

—Claro. —Rodrigo se levanta y camina lentamente alrededor de la mesa—. Cuando me marché había unas cuantas, espero que me las hayan cuidado: margaritas, hortensias y pensamientos. —La cabeza de Nina cae como si los músculos del cuello le hubieran fallado repentinamente—. Tenía muchos pensamientos. Muchos. La mayoría de ellos para ti, Nina.

—No sé qué me pasa. Me duermo… —Nina golpea con la frente el borde del vaso, haciéndolo caer—. Ah. Lo siento, Rodrigo, no sé qué me está pasando. No puedo…

—Pensamientos, Nina, pensamientos. Todos los que he tenido últimamente han sido para ti. Todos para ti.

Nina cae de la silla y se desploma en el suelo.

—Tú has sido mi único pensamiento.

 

 

 

48

 

Por la mañana, Boris despierta fresco, otra vez. Sin restos de dolor de cabeza ni de ninguna otra de las pequeñas dolencias que suelen acompañarle. Se levanta antes de la hora habitual y se da una ducha. Después abre el armario, baja sus dos maletas de la parte superior y comienza a llenarlas con ropa y sus pocas pertenencias.

Su determinación le mantiene centrado y fresco, lejos de cualquier síntoma debilidad.

Cuando la doctora Tubau le ve aparecer intenta avisarle de que, en lo que a Nina respecta, no tiene nada más que hablar con él.

Boris la sorprende informándole de que el motivo de su visita es solicitar el alta voluntaria.

—Creo que aquí ya no tengo nada que hacer. Creo que esta institución ha hecho por mí todo lo que podía y creo que he recibido toda la ayuda que necesitaba para volver al mundo real, ahí afuera.

—Boris, sabes que un alta así requiere unos trámites.

—Doctora, estoy mucho mejor. Mi familia está esperándome y seguro que se pondrán muy contentos si se enteran de que soy yo el que quiere salir.

—Estoy segura, Boris, pero ya sabes que...

—Tengo las maletas hechas, no creo que haga falta mucho más.

—¿Cómo?

—Lo que oye. Tengo el equipaje preparado para partir. —Sonríe Boris.

En los diez minutos siguientes la doctora trata de hacer que Boris reconsidere su postura o que, al menos, intente tomársela con más calma. Después de todo el tiempo que ha pasado aquí no cree que, de repente, sea necesario marcharse corriendo, sin más.

Boris, por su parte, está completamente convencido de que lo único que tiene apuntado hoy en su agenda es salir por la puerta de La Quinta de la Montaña.

—Vamos a hacer una cosa: voy a decírselo a la directora y luego hablamos contigo, ¿vale? ¿Por qué no vas a la sala grande y te sientas un rato o sales al jardín a dar un paseo?

—No tarde, por favor, doctora.

Boris sube de nuevo a la habitación y coge su equipaje, después baja con él las escaleras y se sienta en uno de los sofás que hay en medio de la sala, uno que queda frente a la chimenea apagada. Deja las maletas a su lado y dedica todas sus fuerzas a esperar, inmóvil, con la mirada fija en la pared.

Casi una hora después de su breve encuentro con la doctora sigue mirando a la pared, con los codos apoyados en los reposabrazos del sofá. Hace ya rato que se plantea todo tipo de cosas. Su cerebro está más que acostumbrado a evitar la firmeza y la determinación por lo que la espera y la incertidumbre hacen que comiencen a aparecer en él todo tipo pegas. Decenas de pequeños obstáculos amenazan con interponerse entre él y su objetivo, haciendo flaquear su voluntad, ya de por sí esquiva. Empieza a tener sueño y, lo que es peor, duda de si el camino que ha elegido para salir del sanatorio, el de la negociación y el consentimiento, será el más rápido y sencillo. Su cerebro baraja posibilidades, todo tipo de acciones. Piensa que si la vía fácil y negociada falla, debería tener sopesadas otras alternativas. La seguridad en este sitio, de día, se relaja bastante y el lugar no es ninguna cárcel. No se permite a los internos salir sin permiso pero tampoco hay torres de vigilancia con francotiradores apostados en ellas ni sabuesos ansiosos esperando una presa a la que perseguir.

Aun así, es cierto que hay una puerta para salir del edificio y una verja, con una caseta al lado y un guardia dentro de ella, que se tiene que abrir para poder abandonar el recinto. La verja que Nina y el doctor se llevaron por delante en su huida.

Una nueva manera de salir del sanatorio está empezando a rondar la cabeza de Boris cuando alguien le toca el brazo y le saca de su pequeño trance.

—¿Se puede saber de qué te ríes? —Rita, la encargada del botiquín, le mira sonriente.

—¿Eh? —Le cuesta unos segundos salir del letargo e identificar a su interlocutor—. ¿Qué haces tú aquí? ¿No deberías estar en tu botiquín? —Bien lo sabe él.

—Eso mismo pienso yo. Díselo a mi jefa, que se empeña en que haga de todo. —Rita se inclina y se acerca al oído de Boris—. Entre tú y yo. Estoy hasta el moño de esta crisis.

—Ya.

—Toma, acaba de llegar esto para ti.

Rita le entrega el papel que trae en la mano derecha: Una carta.

Boris reconoce inmediatamente la letra de Nina. En adelante no vuelve a prestar atención a la enfermera. No sería capaz de decir en qué momento se ha marchado ni cuáles han sido sus palabras de despedida.

 

 

 

49

 

«Querido Boris:

Estoy bien, no te preocupes por mí. Te echo de menos. La situación allí adentro se ha complicado demasiado y creo que marcharme es lo mejor que he podido hacer.

Rodrigo dice que va a ayudarme, no sé si será verdad o no, por intentarlo no pierdo nada. Es un hombre que me produce sensaciones contradictorias. Por un lado siento que estoy a salvo con él porque me transmite confianza pero por otro lado creo que me oculta algo.

De todas formas, con esta cabeza que tengo, ¿de qué puedo fiarme? Ni mis presentimientos son seguros ni mi memoria me ayuda a confiar en ellos.

Creo que estoy mejorando. A ti no te he olvidado y eso es muy buena señal, me alegro mucho de no haberte olvidado. Muchas gracias por haberme ayudado, de verdad, te estoy muy agradecida.

Rodrigo dice que vamos a su casa, con su hija, me ha contado que la niña tiene el mismo problema que yo, que por eso está tan interesado en estudiarme. Quiere que estemos las dos juntas para poder ayudarnos a ambas.

Las cosas que hace uno por la familia.

Te echo de menos, de verdad, me encantaría volver a verte. Recuerdo nuestros últimos días pero no me acuerdo de todo lo demás, creo que poco a poco, todo eso se irá iluminando para mí. Me gustaría tener oportunidad de conocerte, de conocerte con calma.

Me alegro de estar fuera de ese sitio y espero que tú puedas salir pronto.

Una última cosa, Boris, ven a buscarme, ven cuando puedas, ven cuando quieras. Rodrigo me ha contado que vamos a una casa que tiene cerca de Jaca, en medio de la montaña. En cuanto pueda, te llamo y hablamos. Ahora no voy a contarle nada sobre ti porque está bastante nervioso y no quiero causarle más problemas de los que ya le he causado.

Te dejo ya, Boris, que volverá en cualquier momento.

Te espero.

Siempre tuya:

Martina Cruz.

Nina».

 

 

 

50

 

Boris termina de leer la carta con lágrimas en los ojos.

—Claro que voy, Nina, claro que voy a buscarte —masculla mientras se enjuga las lágrimas.

Cuando se levanta para guardarse la carta en el bolsillo ve a la doctora Tubau que viene caminando hacia él.

Le cuenta que ha hablado con la directora y que han decidido aceptar su solicitud de alta voluntaria:

—Que conste que esta es una decisión de todo el equipo médico, Boris. Hemos hecho un par de llamadas y estamos de acuerdo en los aspectos importantes. Creo firmemente dos cosas, Boris: Una es que estás preparado para desenvolverte en una vida normal y otra es que no deberías dejar que nada de lo que tenga que ver con Nina te influya. Es decir, si tu intención es salir de aquí para ir a buscarla o para ponerte en contacto con ella es muy probable que te deneguemos el alta.

—Yo…

—Voy a ser franca y directa, ya que tú has sido el que ha acudido a mí: ¿quieres salir de aquí para ir a buscar a Nina?

Hay unos segundos de silencio que hacen que las palabras de la pequeña mujer permanezcan flotando entre los dos.

—No —contesta finalmente.

—Bueno, Boris, no sé si me convences y no sé si nos equivocamos contigo. La verdad es que tu historial, hasta ayer, era intachable. Mira, de todas formas, hemos puesto en marcha los trámites necesarios para tu alta, lo más posible es que en un par de días estés fuera. Ya sabes, hay unas cuantas cosas que arreglar para que todo esté en orden. Así tendrás tiempo de avisar a tu familia para que vayan preparando tu vuelta. —Sonríe mientras le pone la mano sobre el antebrazo—. ¿No crees?

—¿Un par de días? —El gesto de Boris es de inequívoca contrariedad, a pesar de que trata de disfrazarlo con una sonrisa superficial.

—Tres o cuatro como mucho. No es un alta programada y esto lleva su tiempo. Ya sabes cómo son estas cosas.

Boris permanece en silencio mientras mira sus maletas con la cabeza gacha. En este momento no está seguro de que esto que acaba de oír pueda suponer una contrariedad. De hecho tiene la sensación de que, en lugar de eso, es un acicate. Se acabó mirar a la chimenea y encontrar obstáculos para sus intenciones. Aquí tiene el obstáculo que andaba buscando, el definitivo: tres o cuatro días para poder empezar la búsqueda.

Muy despacio agarra sus dos maletas y, después de agradecer a la doctora sus gestiones y disculparse por las molestias que le haya podido ocasionar, se encamina de vuelta a su habitación. Cuando llega arriba vuelve a sacar todo lo que había guardado y lo coloca de nuevo donde estaba. Acto seguido coge una mochila y mete dentro una muda y un par de deportivas.

Después abre la ventana y se asoma a ella para disfrutar de la vista. Al fondo las montañas, en segundo plano la arboleda que rodea al sanatorio y abajo, más cerca, el aparcamiento por el que vio pasar corriendo a Nina la noche que se marchó.

Y ahí se queda, disfrutando de la vista.

A la hora de comer se separa de la ventana y va al baño. Cuando sale vuelve a apostarse en ella para continuar contemplando el panorama. No baja al comedor.

Sobre las cinco de la tarde, un rato después de que el sol se haya ocultado tras los riscos del fondo, Boris ve salir al doctor Burgos con el casco para montar en moto en la mano, el primer médico que le trató cuando ingresó en La Quinta de la Montaña. Carmelo Burgos es un hombre corpulento. En opinión de Boris está pasado de kilos y entrado en años, muy probablemente ronde los cincuenta o cincuenta y cinco. A pesar de estos potenciales impedimentos, y desde que Boris le conoce, siempre acude en moto al sanatorio.

Entonces se da la vuelta y, agarrando la mochila, sale de la habitación corriendo tan rápido como sus piernas le permiten.

 

 

 

51

 

Rodrigo deja a Nina tendida en el suelo y sale de la cocina. Justo al lado de la puerta, en un pequeño pasillo que comunica con el salón hay un mueble de unos dos metros de altura: un paragüero en la parte de abajo, una repisa en el centro y un espejo en lo que resta hasta la parte superior, donde tiene un par de bombillas y una percha a cada lado. Sin apenas esfuerzo lo empuja y lo aparta, dejando a la vista una puerta, bajita, como mucho un metro y medio de altura. De la trasera del mueble saca una llave que estaba guardada en un pequeño compartimento oculto y la utiliza para abrirla.

La puerta es gruesa, parecida a las de las cajas fuertes, y está recubierta de porexpan negro en toda la cara interior. A la derecha hay un cable del que cuelga un interruptor. Cuando Rodrigo lo pulsa una luz mortecina ilumina unas escaleras de madera con peldaños cortos y muy empinados. Veinte escalones en total hasta llegar abajo. No hay barandilla, ni protección alguna, la construcción es burda y defectuosa, desequilibrada e incluso peligrosa. Abajo hay una especie de lecho a medio camino entre el cemento y la arena. Hay otro interruptor al final de la escalera que enciende tres bombillas que arrojan otros tantos tenues haces de luz.

La estancia es una especie de galería irregular excavada en la tierra, desnuda, sin rematar, con palancas y contrafuertes cada dos metros. Todo el techo cubierto de vigas de madera apuntaladas hasta el suelo.

Al fondo hay una jaula. Tiene unos tres metros de ancho, por cuatro de largo y dos y medio de alto. Dentro hay una cama, una mesa y una silla. Una de las tres bombillas que ilumina la galería cuelga justo en medio de la jaula.

Frente a la jaula, otra silla.

—Bueno, es la hora.

Cuando entra de nuevo en la cocina Nina está girando sobre sí misma en el suelo, tan incapaz de levantarse como de perder la consciencia. Gimotea y levanta los brazos en un intento fallido de agarrarse a la silla o de pedir ayuda a su anfitrión.

Cuando Rodrigo se agacha para levantarla ella balbucea en su oído:

—Víc… tor…

—¡Vaya, Nina! ¡Qué mala suerte la tuya! Te has dado cuenta diez minutos tarde. Pero, al final, lo has conseguido tú solita. —Sin parar de hablar le pasa un brazo alrededor de la cintura y la ayuda a levantarse—. Como una niña grande. Sí señor, muy bien. Claro que sí, muy bien.

—Víc… tor...

—Sí, Nina, eso es. Mira, nos va a venir bien que no te hayas desmayado. Así va a ser más fácil llevarte a tu habitación.

—Víctor…

—¡Eso es! ¡Víctor, eso es! Sí que te ha costado trabajo.

—Hermano…

—Qué injusta es la vida, hermana, ¿verdad? Qué injusta.

»Tú no podías recordarme y yo era incapaz de olvidarte.

 

 

 

52

 

Nina despierta poco a poco. Aturdida. Tiene la boca seca y le duele todo el cuerpo, sobre todo la cabeza y la espalda.

Y tiene frío. Está helada.

La primera incógnita que despeja es la del frío que tiene metido hasta los huesos. Está tumbada en el suelo.

El siguiente razonamiento tiene que ver con el punzante dolor de cabeza que la tortura: recuerda el vaso de cacao. Poco más. El resto es una nebulosa casi indescifrable y mullida en la que cree ver la cara de su hermano y unas escaleras muy empinadas.

Hasta ahora sus despertares eran desmemoriados. Este no lo es. Los datos que faltan o están incompletos en su cabeza, en lo referente a sus últimos momentos de vigilia, no han desaparecido a causa de su habitual falta de memoria. De hecho cree recordar casi todo, aunque casi todo está medio oculto tras una cortina que rápidamente identifica con la química.

Esa leche tenía algo más que cacao.

Todo lo demás llega de sopetón, como un torrente: Su hermano Víctor ha ido hasta La Quinta de la Montaña para sacarla de allí y traerla después a este agujero en medio de las montañas.

Muy considerado por su parte lo de ponerle somníferos en la leche, después de todas las molestias que se ha tomado para traerla hasta aquí.

La cabeza de Nina se ha convertido en un vertiginoso torbellino. El hecho de quitarle al doctor Ortiz su cara para devolvérsela a su hermano, ha hecho que dentro de su cerebro empiecen a moverse cientos de resortes. Una idea va llevándola, irremediablemente, hacia otra. El tiempo ha ido pasando y, a pesar de las gafas, de la barba y del pelo largo, al final ha descubierto que el rostro que se escondía ahí detrás era el de su hermano Víctor. El hermano con el que pasó la mitad de su infancia. Víctor es mayor que ella, ocho años, y cuando terminó el colegio, sus padres le mandaron a Londres a continuar sus estudios. Así que, mientras ella crecía, solo le vio un par días cada tres o cuatro meses. Después, cuando se licenció, se fue de casa y se dedicó a recorrer el mundo para, según él mismo le contó entonces, «acumular experiencias vitales» antes de meterse en los negocios familiares.

—Buenos días, Nina.

El monstruo.

—Joder. Tú no, por favor. Ahora no.

Nina se incorpora lentamente al oír la voz. A pesar de los barbitúricos y del frío calado hasta los huesos, su cuerpo aún mantiene el vigor que le proporciona su relativa juventud.

Frente a ella Asco, en pie, como hacía tiempo que no le veía. El bicho luce altanero, fresco y con su antigua pose firme y segura recuperada. En todo su esplendor. Los brazos, fuertes y musculados, cruzados sobre el pecho y sus alas donde siempre habían estado, cubriendo su retaguardia. Desde donde está, frente a él, Nina puede verlas sobresalir por encima de sus hombros, como siempre las había visto.

—He venido a despedirme. Esta es nuestra última vez.

—¿Has visto dónde estoy? —Nina da una vuelta completa sobre sí misma, con los brazos abiertos y las palmas de las manos extendidas—. ¿Ves que este agujero es peor aún que el sanatorio en el que he pasado qué sé yo cuánto tiempo?

—No sé si merecías aquello ni sé si mereces esto. Sé que tenías aquello y que ahora tienes esto. Ya eres mayor para juzgar por ti misma.

»Solo he venido a decirte que ya no tengo nada más que contarte porque todas mis historias están ahora donde siempre deberían haber estado: en tu cabeza.

»Ya no hay nada que te pueda explicar que tú no sepas porque todo lo que sé es todo lo que tú me dabas para alimentarme.

»Ahora que tus recuerdos han vuelto a ti, yo desaparezco.

Nina, con los ojos llorosos, da un paso adelante. Suficiente para poder estirar los brazos y agarrarse a los barrotes.

—¡No!

Mientras Nina intenta enjugarse las lágrimas, la imagen de la criatura se desvanece ante sus ojos y, en su lugar, solo queda la suya propia. Solo entonces se da cuenta de que está mirándose en un espejo que hay justo delante de ella.

Donde hace un segundo contemplaba la silueta del monstruo ahora solo es capaz de verse a sí misma. Su propio reflejo.

Por última vez ha tenido ante sí a su viejo amigo: Asco, el bicho, el monstruo alado, su acompañante incansable, su pesadilla, su perseguidor, su consejero, su mentor, su visitante, su último reflejo… Su memoria.

Mientras termina de asumir esta nueva realidad cae de rodillas, agarrada aún a los barrotes y rompe a llorar todavía con más fuerza y desesperación.

 

 

 

53

 

Boris corre por los pasillos tan rápido como le permiten las piernas y baja las escaleras de cuatro en cuatro, poniendo a prueba su destreza atlética y todas sus habilidades deportivas. La mochila le acompaña saltando rítmicamente a su espalda, mientras que todas y cada una de las personas que se cruzan en su camino le miran sorprendidas o le piden que se detenga o que vaya con más cuidado.

Abajo, en el pasillo que lleva hasta la puerta de entrada, se cruza con Rita y se detiene un segundo frente a ella:

—¿Han arreglado ya la verja de entrada?

—¿La verja?

—La verja, claro, la que destrozaron Nina y el doctor cuando salieron corriendo la otra noche.

—No, aún no, están en ello, ¿por qué?

—¡Gracias, Rita!

Para cuando ella termina de formular la pregunta Boris está casi llegando a la puerta que da al hall. Una vez afuera se detiene un instante para comprobar que su objetivo aún es posible.

—¡Bien!

Inmediatamente reanuda su carrera en dirección al aparcamiento.

Cuando llega junto al doctor Burgos este ha dejado el casco sobre el depósito de la moto y está acomodándose los pantalones para ejecutar la, para él, trabajosa maniobra de levantar la pierna por encima del vehículo y poder así sentarse sobre él.

—Hola doctor.

El hombre, extrañado, aborta la maniobra para ver quién es el que aparece de la nada saludándole: Boris. Lo recuerda perfectamente.

—¿Boris? —Sonríe Carmelo Burgos.

Boris le mira de arriba abajo y descubre que la parte más complicada de su plan está en su punto de mira. El médico tiene las llaves de la moto colgando de uno de sus dedos.

—Lo siento doctor pero tiene algo que necesito.

Boris golpea entonces con su mano la mano del doctor que sostiene el pequeño llavero. Este, inmediatamente, vuela a dos metros de donde están. Boris se adelanta raudo y lo recoge del suelo.

—Tengo que llevarme su moto, doctor Burgos.

Entonces se acerca al manillar para agarrarlo y subirse a ella.

—Ni de coña —dice el doctor. Entonces se abalanza sobre Boris.

El hombre es tan pesado y corpulento como torpe y desgarbado. Boris, incluso sin ser ningún experto en nada que tenga que ver con el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, solo tiene que hacerse un paso a un lado y empujar al médico por los hombros para que el hombre, presa de su propia inercia, caiga al suelo y dé dos vueltas sobre sí mismo.

—Lo siento, Carmelo, de verdad —se disculpa Boris a la vez que se sienta sobre la moto y se pone el casco para terminar la operación arrancándola. Mientras tanto el doctor Burgos no ha sido capaz aún de levantarse del suelo.

—Me cago en tu madre, Boris. Como te lleves mi moto te mato. Te lo juro. Te mato —maldice a cuatro patas.

Boris mete la primera y se dirige a la salida.

—¡¡¡Boris!!!

Desde lo alto de la escalinata que da acceso al edificio principal Rita y la doctora Tubau gritan su nombre. Viendo que él ya no va a hacerles caso, las dos mujeres bajan rápidamente para dirigirse al doctor Burgos y ayudarle a levantarse.

Siendo muy joven, antes incluso de acabar el instituto, su padre le compró su primera moto, una Vespino. Para cuando terminó la universidad ya había tenido tres más. El aire, sacudiendo su ropa y colándose por sus tobillos, le ha hecho recordar, de repente, aquellos felices y despreocupados años.

Mientras se acerca a la salida ve que hay un hombre intentando recomponer el estropicio que montaron su amiga y el doctor. Se afana sobre una de las partes de la verja mientras que la otra permanece entreabierta.

Boris calcula que entre el cuerpo del hombre y la puerta que hay a su espalda queda espacio suficiente para pasar sin tener que parar a pedir permiso.

Cuando se está acercando al operario utiliza el claxon de la moto para avisarle de su peligrosa presencia. El tipo ni se inmuta. Boris reza para que al buen hombre no le dé por moverse porque él no tiene intención de aminorar la marcha. Una vez que ha decidido salir pitando no hay vuelta atrás y la rapidez y el factor sorpresa son sus mejores aliados.

Cuando está pasando, como una flecha, a veinte centímetros de su espalda se da cuenta de que lleva unos auriculares clavados en los oídos.

Finalmente ha conseguido sortear su primer obstáculo a casi cien kilómetros por hora sin tocar ni al buen hombre ni los barrotes de hierro forjado de la verja que había a su izquierda.

Por el retrovisor puede ver que el tipo da vueltas sobre sí mismo intentando entender qué demonios ha sido lo que acaba de suceder.

No tiene muy claro cómo va a hacer lo que se ha propuesto hacer. Solo sabe que ha empezado a hacerlo y que ya no hay vuelta atrás posible.

 

 

 

54

 

Durante unos segundos Víctor se mira en el espejo. Después abre el mueble que hay a la derecha del baño y saca una maquinilla para cortar el pelo.

Ya tenía ganas de deshacerse de su melena.

Para cuando sale del baño ha dejado atrás una poblada barba, unas gafas con los cristales sin graduar y buena parte de la tupida cabellera que cubría su cabeza. La cara afeitada, los ojos libres de plástico y el pelo rapado al tres.

Una vez abajo sale afuera a ver cómo está el día. Deben ser las tres o las cuatro de la tarde, como mínimo. No ha tenido ganas ni de ponerse el reloj ni de mirar la hora. Está nevando. Son copos pequeños y rezagados pero está nevando. Probablemente, unos cientos de metros más abajo, a la falda de las montañas, llueva. A esta altura y en esta época del año, el agua suele caer en forma de nieve.

A unos metros del porche hay un promontorio, un montículo con unos penachos de descuidadas flores plantadas sobre él. Ahí están, entre otras, las margaritas, las hortensias y los pensamientos de los que anoche le estuvo hablando a su hermana.

Nada más adquirir la casa se puso manos a la obra. Compró unas pocas herramientas y empezó a trabajar en su proyecto: un par de picos, un par de palas, una maza y unos capazos. Lo primero que hizo fue echar abajo un trozo de la pared que, desde el pequeño pasillo junto a la cocina, comunicaba con una de las habitaciones de invitados de la planta baja. Y allí empezó a cavar. No tardó en darse cuenta de que era imposible atravesar el suelo sin algo más contundente. Al día siguiente tenía un martillo hidráulico con el que ir horadando el hormigón y las piedras que fueron apareciendo. Y aparecieron muchas.

Justo afuera, delante del porche, fue depositando todo lo que iba sacando del creciente agujero. Durante casi cinco meses trabajó prácticamente todas las horas en las que estuvo despierto. En todo ese tiempo procuró mantener su cabeza vacía de cualquier cosa que no fuera tierra, carretilla o piedras. Hubiera podido buscar una casa con sótano pero eso no era lo que quería. Quería hacer aquel agujero con sus propias manos, quería que el interior fuese tosco y desagradable, quería que fuera una cueva, una cueva oscura, húmeda, fría, áspera, desagradable e inhóspita. Y quería que su construcción le alejara del mundo exterior y, sobre todo, de sus propios pensamientos. En la misma medida en la que el agujero se fue convirtiendo en boquete y el boquete en hoyo, el montón de escombro frente al porche fue aumentando de tamaño y de altura. Al final, con una pequeña colina brotando frente a la puerta de la casa, tuvo que ir a por tablones y puntales para que el techo de la gruta que había excavado no se viniera abajo. Para acceder a ella construyó unas rudimentarias e inestables escaleras de madera. Después rehabilitó la pared que había echado abajo para empezar con la obra, instaló una puerta y, para rematar el trabajo, pintó todo el pasillo.

Lo último que hizo fue poner semillas de césped en el montículo de la entrada y cultivar en su pequeña cima unas cuantas variedades de flores. Siempre le han gustado las plantas. Disfruta cuidándolas y viéndolas crecer. A pesar de la dureza del invierno, todo lo que plantó entonces ha crecido fuerte y vigoroso hasta ahora.

 

 

 

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Víctor pasa las dos semanas siguientes sin hablar con Nina. Solo baja a la cueva una vez al día para llevarle comida y agua y retirarle el cubo de metal en el que hace sus necesidades.

Y lo hace en silencio.

El resto del tiempo lo dedica a pasear por el jardín y a leer. Antes de partir hacia La Quinta de la Montaña decidió utilizar el salón como almacén y se preocupó de abarrotarlo de comida, a modo de despensa improvisada. Metió en él todo tipo de cosas con fechas de caducidad lejanas y ninguna dificultad en su preparación: latas de comida y de bebida, panes deshidratados, platos precocinados, frutos secos, queso y embutidos.

Para sus horas libres Víctor ha traído un lector electrónico con docenas de libros almacenados dentro: una tupida selección de clásicos, un buen puñado de títulos de ciencia ficción, ensayos filosóficos y hasta obras de teatro. Cuando puso en él esa ingente cantidad de literatura se cuidó muy mucho de cargarlo con ningún thriller.

Su intención es ser independiente durante el mayor tiempo posible y solo bajar de la montaña en caso de extrema necesidad.

Al principio, en sus fugaces encuentros, ella casi siempre se mantuvo también en silencio. A partir del tercer día empezó a preguntarle la hora. Durante las dos jornadas siguientes intentó que le dijera si afuera era de día o de noche, insistiendo en que solo necesitaba saber eso. Él no contestó. Sin duda el silencio y el monótono paso del tiempo fueron poco a poco haciendo mella en el ánimo de Nina.

Al quinto día empezó a acusarle de mentiroso. Le reprochó haberse inventado una hija enferma y una vida triste con la que engatusarla para atraerla a su telaraña. Después de varios días de improperios y de insultos terminó por callarse.

Estuvieron casi una semana más sin intercambiar una sola palabra hasta el día en que Víctor decidió que era hora de romper el silencio.

 

 

 

56

 

Boris salió por la puerta del sanatorio y aceleró la moto tanto como pudo mientras se alejaba de La Quinta de la Montaña. Bajó por aquellas escarpadas laderas arriesgando el pellejo en cada una de las curvas que tomó hasta que llegó a la general. Una vez allí enfiló la autopista, incapaz de aflojar la mano que alimentaba de gasolina las entrañas de la máquina que acababa de robarle al pobre doctor Burgos. Cuando quiso darse cuenta, la aguja del combustible estaba en la zona roja, a punto de tumbarse del todo. El depósito se quedó seco a tres kilómetros de la gasolinera más cercana. En medio de un impresionante chaparrón tuvo que caminar empujando la moto durante más media hora, hasta que consiguió llegar al oasis. Una vez allí se dio cuenta de que, con treinta euros en el bolsillo, no iba a llegar muy lejos. En el mundo real había que pagar hasta por respirar y eso era un obstáculo tan grande como un elefante y, de manera imperdonable, lo había pasado por alto.

Saliendo de la gasolinera tuvo que replantear sus pretensiones y cambiar de dirección. Dos horas después estaba en casa de su hermana Natacha aguantando otro chaparrón, en este caso, por haber sido tan irresponsable e impulsivo. La policía había llamado ya allí, andaban buscándole, y el doctor estaba esperando a que su moto apareciera en algún sitio. Boris intentó disculparse y, sobre todo, trató de sumar a Natacha para su causa pero todos sus esfuerzos resultaron infructuosos. Ella, mucho más acostumbrada a vivir en el mundo real, no tardo en reprimir todas ilusiones y tirar con fuerza de él para que descendiese al mundo de la razón y de lo posible.

El equipo médico de La Quinta de la Montaña, accedió a permitir que Boris se quedase allí bajo la tutela de su hermana. La doctora Tubau fue especialmente inflexible con el hecho de que debía continuar tomando su medicación hasta nuevo aviso. En lo referente a la moto, Carmelo Burgos, fue mucho más indulgente de lo que muchos hubieran sido. Una semana después del hurto se presentó en casa de Natacha acompañado de un amigo para poder llevársela. Decidió retirar la denuncia después de hablar un buen rato con su antiguo paciente. Durante la charla Boris le prometió abandonar sus ínfulas detectivescas para centrarse en recuperar el norte. Los dos estuvieron de acuerdo en que enfocar su vida hacia el objetivo único de encontrar a la amiga que no tuvo ningún reparo en dejarle en la estacada y no volver a dar señales de vida, no era un plan ni inteligente ni admisible.

Dos semanas después de la fuga, Boris vivía apaciblemente en casa de su hermana Natacha reponiendo fuerzas e ideas para que, a la segunda, su plan para encontrar a Nina no fuese otro fracaso estrepitoso.

 

 

 

57

 

Víctor baja al agujero y encuentra a Nina acurrucada en la cama, de espaldas a la entrada. Las bombillas están encendidas y proyectan extrañas sombras por triplicado de todo lo que hay bajo ellas. Cuando está a dos pasos de los barrotes se sienta en la silla que hay frente a ellos.

—Hola, Nina —saluda a media voz.

Ella no responde pero se da la vuelta y se incorpora en la cama.

—Tengo frío. Estoy helada.

Víctor se levanta entonces y sube las escaleras que dan al exterior.

Dos minutos después está de vuelta con un par de mantas. Pasa una primero a través de los barrotes y luego la otra.

—Aquí tienes.

Nina coge una y la deja sobre la mesa. Se pone la otra alrededor de los hombros y se sienta de nuevo en la cama, frente a su hermano.

—¿Qué pretendes, Víctor?

—Hacer que pagues por tus acciones.

—Vaya, parece que hoy tienes ganas de hablar. ¿Y pretendes que pague por mis actos encerrándome en este agujero? —mira a su alrededor.

—¿Te parece poco?

—Me parece demasiado.

—Primera cosa en la que no estamos de acuerdo.

—Suma y sigue —apostilla Nina.

—¿Sabes ya qué es lo que ha sucedido en los últimos meses?

—¿Crees que tengo que compartir contigo esto?

—Nina, me gustaría estar seguro de que sabes de qué va todo esto, de que eres consciente de las cosas que han pasado. De que recuerdas todo.

—Ya no eres mi médico.

—Como si lo fuera.

Durante los próximos diez minutos todo lo que se oye en la cueva es el eventual crujido de alguno de los tablones o el siseo que producen las ropas de cualquiera de los dos cuando se mueven para acomodarse en su asiento.

—Recuerdo a mi hija.

Durante los siguientes cinco minutos Nina solloza sin decir nada más.

—Recuerdo mi infancia. Nuestra infancia. Recuerdo a papá y a mamá y recuerdo nuestro colegio. Sobre todo recuerdo ese caserón con las paredes de piedra y los techos tan altos en el que pasábamos casi todos los veranos en aquel pueblo cerca de Córdoba.

—¿Recuerdas lo que pasó en el barco?

Otra larga pausa.

—Lo recuerdo.

—¿Y lo de después?

—Esa parte es la que más trabajo me cuesta. Hay cosas que no terminan de encajar. Hay trozos en sombra.

—¿Vas entendiendo por qué estás aquí?

—Pues no, Víctor, no lo entiendo. Todos cometemos errores.

—Unos más graves que otros, ¿no crees?

—¿Acaso tú eres perfecto?

—Mira, Nina, vamos a poner orden en esto. Lo primero que quiero que hagamos es rememorar todo el mal que hiciste y todas y cada una de sus consecuencias. Quiero que refresquemos esa parte entre los dos. Te prometo que, si hablamos de eso, te escuchare después en todo lo demás que quieras contarme. Escucharé tus quejas o tus peticiones y discutiremos sobre si es justo o no que estés metida en este agujero. ¿Qué te parece?

—Que tengo hambre.

Diez minutos después Víctor está de vuelta, con dos latas de atún, tres rebanadas de pan seco y un vaso de agua en una pequeña bandeja. Pasa el vaso por entre los barrotes y lo deja en el suelo. Después desliza la bandeja por debajo, por una parte en la que hay una pequeña abertura, y da dos pasos atrás para volver a sentarse en su silla.

Cuando termina de comer deja el vaso y los restos en la bandeja y la empuja con el pie hasta que topa con los barrotes.

—En aquel barco murió mucha gente, Nina.

—Lo sé. No fue mi intención.

—Hemos dicho que las opiniones, las justificaciones y las peticiones las dejamos para más tarde. En aquel barco murió mi mujer y mis dos hijos, Nina. En aquel barco murieron nuestros padres y murió tu hija.

»En aquel barco murió todavía más gente.

»Todo a causa de tu maldad, de tu avaricia y de tu irresponsabilidad.

—Hemos dicho que dejábamos los juicios de valor para luego.

—Nina, además de la gente que murió en aquel barco tenemos a tu marido, al que habías abandonado sin avisar, que, un par de semanas después de la tragedia, habiendo perdido a su adorada hija y a la mujer de la que había estado enamorado desde que la conoció, se tiró desde la azotea de un edificio. Y, finalmente, tenemos a los padres de tu marido, que, después de quedar solos y abandonados a su suerte, sin nieta y sin hijo, abrieron la llave del gas de su cocina y se suicidaron también. ¿Recuerdas todo esto? ¿Eres capaz de recordarlo?

En mitad del monólogo Víctor se ha levantado de la silla.

—Lo recuerdo porque durante el juicio me enseñaron fotos y se habló de todo lo que sucedió aquella noche. Pero apenas consigo encontrar recuerdos propios de lo que pasó. Es como si todo fuera una película que alguien me hubiera contado.

Nina vuelve a llorar mientras contempla en su cabeza la imagen del monstruo alado contándole todas aquellas historias. En realidad casi todo lo que recuerda de estos episodios es una mezcla entre lo que vio durante el juicio y lo que después le contó su inseparable amigo.

 

 

 

58

 

Boris sube de la calle con una barra de pan y el periódico.

Ya lleva un mes en casa de su hermana. Ella vive con un ingeniero industrial que se dedica a planificar la instalación de plantas de procesado de envases. Mariano, pasa más de la mitad del año fuera de casa, en muchas ocasiones, trabajando en el extranjero. Aunque llevan bastantes años juntos no están casados. Ni siquiera son pareja de hecho. Natacha llora amargamente cuando habla con Boris sobre esto, convencida de la certeza que anida en su corazón de que Mariano no quiere tener lazos con ella porque, en realidad, nunca ha estado seguro de sus sentimientos.

Boris aprovecha los días para disfrutar de la compañía de su hermana y para ultimar los preparativos de su plan. Lo primero que hizo, con la excusa de tener independencia y mayor libertad de movimientos, fue comprar un coche de segunda mano, uno pequeño, y ponerlo a nombre de Natacha, con la excusa de que, cuando se compre otro para empezar a trabajar de nuevo, se lo dejará a ella para que pierda de una vez por todas ese miedo irracional que le tiene a conducir. A pesar de tener el carné hace años.

Para la parte económica, profundamente escarmentado, ha preparado una buena suma de dinero. En realidad ha reunido todo el que tenía disponible, lo ha ido sacando poco a poco de sus cuentas bancarias y, sin que su hermana se haya enterado, lo ha ido guardando en casa. Mientras trabajó siempre ganó un buen sueldo y nunca fue despilfarrador. Ha llegado la hora de dar buen uso a sus ahorros.

El mejor que podría darle.

Tiene claro que, si quiere que el resto de su plan funcione, necesita todos los recursos económicos de los que pueda disponer.

—Hola —saluda a su hermana al entrar en casa.

—Hola Boris.

Deja el periódico y la barra de pan sobre la encimera de la cocina y va a su habitación, la de invitados. Una vez allí se cerciora de que los sobres con el dinero siguen ocultos entre la ropa de verano de Natacha. Encima de un pantalón naranja de lino y debajo de una camiseta roja con la cara de Marilyn serigrafiada en el pecho.

Cuando va de vuelta a la cocina suena el timbre del portero. Su hermana sale, secándose las manos en un trapo, para ir a contestar. En todo el tiempo que lleva en casa de su hermana apenas ha sonado el portero dos veces. Boris camina tras de ella para enterarse de quién es el que llama.

—¿Quién es?

»¿Cómo?

»¿El sargento qué?

»Sí, vive aquí.

»No me toma usted el pelo, ¿verdad?

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