Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 1

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Lo que ese día le conté al comisario Kehlmann requirió más de tres horas. Él me escuchó atentamente. Luego me ordenó que volviera a mi hotel y esperara. Se me prohibía abandonar Baden-Baden sin advertirle previamente. Se encauzarían las averiguaciones, me dijo Kehlmann, y ya volvería a tener noticias de él...

Cualquiera supondría que su deber habría sido ponerme en seguida, bajo arresto. Pero la historia que le conté no era tan sencilla. Era más bien, incluso, una historia extraordinariamente complicada y ocupará muchas páginas de mi declaración. No se atrevió a arrestarme el comisario Kehlmann, sencillamente, no se atrevió. Me mandó a casa...

Aquí estoy ahora, sentado, temblando de miedo, en mi habitación del hotel, las manos frías como el hielo, la cabeza estallándome de dolor, y reflexiono, reflexiono, siempre lo mismo. Mis pensamientos giran en círculo: ¿se ha creído el comisario Kehlmann la historia que le he contado? ¿Se la he explicado de forma bastante convincente?

Si no la cree, estoy perdido. Entonces todo fue en vano, toda la circunspección, toda la astucia, todos los preparativos. Entonces todo se ha ido al diablo.

Pero, ¿habría recibido mi denuncia, me habría dejado marchar a casa, si no me hubiera creído? No, seguramente, no.

Entonces es que me cree.

¿Me cree, de verdad?

Posiblemente me ha dejado marchar, precisamente porque no me ha creído. A fin de que me sienta seguro, para poder observarme durante días, semanas, incluso meses. Mis nervios se han vuelto muy sensibles, he pasado por demasiadas cosas. Mucho más, no puedo, no podré soportarlo.

Debo calmarme, debo ponerme tranquilo. Nada de irreflexibilidad. He de recoger mis pensamientos. Solamente así puedo esperar dominar el último y más difícil tramo de mi camino.

No deja de tener una cierta ironía el que, precisamente hoy, 7 de abril de 1957, por primera vez en mi vida, empiezo a escribir un Diario. Hoy hace precisamente cuarenta y un años que nací. No obstante, no es el examen de conciencia preparatorio a vivir el quinto decenio de mi vida, el motor que me impulsa a confiar ciertos secretos y peligrosos acontecimientos de mi pasado a estas hojas, sino la muy real consecuencia de las circunstancias que me han impulsado, después de mi larga visita a la Comisaría General de Baden-Baden, a refugiarme en la sombreada frescura de mi cuarto del hotel.

Este 7 de abril de 1957, considérense como se quiera los sucesos, ha empezado, sin duda alguna, la parte más decisiva de toda mi vida. Con mis declaraciones delante del comisario Kehlmann, he puesto en movimiento, empleando el símil, no por muy socorrido menos cierto —y que precisamente en este día de gloriosa primavera parece más desplazado todavía— la bola de nieve, cuyas próximas proporciones de alud, ni yo mismo estoy en condiciones de apreciar.

Delante de mí se encuentran quinientas hojas de papel de escribir; las he comprado después de salir de la Comisaría, después de tomar la resolución de escribir mi Diario a partir de esta fecha. En las pasadas horas he emborronado aproximadamente una docena de estas hojas. He indicado en ellas que odio a Julius María Brummer. No he consignado el por qué. He descrito mi visita a la Comisaría general de Policía y la primera parte de mi declaración ante el comisario señor Kehlmann. He sostenido que presentaba una denuncia contra mí mismo.

Ahora me encuentro cohibido.

Porque lo que a continuación conté al comisario de lo criminal, Kehlmann, fue tan fantástico como lo más extraordinario que me haya sucedido en el último medio año. Lo que le describí era objetivamente verdadero y subjetivamente falso. Si este Diario que empiezo ahora a escribir debe tener algún sentido en los tiempos venideros, es necesario que su contenido, subjetivo y objetivo, sea absolutamente cierto. Y para conseguir esta finalidad es imposible continuar con la descripción que le hice al comisario Kehlmann. Debo retroceder, empezar a describir desde el principio, cómo se originó el tremendo cúmulo de aparentes irrealidades dentro de las cuales me encuentro actualmente sumergido. He de volver a aquella lluviosa tarde de agosto del pasado año, en la que, por primera vez, me puse frente a frente con Julius Brummer. Comenzando por ella, contaré, de forma cronológica, lo que me ha ido sucediendo hasta el día de hoy. De manera que, hasta que vuelva a alcanzar en mi relato el momento presente, más bien me parecerá, en lugar de llevar un Diario, encontrarme en pleno en el relato de acontecimientos pasados, llevando el Libro de los Recuerdos. La docena de páginas que he llenado hasta ahora las consideraré, colocándolas delante de mis recuerdos, como una especie de prólogo.

Cuanto más me comprometo con las ideas que despierta en mí la conciencia de mi nueva actividad, tanto más alivio encuentro en ejecutar los actos a que me lleva. La escritura me servirá de paliativo. Me ayudará a ver más claramente y a actuar más fríamente en los preparativos de las últimas semanas que han de preceder a la desaparición de un canalla.

Cuando iba a la escuela, la energía de mis descripciones despertó el entusiasmo de uno de mis maestros. Mis padres concibieron la descabellada esperanza de que, un día, me convertiría en un famoso escritor, pues eran muy pobres y en una revista semanal, que por casualidad había caído en sus manos, habían sabido la cuantía de los ingresos anuales de que disfrutaba el escritor Ludwig Ganghofer.

Siento en el alma haber desengañado a mis pobres padres, y no solamente en lo que respecta a mi carrera literaria. Y no puedo impedir que acuda a mis labios una irónica sonrisa al pensar que esta tardía actividad literaria, que hoy, con motivo de mi cuadragésimo aniversario, empiezo, es muy difícil que resulte económicamente rentable.

Existen dos posibilidades para el futuro de estas páginas. La primera es que se realicen los acontecimientos que he empezado a preparar. En este caso, el mundo contará con un pillo menos y yo podré volver a respirar y a vivir tranquilo. Y entonces guardaré cuidadosamente para mí solo estas páginas y las releeré de cuando en cuando, con el fin de sacar de ellas el convencimiento de que en este mundo de jueces desanimados y de testigos corrompidos existe todavía una especie de equidad impalpable, que me ha elevado hasta la categoría de su instrumento.

En el caso contrario, es posible que lo que empecé me lleve al fracaso. Y, entonces, espero que el señor comisario Kehlmann quiera considerar mi manuscrito como una especie de testimonio.

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