Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 2

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Mi encuentro con Julius María Brummer ocurrió la tarde del 21 de agosto de 1956. Ese día llovía en Düsseldorf. El viejo autobús que me llevó desde el centro de la ciudad hasta la Cecilienallee, iba lleno. Trabajadores y pequeños empleados regresaban desde el trabajo a sus hogares. Apestaba a ropa mojada, betún barato, grasa rancia y a ese indefinible olor que siempre parece envolver a los pobres. La turbia luz del techo caía mortecina sobre los cansados rostros. Varios de los hombres leían. Una cara marcada con las señales de la viruela sostenía en sus labios la colilla de un cigarro. Las mujeres contemplaban el vacío con sus ojos sin brillo. La muchacha que se encontraba junto a mí intentaba pintar con carmín sus labios. El autobús daba sacudidas y bandazos. La chica fracasaba en su labor y borraba pacientemente el malogrado intento. Su tercera tentativa le pareció tener éxito, levantó la abierta polvera y, delante del pequeño espejo, ensayó varias clases de sonrisa.

Un cobrador malhumorado se abría paso entre los pasajeros. Gotas de lluvia deslizábanse por los cristales y, por las calles, refulgían intermitentemente las luces. En cada parada descendían más personas. Luchaban contra el racheado viento del este, intentando abrir sus paraguas, y eran inmediatamente tragados por la oscuridad. La muchacha de los labios pintados nos dejó en la parada de Malkasten, delante del cine. La vi precipitarse, radiante, al encuentro de un joven. Él, por su parte, tenía la mirada fija en la luminosa esfera de su reloj de pulsera y su hermoso rostro mostraba una sensación de enfado. Ella se había retrasado. Triste, inclinó la cabeza. Mientras el autobús se ponía de nuevo en marcha, bañados los dos en la luz procedente de los tubos de neón, bajo la gigantesca imagen de una belleza americana de opulentos senos, entreví el final de un idilio. Él era demasiado hermoso, y ella demasiado tímida. Ella puso la mano sobre la húmeda manga de su impermeable. Él la sacudió y, con gesto estudiado, lanzó al aire el cigarrillo, consumido a medias. Ella le persiguió, tropezando sobre sus altos tacones, chocó contra gente apresurada que venía en sentido contrario, llevó la mano a sus cabellos chorreantes y quedose luego allí, quieta, insignificante, bajo la implacable lluvia...

— Hofgarten! —canturreó el displicente cobrador.

El cine, la muchacha, las luces, habían desaparecido. Habíamos alcanzado el río y la larga hilera de elegantes villas situadas sobre su orilla.

Me apeé. La fría lluvia me golpeó el rostro. Delante de las «Terrazas del Rhin» estaban aparcados muchos autos. Vi ventanas iluminadas. Una orquesta tocaba en el bar. Cuatro parejas bailaban. No se oía la música. Las parejas se deslizaban silenciosamente sobre la pista...

Descendí por la Cecilienallee al mismo tiempo que subía el cuello de mi viejo impermeable. Debajo de un árbol, me detuve para subirme las perneras del pantalón, con el fin de evitar que se me ensuciaran, pues aquel traje azul era el único que poseía. Mi única ropa, además de ésta, la constituían dos pantalones de franela viejos, uno de color gris y otro castaño, una chaqueta de piel y una americana de deporte. Los pantalones grises evidenciaban espacios transparentes y el forro de la americana estaba roto. En cambio, el traje azul se veía todavía en buen estado, a la luz eléctrica. A la luz del día brillaba en codos y rodillas. También se le notaba el uso en el fondo de los pantalones, pero esto no se le veía, pues en este lugar la chaqueta cubría caritativamente los pantalones.

También era propietario de dos pares de zapatos, uno de color castaño y otro negro. El zapato izquierdo del par negro tenía la suela demasiado fina. A pesar de todo, los había escogido este día, ya que los zapatos castaños no causaban buena impresión. Mi única riqueza consistía en un marco y treinta y un céntimos. Debía el alquiler de mi habitación desde hacía meses. Mi patrona ya no hablaba conmigo.

Las ramas de los árboles gemían bajo el impulso del viento del este. Sobre el agua sonaba la sirena de niebla de un vapor. La calzada describía una curva y, súbitamente, vi una gran reunión de personas, de pie delante de la puerta de entrada de un parque iluminado por los reflectores de varios coches. Al acercarme observé que, también en el parque, más allá de la entrada, había tres automóviles. Policías de uniforme se movían en todas direcciones.

«Cecilienallee 486», rezaba la pequeña placa esmaltada situada sobre la verja. Me escurrí, a través de la gente, unos treinta, entre hombres y mujeres. La mayoría sostenían paraguas abiertos, a los demás les corría la lluvia por la cara. Contemplaban a los policías que se apresuraban sobre la hierba del parque, hacia sus coches o hacia la hermosa quinta que se alzaba detrás de los añosos árboles. La lluvia caía en plateados torbellinos a través de los caminos de luz practicados por los reflectores de los autos. Todo el panorama tenía el aspecto de un decorado cinematográfico, irreal, construido para una sola escena.

Dos viejas se encontraban de pie delante del portal.

—Con gas —manifestó la primera.

—Mentira —repuso la segunda—, con ácido clorhídrico y lisol.

—Con gas —se emperró la primera—. Acabó de oír lo que decía el fulano de la ambulancia. Ya está muerta.

—Si está muerta, ¿por qué se la han llevado tan de prisa, con sirenas y todo?

—Cuando uno tiene dinero...

—Fue con ácido clorhídrico —volvió a insistir la segunda, tosiendo con sonido gargajoso.

—¿Qué pasa aquí? —les pregunté.

Las dos viejas me contemplaron. La difusa luz de los faros iluminaba los ávidos rostros.

—En la mano de Dios —pronunció la segunda y estornudó estentóreamente—. Estamos todos en la mano de Dios.

Penetré en el abierto portal. Un coche de patrulla equipado con radio se mantenía atravesado sobre el ancho sendero de gravilla que conducía a la casa. Pasé por delante de un joven policía que en aquel momento transmitía a través de un micrófono de mano:

—Atención, central... Aquí Düssel tres...

Entre sibilantes interferencias resonó un altavoz:

—Hable, Düssel tres...

—La ambulancia se encuentra en estos momentos camino del hospital de Santa María —pronunció el joven policía, mientras la lluvia le penetraba por el cuello del uniforme—. Düssel cuatro ha ido a buscar al marido a su oficina...

Proseguí mi camino. Nadie se fijó en mí. Un arriate de lirios. Un arriate de rosas. De un seto de rododendros emergió un perro patituerto, deforme. Se movía tambaleante. Su piel amarillenta estaba mojada y sucia, el muñón de su cola se agitaba espasmódicamente.

El viejo y triste dogo chocó contra un árbol y seguidamente se me metió entre las piernas. Al chocar su pesada cabeza contra mi rodilla, empezó a gimotear. Me incliné hacia él acariciando su pelaje. Sus orejas gachas nunca habían sido cortadas. Me di cuenta ahora del por qué de su tropezón conmigo. Unos ojos lechosos, semicegatos, me contemplaban sin apenas verme. El perro vaciló, volvió a levantarse y se deslizó de nuevo bajo los arbustos.

Un hombre desalado, fuera de aliento, se precipitó hacia mí:

—¿Es usted el fotógrafo del Correo de la Tarde?

—No.

—¡Dios mío! ¡Es para volverse loco! ¿Dónde se habrá metido ese imbécil? —Se precipitó de nuevo hacia la oscuridad.

—En aquel momento llegaba a la casa. En todas las ventanas brillaba la luz, la puerta de entrada permanecía abierta. Había terrazas y balcones. Las paredes eran blancas, las contraventanas verdes. Detrás de algunas de las iluminadas ventanas se movían sombras. Encima de la puerta de entrada vi dos enormes iniciales doradas: una J y una B.

Ascendí tres escalones y me encontré en el recibidor. Había varias puertas, una chimenea y el principio de una gran escalinata de madera negra que conducía al primer piso. Sobre las blancas paredes, oscuros retratos. Sobre la repisa de la chimenea se alineaban viejos cacharros de peltre. El viejo perro entró vacilante en el vestíbulo y se acurrucó delante del hogar en el cual llameaba un gran luego, como preparándose a morir.

Había muchos hombres en la sala: un médico con bata blanca, tres policías con cazadoras de cuero y cuatro hombres de paisano. Estos cuatro llevaban cuatro sombreros. Se encontraban en un rincón, cambiando notas. Todas las puertas del vestíbulo, que conducían a los diferentes aposentos de la casa, se encontraban abiertas, y todos los hombres fumaban.

Delante de la chimenea se encontraba un quinto paisano. Sostenía un aparato telefónico sobre las rodillas y se expresaba con vehemencia: «¿...Cómo? ¿Que no hay sitio en la primera página? Echen a la papelera las dos columnas sobre Argelia. ¡Lo que tengo vale mucho más! ¡La casa entera apesta a gas!».

Efectivamente, desde que había penetrado en la casa, me subía por la nariz un olor insípido y dulzón. Observé que las ventanas estaban ampliamente abiertas. La lluvia salpicaba las costosas alfombras...

—¿Café? —me preguntó una voz desmayada.

Me volví. Detrás de mí se encontraba una mujer pequeña, de cabellos blancos. Sostenía una bandeja con tazas humeantes. Sobre el negro vestido, resaltaba el blanco delantal. Los bondadosos ojos estaban enmarcados por un círculo rojizo.

—¿Quiere usted café, señor? —habló con el duro acento de los checoslovacos.

—No —le respondí—. Gracias.

Siguió hacia los policías y reporteros.

—¿Café? —preguntó apesadumbrada—. ¿No quieren los señores café? —Se le notaba inmersa en el mar de su tristeza.

Una mano se apoyó sobre mi hombro. Volví la cabeza. Un policía me contemplaba con ojos desconfiados.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Holden —le respondí muy cortésmente. Nada de alteraciones, no tenía que ponerme a mal con la policía...

—¿Pertenece a la casa? —Se le veía cansado, el párpado izquierdo le temblaba nerviosamente. Su chaqueta de cuero estaba mojada.

—No.

—¿Cómo ha entrado, pues, en el vestíbulo?

—Por la puerta.

—¿Con que gracioso...?

—Perdone. No quise molestar —contesté humildemente. Nada de líos con la policía—. Entré porque encontré la puerta abierta. Debía presentarme en esta casa.

—¿En qué concepto?

—Como chofer. —Traté de sonreír, pero fracasé. No tenía suerte, pensé desanimado. Cuando la secretaria de este Julius Brummer me había escrito que podía presentarme, creí que la vida volvía a concederme otra oportunidad. Hacía apenas cinco minutos, cuando corría bajo la lluvia, me invadía el optimismo. Ahora sentía de nuevo que me embargaba el frío, terror, el miedo que me había perseguido durante una vida entera...

—¿Tiene su documento de identidad? —Contempló mis pantalones con la pernera levantada. Vio los viejos calcetines, los gastados zapatos, de los que la lluvia iba goteando sobre la alfombra.

Le entregué mi carnet.

—¿Es ciudadano alemán?

—Si no lo fuera no tendría tarjeta de identidad alemana.

—No emplee ese tono, señor Holden.

—No he hecho nada. ¿Por qué me trata usted como si fuera un delincuente?

—¿Vive en Düsseldorf? —me preguntó en lugar de contestarme.

—Sí. En la calle Grupello, 180.

—Aquí consta Munich como lugar de residencia.

—Antes he vivido en Munich.

—¿Cuándo, antes?

Mis manos empezaron a temblar. No podría aguantarlo durante mucho tiempo.

—Hace un año. Me he desplazado. —¡Mi voz! Seguro que lo había notado.

—¿Casado? —No había notado nada.

—No.

—¿Conoce al señor Brummer?

—No.

—¿A la señora Brummer?

—Tampoco. ¿Qué ha pasado?

—La señora Brummer —dijo, y agitó el pulgar de la mano izquierda hacia el suelo, señalando la costosa alfombra.

—¿Muerta?

—Todavía no.

—¿Suicidio?

—Huele a eso. —Me devolvió el carnet de identidad y sonrió cansado—. Por allí, señor Holden. La segunda puerta. Dígale a la cocinera que le dé café. Pasará todavía un rato antes que el señor Brummer pueda recibirle.

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