Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 7

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La puerta del coche se cerró de golpe. Me sobresalté. El cuadrante de la radio relucía rojo y blanco. Sonaba un jazz sentimental. Un saxofón empezó a sollozar. El reloj del tablero señalaba la hora: faltaban ocho minutos para la medianoche.

—¡Perdone, señor Brummer!

El hombre que se encontraba a mi lado no era Julius Brummer. Llevaba un impermeable de goma negro, reluciente por la lluvia. Las gotas de agua le caían desde los cabellos rubios hasta la cara ascética. Unas gafas con montura de acero hacían sus ojos invisibles.

—¿Dónde está el señor Brummer? —Hablaba con un pesado acento de Sajonia, su voz sonaba llorosa—. ¡Hable de una vez! Es importante. Estoy buscando al señor Brummer toda la tarde. La cocinera me dijo por teléfono que se encontraba aquí en el hospital.

—Y entonces, ¿por qué me pregunta a mí?

—Debo hablar con el señor Brummer..., debo decirle algo...

—Vaya adentro. Dígaselo.

Puso la cara de un niño infeliz.

—No puedo hacerlo. No tengo permiso para ello. Y dentro de media hora sale mi tren. Debo alejarme de Düsseldorf...

—¿Quién es usted? —le pregunté. El hombre parecía hambriento y enfermo. Le faltaban dientes y proyectaba saliva al hablar.

—El señor Brummer me conoce. Mi nombre es Dietrich.

—¿Dietrich?

—Sí. Esperaba mi llamada. ¿Qué ha pasado?

—Su mujer. Suicidio.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Por eso?

—¿Por qué?

—¿No lo sabe?

—No sé absolutamente nada —le manifesté.

Me miró implorante.

—¿Qué hago ahora?

Me encogí de hombros.

—Siempre somos los mismos los que estamos metidos en el fregado —manifestó con amargura—. Encargos. Mandatos. Prescripciones e instrucciones. Pero nadie ha pensado en que la mujer pudiera matarse. Y ya está armado el cisco. —Parpadeó suplicante—. ¿Quisiera usted transmitirle algo al señor Brummer, camarada?

—Sí.

—Dígale que su amigo está allí. Su amigo de Leipzig. Trae el material. Mañana por la tarde. A las diecisiete horas.

—¿Dónde?

—En el cruce de Hermsdorfer, a la salida de la autopista hacia Dresden.

—¿En la zona?

—Naturalmente. —Estornudó estentóreamente—. Debo alejarme antes de que me descubran. No sé si puedo confiar en usted, pero me es igual, por una vez he de pensar en mí mismo. Cochino oficio. Nada funciona ya. Toda la organización se ha ido al cuerno...

En la radio sollozaba el saxofón...

—Cruce de Hermsdorfer, salida hacia Dresden, diecisiete horas —repetí.

—Que sea puntual.

— Okay.

—Su amigo llevará una cartera negra. Y un impermeable negro de goma. Como yo. ¿Lo recordará?

—Con seguridad.

—Me es perfectamente igual. Ya estoy harto de todo. —Volvió a estornudar.

—¡Salud! —le dije.

—¡Perra vida! —exclamó tristemente—. Valdría más estar muerto. ¿Tiene un cigarrillo?

Le tendí el paquete.

—¿Me permite tomar dos?

—Lléveselo todo.

—No me gusta ser un gorrón, pero me encuentro sin tabaco.

—No se preocupe —le dije. Salió del coche.

—Bonito cacharro —manifestó desmayadamente, preocupado en conseguir una despedida social. Pasó la mano sobre las iniciales doradas, mojadas por la lluvia, J y B que se encontraban sobre la portezuela—. Nosotros nunca llegaremos a tener una cosa así. Adiós, camarada.

—Buenas noches —contesté.

Se alejó rápidamente, calle abajo, flaco, enfermo, con arrugas en las perneras de los pantalones y desgastadas suelas en los zapatos.

El saxofón terminó el slow-fox.

«Y ahora —señoras y señores—, Ray Torro y su nuevo éxito, Dos corazones felices sobre el lago Mayor...»

Bajé del coche y, a través de la lluvia me dirigí hacia la entrada del hospital. Quería ver a Julius Brummer. Según todas las apariencias, su mujer no había muerto todavía.

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