Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 8

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Era un hospital católico.

Las monjas llevaban blancos, amplios hábitos y blancas y anchas tocas. Me sorprendió ver tantas de pie todavía a esta hora. Se apresuraban por pasillos y escaleras y empujaban carritos llenos de medicamentos. Eran monjas muy buenas y estaban muy ocupadas esa noche. También en la garita de la portería, cerca de la entrada, se encontraba una hermana. Era gruesa y llevaba lentes. Le pregunté acerca del señor Brummer.

—Está con su mujer —me contestó, dejando caer el periódico que estaba leyendo. —Junto a ella yacía el viejo perro, que me miró tristemente, temblando y moviendo la cola—. Los perros no están admitidos en el hospital —me explicó la monja.

—¿Cómo se encuentra la señora Brummer?

—Nada bien, me temo. Debemos rogar a Dios que le perdone su tremendo pecado.

No comprendí en seguida lo que quería decir, pero luego me di cuenta de que el suicidio, a sus ojos, era un enorme pecado y, posiblemente, no sólo ante los ojos de una monja, sino por principio, y además de que hacía mucho tiempo que yo no había rezado. La última oración que podía recordar la pronuncié en un sótano, cuando la casa acababa del volar por efecto de una mina. Pero, posiblemente, tampoco había sido una verdadera oración...

—Tengo que hablar con el señor Brummer —le dije—. Soy su chofer.

—Suba al primer piso. El corredor a la izquierda, en el recinto de pago. Hable con la vigilante de noche.

En la caja de la escalera había muchas hornacinas y, en las hornacinas aparecían pintados santos del tamaño de niños. Los habían pintado de color azul, rojo y amarillo. Sus coronas relucían doradas. Había pocos santos masculinos, pero muchos femeninos, y delante de todos vasos con flores. Oí resonar fuertemente mis pasos. Una campanilla empezó a tintinear en la vecindad.

La hermana que tenía el turno de noche de la sección de pago se encontraba en su despachito. Era joven y bonita, pero rígida y seria.

—El señor Brummer se encuentra al lado de su esposa.

Estaba en pie junto al armario de los medicamentos y revolvía envases de inyecciones. La luz del techo, tamizada por una pantalla azul, caía sobre ella.

—¿Se salvará?

—Sólo Dios lo sabe.

Había encontrado lo que buscaba. Un paquete de ampollas con la inscripción VERITOL. Se dirigió hacia abajo por el corredor inundado de luz azul. La seguí. Para ponerme en buenas relaciones con ella, le manifesté:

—Lo que ha hecho constituye un gran pecado.

—Un pecado mortal. Que Dios la perdone.

—Amén —concluí.

—La tienda de oxígeno no ha servido para nada. Ni siquiera los medicamentos para la circulación de la sangre. El pulso va bajando. El doctor Schuster va a intentar ahora un lavado de la sangre.

—¿Qué es esto?

—Le sacamos las dos terceras partes de su sangre para sustituirla por otra. Mientras tanto, el doctor Schuster le inyecta Veritol, directamente en el corazón.

—Así, pues, tiene todavía una probabilidad.

—Una muy pequeña —me dijo, y abrió una blanca puerta que tenía cristales transparentes desde su mitad hacia arriba. La puerta se cerró detrás de la guapa monja.

Me acerqué a la puerta cuya cortina no estaba corrida. Vi a la joven hermana, a un médico y a Julius Brummer. Y me estremecí como nunca me había estremecido en mi vida. Lo que en aquel momento vi era espantoso, y no sé por qué, entre todos los hombres, debí de verlo yo...

Los tres rodeaban el lecho de una mujer joven. Ella descansaba sobre la espalda sumida en profundo desvanecimiento. El cabello rubio cubría la almohada, el rostro asumía una coloración azul, los labios blancos por falta de circulación. Los párpados azules cubrían los ojos, la boca quedaba abierta. Nina Brummer podía ser hermosa en vida, en este momento no lo era. Parecía que llevaba unas cuantas horas muerta.

El médico y la hermana preparaban una transfusión. Acercaban los plateados soportes de los que pendía la sangre, sujetaban tubos de vidrio con bandas de goma en su antebrazo izquierdo. Su marido lo contemplaba todo volviéndome la espalda.

En este momento el médico apartó el cubrecama. Desnuda hasta la cintura quedó sobre la blanca sábana. Su cuerpo aparecía lleno y hermoso, los senos grandes y perfectamente desarrollados. El médico se inclinó sobre Nina y auscultó su corazón mientras la hermana decapitaba una ampolla. Amarillo como la miel subió el Veritol por el tubo hipodérmico.

El médico colocó la punta de la aguja sobre la blanca piel del pecho de Nina Brummer y apretó.

Desvié la mirada porque sentí que me ponía súbitamente enfermo. No podía soportar por más tiempo la vista de ese cuerpo. Yo conocía a esa mujer, la conocía...

Huí pasillo abajo hacia una pequeña capilla.

Había un altar y un reclinatorio. Sobre el altar una gran imagen en colores de la Virgen con su Hijo en brazos. Dos cirios a sus lados vacilaban inquietos. También había muchas flores y, delante del reclinatorio, tres filas de sillas, duras, sin tapizar. A la izquierda de la entrada, una capilla lateral con otro altar, delante del cual se hallaban dos sillas tapizadas. Llegué penosamente hasta una de éstas y me dejé caer sentado. Todo giraba a mi alrededor. Me puse a respirar profundamente con el fin de dominar mis náuseas y calmar el corazón que golpeaba desesperadamente dentro de mi pecho. La Virgen me contemplaba con rigor desde su altar.

«La vida es tan corta —pensé—, y, sin embargo, es una gran mentira. Quería olvidar el pasado y, precisamente, en este tranquilo hospital, el pasado vuelve a situarse delante de mí.»

Contemplé la Virgen y pensé con amargura: «¿Por qué no me dejas en paz? He pecado, es verdad, pero también lo he purgado, he sufrido mucho».

La Virgen me miraba impasible desde su pedestal...

«¿Por qué? —pensaba yo—, ¿por qué?»

Todo parecía ir perfectamente hasta el momento en que, miré por los cristales de la puerta del cuarto. Entonces la volví a ver, vi a Margit, mi mujer, todavía no completamente resucitada entre los muertos.

Parece fantástico, al verlo escrito aquí, pero transcurrid precisamente de esta forma. Era su cuerpo, el que allí yacía, su cara, su cabello rubio, los párpados de Margit, las pequeñas orejas de Margit, sus delgadas manos. Allí yacía Margit, y no era Margit, sino una forastera, una mujer rica, Nina Brummer.

Y, no obstante..., tenía el mismo aspecto, el aspecto de Margit después, una vez lo hube hecho, antes de que se me llevaran como a un animal salvaje.

Mis dientes castañeteaban de excitación. Detrás de aquella puerta yacía una Margit que no era Margit, detrás de aquella puerta yacía mi pasado.

«¿Por qué, por qué?», le pregunté amargamente a la Virgen.

Pero las estatuas no hablan.

Debo marcharme, pensé lleno de pánico. No debo permanecer al lado de Brummer. ¿Quién podría soportar ver cada día a la mujer amada, a la mujer que uno ha matado?

Nadie.

Y, ¿si Nina Brummer muriese? Entonces ya no la vería. Entonces el pasado estaría verdaderamente muerto. ¿Es este mi castigo?, pregunté vanamente a la estatua.

Debía hacer algo. Leer, contemplar algo. Me iba a volver loco si pensaba un poco más en ello. Fui hasta aquella puerta. Pero el mareo volvió a apoderarse de mí con toda su fuerza, no me atreví a mirar a través de los cristales. Volví a la capilla. Delante del segundo altar se encontraba un libro cerrado del que colgaba un lápiz. Abrí el libro. Hasta su mitad estaban cubiertas las páginas sin rayar de oraciones y llamadas de socorro, de exclamaciones de desesperación y de acciones de gracias, escritas con las letras más variadas. Empecé a hojearlo...

«Santa Madre de Dios, ayúdame en mi necesidad. Haz que no sea un tumor. Mi familia me necesita. Johanna Allensweiler, Düsseldorf, 15, Grothestrasse, 45/III.»

«Dios mío, te doy gracias de todo corazón por el buen éxito de la operación de extirpar mi vesícula biliar. Tu fiel Lebrecht Hermine de Duisburg-Ruhrott, Kiepenheuerweg, 13.»

«Dios mío del cielo, ten compasión de mi pobre madre, es la tercera operación en el ojo derecho. Haz que no sea cataratas. Adolf y Elisabeth Kramhals con sus hijos Heinz-Dieter y Christa. Düsseldorf, Wallgraben, 61.»

Había escrituras temblorosas y firmes, grandes y pequeñas. Al final de cada anotación se consignaba la dirección exacta del peticionario. Al final de cada cuarta página del libro vi el sello de la administración del hospital, una fecha y siempre la misma firma exacta: Angelika Meuren, superiora.

«El neumotórax fue tu voluntad, Señor. Haz que con él pueda volver a trabajar como hasta ahora, pues debo mantener a seis. Zivilingenieur Robert Anstand, Düsseldolf-Lohausen, Flaghafenstrasse, 44/III, escalera izquierda.»

«Dios mío del cielo, dame fuerzas para permanecer junto a mi Rosa María. Hace diez años que está inválida y los médicos dicen que no hay esperanza. Perdóname los malos pensamientos y dame juicio. Amén. Hans H., Düsseldorf, Färberweg, 14.»

En una de las páginas, unas manos infantiles habían pintado un ramo de flores: «Para el buen Dios, que ha hecho que mi mamá ya no tenga dolor en el vientre, de su siervo Rudi, Düsseldorf, Weymayrstrasse, 1...»

Un ruido me hizo levantar los ojos.

Julius Brummer acababa de penetrar en la capilla. Llegó tropezando hasta el altar principal, sin verme a mí. Tuve la impresión de que no veía nada. Se movía tambaleante, como su viejo perro. Sobre la cara rosada fluían las lágrimas. Con un golpe sordo se dejó caer de rodillas sobre el reclinatorio, delante de la Virgen. Sonó como si hubiera roto la madera.

Mi primera reacción, llamar su atención, fue reprimida por una curiosidad invencible. Hechizado, contemplé el macizo cuerpo desplomado ante mí. La luz de los cirios se reflejaba en su calva. Gemía de forma penetrante y dejó caer la frente que golpeó el reclinatorio. Agitó su cuerpo de un lado para otro y se puso en pie. Aflojó su corbata, abrió el cuello de su camisa y quedó con la mirada clavada sobre la Virgen que sostenía el Niño.

Desmañado, cual un joven campesino, cruzó Julius Brummer las rosadas manos delante del pecho. Se figuraba encontrarse solo. Dificultosamente, empezó a orar en voz alta:

«Por favor, que no muera mi Nina. Ayúdala ahora. Haz que la transfusión haga efecto y también el Veritol...»

Su aliento se volvió jadeante. Se levantó y se dirigió al altar dando traspiés. Apoyó las manos sobre el brocado.

«Si haces que viva, haré penitencia..., por todo..., iré a la cárcel..., aceptaré cualquier castigo..., no me defenderé contra los perros malditos..., lo juro..., lo juro por su vida..., no iré a la zona...»

Agarró la santa imagen con ambas manos, su cuerpo se hundió, y pareció que la Virgen iba a caerse.

«...Esperaré aquí hasta que me arrastren —gimió Julius Brummer—, pero no dejes que muera..., por favor, no dejes que ella muera...»

Con un ligero grito soltó a la Virgen y llevó sus manos al corazón. Luego giró sobre sí mismo y cayó de bruces. La figura de piedra le siguió en su caída. Con un sordo golpe encontró la espalda de Brummer, rebotó y se rompió en dos.

Me precipité hacia delante y volví al desvanecido cara arriba. Sus ojos estaban completamente abiertos, pero sólo se les veía el blanco. Olía a menta. Me precipité hacia el corredor y llamé a la guapa monja.

Ella salió de su pequeño despacho.

—El señor Brummer —le dije—. En la capilla. Rápido.

—¿Qué le pasa?

—Se ha desvanecido. No debe saber que le he encontrado yo.

Me miró reflexivamente, y luego agarró el auricular del teléfono situado encima de la mesa:

—Póngame con el doctor Schuster, por favor..., es urgente...

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