Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 13

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Brillante y transparente, construido de vidrio, cemento y acero, se elevaba el edificio de oficinas de nueve pisos, situado en el centro de Düsseldorf. Sobre el techo se elevaban los mástiles de las antenas. Las puertas de cristal de la entrada se abrían solas al acercarse a ellas. Una célula de selenio accionaba los goznes. Sobre el portal, dos enormes iniciales doradas de un metro de altura estaban empotradas en la fachada...

El gigantesco vestíbulo tenía aire acondicionado. Un surtidor cantaba sobre los peces que nadaban dentro de la piscina situada a su pie. Lámparas rojas, verdes y azules los iluminaban alternativamente. Las paredes estaban pintadas de amarillo opaco y gris. Hombres dinámicos se apresuraban en todos sentidos y vi muchas hermosas muchachas.

Había tres ascensores. Delante de ellos se mantenían unos hombres de uniforme azul que llevaban las doradas iniciales sobre las solapas de la chaqueta...

Sobre la pared más amplia del vestíbulo podía contemplarse un imponente mosaico en colores: Campesinos arando la tierra, mineros bajando a la mina, mujeres cosechando racimos de uva, albañiles construyendo casas; pilotos sentados en su cabina encristalada; sabios inclinándose sobre infolios y retortas, marineros al timón de sus barcos, navegando sobre un estilizado mar. En dorados caracteres podían leerse estas palabras sobre el imponente cuadro:

MI CAMPO ES EL MUNDO

Debajo se sentaban seis empleados detrás de una barrera de caoba, tres hombres y tres muchachas. Todos llevaban uniformes azules y todos llevaban las iniciales doradas.

Una pelirroja sonrió cuando me acerqué a ella.

—Vengo a recoger al señor Brummer, soy su chofer.

La pelirroja telefoneó a una secretaria, y luego me tendió el aparato. Oí la voz de Brummer:

—¿Todo va bien, Holden?

—Sí, señor. Su ayuda de cámara ha preparado una maleta. Camisas, ropa interior, el traje negro.

—Bien.

—El perro está en el coche. La cocinera ha preparado unos emparedados.

—Dentro de cinco minutos estoy con usted.

—Conforme, señor Brummer.

Devolví el auricular a la pelirroja, y ella lo puso sobre el soporte. Estaba de buen humor. Toda la gente del vestíbulo se hallaba de buen humor a causa de la frescura del ambiente. Le pregunté:

—¿Qué clase de tienda es esta?

Me miró asombrada.

—Soy nuevo. Acabo de empezar hoy —le expliqué y sonreí.

—Exportación —dijo la pelirroja. Y sonrió.

—¿Qué exportamos?

—Muchas cosas. Madera y acero. Máquinas y productos sintéticos.

—¿A dónde?

—A todas partes. Al mundo entero.

—Hum.

—¿Cómo?

—Nada —contesté—. Debo telefonear otra vez. Asunto particular.

—Allí delante hay unos teléfonos públicos.

Fui a la pared fronteriza, en la que se encontraban seis celdas telefónicas. Sobre las celdas había seis relojes que indicaban la hora de Düsseldorf y del mundo. En Düsseldorf faltaban dos minutos para las once. En Moscú faltaban dos minutos para la una. En Nueva York eran las cinco menos dos minutos y en Río de Janeiro las siete menos dos. Entré en una cabina, abrí el listín y encontré el número que buscaba.

Marqué.

—¡Hospital de Santa María!

—La señora Brummer, por favor.

—Lo siento. No puedo comunicarle. —Ya me lo esperaba. Y también lo que siguió—: El doctor Schuter lo ha prohibido. La paciente se encuentra todavía muy débil. No debe hablar.

Yo contesté:

—Aquí Brummer. Quiere hacer el favor de comunicarme inmediatamente con mi mujer, o deberé quejarme de usted.

—Le ruego me perdone, señor Brummer. Cumplo órdenes. Yo no podía saber...

—Mi mujer —interrumpí—, por favor.

Entonces oí la voz lejana de Nina Brummer:

—¿Diga?

—Soy el chofer...

—Sí..., y qué...

Y, ¿por qué no dije entonces la verdad? ¿Por qué engañé a Nina Brummer? ¿Era por compasión? ¿O se trataba ya de amor?

Es risible. No es posible, estas cosas no existen. No, era a Margit, siempre a Margit a la que yo amaba. A ella le debía Nina Brummer estas consoladoras mentiras.

—El señor Worm hará lo que usted le ha propuesto. Le ruega solamente que tenga un poco de paciencia.

—¿Paciencia...?

—La policía estuvo con él.

Silencio.

—Consiguió convencerlos. Sólo que, por lo pronto, no puede intentar nada, con el fin de no levantar sospechas.

—Ya..., ya... —Un ahogo de tos.

—Por ello tampoco puede llamarla.

Silencio.

Por la puerta de cristales de la cabina vi que Julius Brummer salía de uno de los tres ascensores. Se dirigió a la recepción. La pelirroja señaló hacia mí. Seguí hablando por el teléfono:

—Debo decirle que la quiere.

Era una piadosa mentira, nada más. En dos o tres días se habría repuesto esta mujer lo suficiente para que pudiera contarle toda la verdad. Seguí mintiendo:

—Sus pensamientos están con usted. Siempre.

Julius Brummer llegó hasta mi cabina. Me hizo una seña. Asentí.

—Deberá tener paciencia. Un poco de paciencia.

—Gracias —gimió la voz.

—Adiós —me despedí.

Colgué el auricular y salí de la celda. Julius Brummer llevaba ahora un traje de verano de color beige, sandalias amarillas y una camisa de deporte amarilla, abierta.

—¿Tenía que despedirse rápidamente de su chica?

Asentí.

—¿Una guapa morena?

—Una hermosa rubia.

Rió.

En Moscú eran la una y cuatro minutos.

En Río de Janeiro pasaban cuatro minutos de las siete.

En Düsseldorf eran las once y cuatro minutos y hacía mucho calor.

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