Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 14

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El calor iba en aumento.

Nos dirigimos hacia el sur, por la autopista, pasando por Colonia y Coblenza hacia Limburg. Aquí tomé la carretera nacional número 49 hacia Giessen y Lich. Así corté el ángulo que pasaba por Francfort. La carretera nacional número 49 estaba en reparación. Había tres barreras y dos sitios en que debí parar.

Julius Brummer me observaba.

—Le gusta el coche, ¿no?

—Sí, señor Brummer.

—Conduce bien, pensando en que no es usted un profesional.

Me callé, pues comprendí a dónde quería ir a parar. Descubrí una nueva faceta en él: le gustaba también.

—¿Mucho tiempo sin conducir?

—No, señor Brummer.

—¿Cuánto tiempo, Holden?

Le di el gusto que deseaba:

—Desde que fui a presidio.

Gruñó asintiendo. Apreté el acelerador, pues ya me había manifestado que le gustaba viajar de prisa.

En el bosque hacía más frío. Nos paramos. El viejo perro, que se había colocado entre nosotros, saltó del coche y corrió por la hierba.

Saqué el cesto de mimbre con la merienda y una nevera portátil del portaequipajes. En la nevera había cuatro botellas de cerveza helada. Su vidrio verde se cubrió de gotitas al tocarle el aire y la cerveza, de tan fría, hacía daño a los dientes.

Nos sentamos al borde de un riachuelo que corría paralelo a la carretera. Vi las piedrecillas del fondo y unos cuantos peces pequeños, y pensé en los de la piscina iluminada de Düsseldorf. Los del riachuelo me produjeron mejor impresión.

El bosque estaba silencioso, pero en algún sitio se oía a los leñadores que derribaban un árbol. El ruido de sus hachas sonaba seco. En los emparedados de Mila Blehova había tres clases de embutidos, queso, rábanos, pimientos y tomates. Sobre el riachuelo bailaban las libélulas. El viejo perro puso el morro sobre las rodillas de Brummer.

—De nuevo tiene hambre «Pupele». —Brummer le fue dando un emparedado que el perro se comió en la mano de su amo—. Porque nuestra mujercita ya está fuera de peligro. —Me miró—. Vivo con el perro como si fuera una persona. Incluso duerme en mi cama. —«¿Dónde duerme, pues, la señora Brummer?», pensé—. Sí, viejo, eres el más guapo de todos, aunque no te hayan cortado las orejas. —En su voz se advertía una honrada indignación—. ¿Comprende, Holden? Hay gente que corta las orejas a los dogos. Porque está de moda. Es una porquería. Si estuviera en mi mano, los mandaba a presidio. —Empezó a reír a carcajadas—. Oh, oh, la palabrita, ¿no le gusta oírla, verdad?

Pensé que no debía darme por aludido y, tomando un emparedado de queso le pregunté:

—¿No intentará una acción contra el periódico Tagesspiegel, señor Brummer?

—Contra el Tagesspiegel, ¿por qué?

—El Tagesspiegel dice que usted se encontraba en dificultades financieras. Por esto había intentado su esposa quitarse la vida.

Su rostro se ensombreció.

—¡Los cochinos! —Hablaba con la boca llena—. Hay dificultades, sí. Ciertas dificultades. Mi mujer se lo ha tomado demasiado fuerte. —Sus ojos se cerraron hasta convertirse en simples grietas y siguió murmurando, de forma casi imperceptible—: Pero me defenderé..., ¡que dejen que vuelva a Düsseldorf! Quieren acabar conmigo, los puercos..., espere a que vuelva a la zona, Holden. Entonces les ajustaré las cuentas a todos. —Tiró el resto del pan dentro del riachuelo—. Mi pobre mujer. Todo la afecta mucho, porque me quiere. Sólo hay tres seres en el mundo que me aman, Holden. —Tiró sus pantalones hacia arriba y se dirigió al coche—. Mi mujer, la vieja Mila y mi «Pupele». Guarde las botellas y el papel.

—Sí, señor Brummer —le respondí y pensé que Julius Brummer contaba a un viejo perro entre los tres seres que le amaban, y pensé en el joven señor Worm, el de las sedosas pestañas.

Las libélulas danzaban sobre el agua y, a través de los viejos árboles, penetraban diagonalmente los rayos del sol. Me había gustado mucho comer a la vera del riachuelo. Los panecillos habían resultado muy apetitosos y la cerveza aromática. Era «Pilsen». Envasado original.

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