Nina

Nina


PORTADA

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—¿Cómo? —El guardia frunce el ceño a la vez que tuerce la cabeza. Por un instante todo parece encajar en su cabeza. En el cuartelillo, tan solo unas horas antes, ha tenido una conversación con su capitán sobre la tal Martina, la que desapareció hace unos días del sanatorio y la revelación de esta señorita hace que algunas piezas encajen en su cabeza.

—Menos mal que han aparecido ustedes.

Rodrigo, con las manos aún puestas sobre el volante, observa boquiabierto a su recién secuestrada acompañante, mientras que esta rodea el coche para encontrarse con sus salvadores.

—Señorita, por favor, quédese aquí, no se mueva.

El agente parece desorientado, atónito y superado por lo sorprendente de la situación. El compañero, que hasta ahora había permanecido en segundo plano, se acerca a Nina y le pide que mantenga la calma.

El que está al lado de Rodrigo le habla:

—Las manos donde pueda verlas, señor. No se mueva. ¿Lleva usted algún arma?

—Agente, no llevo armas, esto es un error. Déjeme que le explique.

—Señor. Salga del coche —le ordena mientras abre la puerta para que pueda bajarse. El dedo anular de la mano derecha del guardia abre, con un sonoro «clac», el corchete que asegura su arma dentro de la funda y después agarra la empuñadura aunque sin llegar a sacarla.

—Joder, Nina, mira lo que has conseguido —se queja amargamente Rodrigo mientras empieza a bajar del coche.

—Despacio, señor, sin hacer tonterías.

Los dos guardias observan fijamente al hombre mientras lleva a cabo la, en apariencia, sencilla operación de bajarse del coche.

Entonces suena otro «clac» y, un segundo después, la voz de Nina.

—Vale, Rodrigo, ya está.

Cuando Rodrigo y los dos agentes se giran para mirarla lo que ven es a una mujer, pequeña y con el pelo recogido en una coleta, que apunta con una pistola directamente a la cabeza del Guardia Civil que tiene más cerca.

—Acabo de quitarle el seguro a esta pistola y, si no hacéis lo que os diga, vamos a tener un problema. No estoy de broma. ¡Tú! ¡No se te ocurra ni parpadear! —le grita al segundo guardia—. Venga, va, Rodrigo, muévete. Baja del coche y coge la pistola de ese.

—Joder, Nina.

—Vamos, hombre, que no tenemos toda la noche.

Rodrigo termina por fin de salir del coche y obedece a su secuestrada. Una vez que han desarmado a los agentes, uno de ellos intenta disuadirles:

—Señorita, no sé qué es lo que pretende pero se está usted metiendo en un buen lío.

—De verdad, ahora mismo no necesitamos consejos.

—Esto que están ustedes haciendo…

—De verdad, no necesitamos consejos. Y si no queremos que esto se complique más de lo necesario, vamos a hacer todos las cosas bien y rápido.

Entonces les llevan de vuelta hasta el coche patrulla y Nina les pide que se quiten los cinturones y que los tiren sobre el asiento del copiloto. Mientras ella les revisa de arriba abajo para asegurarse de que no lleven más armas o algún walkie talkie Rodrigo la mira, sin apartar su atención de ella ni un solo instante. Está conmocionado, primero por el giro repentino que han tomado los acontecimientos y segundo por la sorprendente reacción de Nina. Hace cinco minutos solo tenía en mente salir pitando del pueblo y ahora no tiene ni idea de qué va a estar haciendo dentro de cinco minutos.

Cuando Nina da por concluida la revisión, y en medio de las insistentes protestas y amenazas veladas de los guardias, les obliga a entrar en la parte de atrás del coche patrulla y cierra la puerta.

—Coge nuestro coche y apárcalo por ahí. Déjalo bien aparcado. Y que no sea muy lejos, no tardes.

Antes de marcharse, Rodrigo saca las pocas pertenencias personales con las que viajan y las lleva al coche patrulla, después conduce el suyo a cincuenta metros de donde están y lo aparca al lado de la tapia de un patio, debajo de las ramas medio secas de una higuera que asoman por encima de los ladrillos, en una calle sin asfaltar a las afueras del pueblo. Después vuelve corriendo hasta donde estaba. Durante la fugaz operación apenas tiene tiempo de plantearse siquiera cuáles pueden ser las intenciones de su nueva capitana.

Nina le espera en el asiento del copiloto, rodeada de sus ropas, sus papeles y todos los cachivaches que les ha obligado a quitarse a los guardias, haciéndole gestos para que se siente al volante.

—Vámonos.

Rodrigo la mira entonces, desconcertado, descolocado, despistado. Perdido.

—Arranca, ya te voy contando. ¡Vamos!

Cuando el coche se pone en marcha los rotativos comienzan a girar y las sirenas suenan intermitentemente. Rodrigo detiene de nuevo el motor y se gira para mirar a sus rehenes y preguntarles con la mirada cómo se desactiva la fiesta ambulante.

Se ponen en marcha iluminados solo por las luces de los faros delanteros. Rodrigo no sabe cuál será su próximo destino ni dónde terminará esta etapa del viaje. A pesar de todo, elige conducir en la dirección que les acerca a su pretendido destino. Está seguro de que no deberían tardar en parar para intentar solucionar alguno de los problemas que acaban de crearse con la decisión de Nina de convertir su huida en un secuestro.

Los rehenes hablan continuamente, no paran de explicarles lo difícil que acaba de volverse el resto de sus vidas, las pocas posibilidades que tienen de salir airosos del agujero en el que se acaban de meter y lo mal que lo van a pasar cuando el insostenible peso de la justicia caiga, implacable, sobre ellos.

En un principio, los secuestradores, tan solo a base de miradas cruzadas, parecen ser capaces de mantener la cabeza fría y de no dejarse amilanar por toda la literatura policíaca y carcelaria que los dos guardias les están metiendo entre pecho y espalda pero, tras diez minutos de incansable acoso, Nina termina por darse la vuelta y empuñar la pistola contra la mampara que les separa de ellos:

—Una palabra más y paro el coche y os pego un tiro en el arcén. ¿Me habéis entendido? Ya está bien, se acabó el cuentacuentos.

Mientras conduce, Rodrigo la mira entre atemorizado y sorprendido, planteándose si todo esto que les está diciendo será solo una bravuconada o si, en realidad, sería capaz de llevarlos a un lado de la carretera y deshacerse de ellos a balazos.

—No me cabe en la cabeza que una paciente de un sanatorio y un…

—¡Se acabó! —grita ella—. Rodrigo, busca un sitio donde salir de la carretera. Algo discreto, un camino.

Él la vuelve a mirar, entre incrédulo y receloso.

—Mira, sigue ese camino de tierra que sale a la derecha.

Aunque obedece sus instrucciones no puede dejar de mirarla. De hecho pasa más tiempo observando las facciones del rostro de su acompañante que la carretera que tiene ante sí.

—¡Rodrigo! ¡Ten cuidado que nos la pegamos!

Después de doscientos metros el firme se vuelve más pedregoso y la vereda se estrecha aún más.

—Sigue.

Ella parece tener muy claro lo que hay que hacer.

Las protestas, las amenazas y las peticiones de explicaciones de los rehenes arrecian.

Otros quinientos metros más y vuelve a hablar:

—Para aquí. Deja el motor en marcha y bájate a ayudarme.

Nina, empuñando la pistola en la mano derecha, va a la parte de atrás y le pide a uno de los guardias que se baje. Después le conduce unos metros al frente, por entre la maleza, en la zona que iluminan los faros del coche, y le ordena que se siente en el suelo.

Rodrigo está al borde de un ataque de nervios:

—¡Nina!

—Haz el favor de venir a ayudarme. ¡Y tú! —le grita al rehén, mientras le apunta con la pistola—. No muevas ni un dedo.

Entre los dos colocan al guardia unas bridas y unas esposas, inmovilizándole los brazos detrás del cuerpo, alrededor del tronco de un árbol. Después le meten uno de los guantes que llevaba en el cinturón en la boca y, con un rollo de cinta adhesiva que han encontrado en el maletero del coche patrulla, le amordazan. Terminada la operación con el primero sacan al segundo del coche. Les sigue, algo más tranquilo que el primero, hasta un árbol que hay a diez metros del anterior y permite dócilmente que repitan con él la misma operación.

Un minuto y están de vuelta en el coche, buscando de nuevo el asfalto. Rodrigo conduce con gesto preocupado y Nina, que lleva la pistola entre las piernas, observa la carretera, con una media sonrisa en el rostro y la mirada perdida.

No pasan ni diez minutos antes de que Rodrigo, aparte de empezar a explicarle los problemas que les puede traer lo que acaban de hacer, le diga que no pueden continuar circulando con un coche de la Guardia Civil como si no pasara nada:

—No tardarán mucho en cogernos, Nina. Esto es una cuenta atrás.

—Pues cambiamos de coche.

—Ya está, cambiamos de coche. Qué fácil que lo ves todo.

—Pues no sé dónde ves tú la dificultad —contesta Nina mirándole con las cejas arqueadas mientras sopesa la pistola en la palma de su mano.

—Joder con la pistolita. Vas a conseguir que me dé un infarto.

—Paramos en el próximo pueblo y cogemos otro coche. Ya está.

Rodrigo hace ademán de empezar a hablar pero se calla. No tiene más remedio que aceptar que el plan que ella acaba de proponer, a pesar de sus posibles contraindicaciones, es el más sencillo.

Aparte, claro está, de ir al cuartelillo y entregarse.

Cuando llegan a Cogollera están en mitad de la noche. No se ve una sola estrella en el cielo y la luna todavía no se ha dejado ver por ningún sitio. Aun así, no llueve. La noche es oscura y el pueblo solo tiene luz cuando está debajo de sus pocas farolas. Aquí no hay fiestas así que, teniendo en cuenta la hora, son incapaces de ver a nadie por la calle. Después de cinco minutos de patrulla se cruzan con un coche.

—Ese no —dice Nina—. Es demasiado pequeño y antiguo. Ya que nos ponemos, vamos a ver si encontramos algo un poco en condiciones.

Al volante del coche un hombre que, teniendo en cuenta la hora y la entidad del cruce, no tiene redaños ni para mirarles, probablemente aterrorizado ante la idea de que la temible pareja que suele ir dentro tenga a bien pararle para requerirle cualquier cosa.

Cinco minutos más y se les aproxima otro coche:

—Este sí. —Ahora parecen estar los dos de acuerdo.

El coche que se les acerca es uno grande, una berlina Volkswagen de color gris marengo. Rodrigo le da entonces un par de ráfagas con las luces largas y detiene el coche patrulla frente al del recién llegado.

—Baja tú —le dice Nina a la vez que le ofrece el arma.

—¿Qué pretendes? ¿Qué le pegue un tiro y le quite el coche?

—Joder, Rodrigo, no te pongas melodramático ahora.

—¿Por qué me ofreces entonces la pistola y me dices que salga yo? ¿Tú ya tienes las manos sucias?

—Rodrigo, prefiero que salgas tú porque no tenemos uniforme, porque somos dos y porque eres hombre. Te acercas al tío del coche y le explicas que necesitamos su coche, que somos guardias civiles de paisano y que lo necesitamos para hacer yo qué sé qué cosa. O algo así, ¿no?

—¿O algo así? ¿Esto es lo que tenías en la cabeza cuando les has dicho a los agentes que te había secuestrado? ¿Algo así? ¿Algo así? Joder, Nina, me cago en la leche, joder Nina. Algo así.

—¿Bajas tú o bajo yo?

Nina no parece tener ganas de seguir con la conversación.

Viendo que Rodrigo mantiene su actitud dubitativa, Nina abre la puerta y sale del coche.

—Ahí te quedas.

La mujer se dirige al Volkswagen con la pistola en la mano derecha, junto a la cadera. Para entonces es más que probable que el conductor al que acaban de parar empiece a pensar que algo raro está pasando. Rodrigo se queda sentado, esperando, agarrando el volante con todas sus fuerzas, intentando no perder detalle de la escena.

Ella se acerca a la ventanilla del coche, la golpea suavemente con la culata de la pistola y hace un gesto al conductor para que la baje:

—Buenas noches.

Está decidida a hacerse pasar por Guardia Civil de paisano. Espera que, si su pinta y su actitud no fueran suficientes, la pistola y los rotativos del coche hagan el resto del trabajo.

Cuando la ventanilla se baja Nina ve aparecer el rostro barbudo y enjuto de un hombre, prácticamente calvo, que la mira con el ceño fruncido.

—Buenas noches —saluda él.

—Buenas noches, caballero. Necesitamos su coche, es una misión oficial.

—Mi coche no se lo doy ni a mi madre que venga a verme, señora.

—Mire, señor. —Nina busca en su repertorio de gestos y tira de su cara más severa.

—Me acabo de gastar todos mis ahorros en este coche. ¿No pueden buscarse a otro? ¿Uno más pequeño o más antiguo?

—Es una operación muy seria, caballero. —Ella gira entonces la cabeza y le hace gestos a Rodrigo para que salga del coche.

Rodrigo, en lugar de salir del coche, saca la mano por la ventanilla y hace un gesto de negación con el dedo índice extendido.

—No se lo voy a repetir, caballero, necesitamos su coche.

—Si eso es todo lo que tiene que decir, señora, tenga cuidado porque voy a arrancar y me voy a ir. Vamos, hombre, pues no tengo otra cosa que hacer que darle el coche al…

Entonces las palabras del hombre se ven interrumpidas por el estruendo de un disparo.

—¡Joder, señora! —dice girándose para comprobar los daños.

La bala ha entrado por la puerta de atrás y ha hecho un agujero en la tapicería del asiento trasero. Cuando el hombre vuelve a mirar a Nina, la pistola se interpone entre ellos dos.

—O te bajas del coche ahora mismo o la siguiente bala te la llevas tú. —Y da un paso atrás para dejarle abrir la puerta—. ¡Coge nuestras cosas, que nos vamos! —le grita al doctor.

Después de dejar sus cosas en el asiento trasero se dirige discretamente a Rodrigo y le explica brevemente que tienen que llevarse al tipo para abandonarle después en cualquier lugar. Es necesario hacer con él lo mismo que han hecho con la pareja.

—Si le dejamos aquí no tardará ni cinco minutos en denunciarnos.

Una vez más la pistola como método de control. Obligan al hombre a apoyarse sobre el coche para poder colocarle otra de las bridas que les han quitado a los guardias civiles. Para cuando el paisano empieza entender qué es lo que está pasando, le meten dentro y arrancan. Los diez minutos que pasa con ellos, los emplea en protestar, haciendo que Nina vuelva a arrepentirse de no haberle amordazado. Finalmente repiten con él la operación que han llevado a cabo con los guardias y le dejan en medio de una arboleda, amarrado a uno de los troncos y, finalmente, amordazado. De vuelta en el coche, Rodrigo le dice a Nina:

—Espero no tener que volver a hacer esto. Por lo menos en lo que queda de noche.

A partir de aquí, silencio. Rodrigo conduce rápido, tanto como le permiten las circunstancias de la carretera que transiten. Nina dormita a ratos durante la hora siguiente y a ratos mira al frente con la mirada perdida. En su cabeza no deja de dar vueltas la idea de encontrarse de nuevo con el monstruo, donde quiera que vaya, cualquiera que sea su destino. Apenas se preocupa por la urgencia de su situación, por lo comprometido de su viaje o por la posibilidad, más que factible, de que, a la vuelta de cualquier curva, se encuentren con las luces azules giratorias del coche que venga a detenerlos. El olor podrido, la delgadez extrema y el rostro avejentado del bicho son las únicas imágenes que es capaz de contemplar. Y sus alas o, más bien, la falta de ellas. El vacío que vio las últimas ocasiones en el lugar en el que se encontraban sus magníficas alas le produce una sensación rara. No sabe si alegrarse del mal ajeno o entristecerse por la pérdida que el bicho ha sufrido.

Al final se duerme.

La última parte del camino pasa desapercibida para ella. Todas las curvas, un par de ascensos y de descensos, tres ciudades grandes que quedan a un lado y también varios cambios de carretera. Todo se pierde para Nina mientras su cabeza se mece de uno a otro lado acompañando cada revuelta del camino. Solo se decide a abrir poco a poco los ojos cuando el coche afronta las últimas estibaciones de la montaña en la que se encuentra su destino final. A pesar de estar despierta es poca la información que percibe durante el tránsito: rocas, árboles, desfiladeros y nieve. Muy de vez en cuando la entrada a una finca o alguna señal de tráfico.

Rodrigo conduce taciturno y visiblemente cansado, pasándose a cada rato la mano por la cara o por el cabello En alguna ocasión, mirándole de soslayo, Nina cree distinguir en sus ojos la intención de cerrarse para dejarse llevar por el sueño. Solo un amago.

La carretera abandona ante sus ojos el color oscuro característico del asfalto para mutar bruscamente hacia el marrón claro de la tierra mojada. Las curvas, los baches y los desniveles hacen que la ruta que han traído hasta aquí parezca, de repente, una autopista de peaje. Cinco minutos más y llegan a una verja:

—Ya está —le informa Rodrigo antes de bajarse para abrirla.

—Sí que está esto perdido de la mano de Dios.

Después de retirar la cadena que asegura la puerta de entrada Rodrigo vuelve a ponerse a los mandos del coche para conducir a Nina hasta la última etapa de su viaje.

Ante ellos una casa en medio de las montañas, con una piscina helada junto a ella y una enorme parcela llena de árboles alrededor.

—Bienvenida a casa, Martina.

 

 

 

45

 

El sanatorio es enorme sin Nina. Las distancias han aumentado hasta el infinito desde que su amiga no está. Apenas han pasado unos días pero Boris no deja de tener la sensación de que fue hace mil años cuando se encontró con ella justo antes de ir a consulta, cuando la llevó hasta el despacho de la doctora Tubau. Recuerda con añoranza lo importante que se había vuelto para él, sin ni siquiera llegar a ser consciente de ello, abrir los ojos cada mañana con la incierta misión de conocer a Nina, de presentarse ante ella para intentar ayudarla a que su cerebro echase a andar. Ahora se encuentra con que un vaso de leche con galletas, un festín de ansiolíticos y la deficiente conversación que le proporcionan sus compañeros no son, ni de lejos, motivos suficientes para hacerle sentir que su vida está encauzada y rumbo a un puerto mejor. No, si a todo esto no va unida la compañía de su amiga. Se ha quedado solo, está solo y, lo que es peor y le hace mucho más daño, se siente solo.

A media mañana va a buscar a la doctora Tubau. Tiene la necesidad de refrescar su memoria, de atar algún cabo, de hablar con alguien de lo que le pasa, al menos de una parte. Y, sabiendo que su doctor habitual no está para estos menesteres, decide que la mujer pequeña y reservada que trataba a Nina desde su llegada al sanatorio es su mejor opción.

La doctora está sola y no tiene problema en charlar con él. La conversación no se desarrolla en términos médico-paciente, más bien parecen dos conocidos charlado tranquilamente sobre cosas que tienen en común. Ella sabe que Boris siempre ha tenido debilidad por su extraña paciente y rápidamente percibe que, a raíz de su desaparición, le ha quedado una sensación de pérdida y abandono que no parece ser capaz de llenar. La mujer también es consciente de que la Guardia Civil ha estado hablando con él y piensa que, en una charla amigable y distendida, podría obtener algún dato que el agente con el que estuvo hablando pudiera haber pasado por alto. Trata de hacer que la conversación gire en torno a la noche en que Nina desapareció pero Boris no hace más que darle vueltas una y otra vez a la ansiedad que le produce su pérdida y a lo mal que lo está pasando desde que ella no está. Tiende a centralizar todo lo sucedido en él, a reforzar, con cada razonamiento y cada palabra, la sensación de zozobra que se ha apoderado de su vida desde que Nina no está.

Boris, por su parte, también espera sacar partido de este encuentro. La doctora ha tratado a Nina desde que llegó y está más que seguro de que podría proporcionarle información valiosa acerca de ella. Pero no solo en lo referente a su enfermedad sino en todo lo que tenga que ver con su pasado, con su vida anterior, con su familia o con los motivos que hicieron que acabara en La Quinta de la Montaña. Cualquier cosa que pudiera ayudarle a encontrarla. Si Boris tiene claro algo es que no piensa quedarse sentado esperando acontecimientos. Ha tomado la decisión de encomendar sus fuerzas y su tiempo a dar con ella y esta conversación está dentro del plan que empezó a fraguarse en su cabeza en el preciso instante en que vio a Nina desaparecer ante sus ojos.

De este modo la situación deriva de uno a otro punto sin que ni él ni ella sean capaces de terminar de arrimar el ascua a su sardina. Tantos deseos tiene él de no revelar nada que pueda dañar a su amiga como ella de mantener el secreto profesional ante la posibilidad de revelarle a un paciente información confidencial sobre otro.

—¿Qué le pasa a Nina? ¿Por qué estaba aquí?

—Boris, ya lo sabes. Tú la has estado viendo todos los días. Igual que yo.

—Doctora, por favor, ella no está bien y quiero ayudarla. Estoy seguro de que usted podría contarme cosas, guiarme. Tenemos que ayudarla. Estoy seguro de que usted tiene informes, datos… Seguro que usted puede…

La mujer se levanta entonces y se dirige a él mientras reordena los papeles de su mesa:

—Boris, por ahí no vas a ningún sitio. La Guardia Civil está detrás de todo esto. Hazme caso, procura estar tranquilo y concéntrate en ponerte bien. Ese es el mejor regalo que le puedes hacer a Nina: cuidar de ti mismo para que, si os volvéis a encontrar, ella se alegre de ver que estás bien.

—Doctora, por favor.

—Escúchame un momento, Boris, solo una última cosa —Boris guarda silencio y la mira—. Nina va a recuperar la memoria, que no te quepa ninguna duda de eso. Además, y esto es lo más importante, no creo que tarde mucho en hacerlo. De hecho, es posible que ya esté experimentando alguna mejoría. Haber salido de aquí, sin duda, va a ser bueno para su enfermedad. No sé si será bueno para el resto de facetas de su vida pero cambiar de aires es lo mejor que le puede pasar a su memoria. Recuperar estímulos, vivir situaciones diferentes, encontrarse con gente nueva… todo eso es muy recomendable para ella. Espero que el resto de cosas que esté haciendo sean tan positivas para ella como el hecho de cambiar de aires.

—Y, si eso es tan positivo, ¿por qué la tenían aquí encerrada?

—Te he dicho que solo tenía una cosa que decirte Boris. No hagas esto más difícil. Yo también tengo la sensación de que tú podrías contarme algo más y no lo haces, así que no seas injusto.

—Entre los dos podemos ayudar. Podemos sumar.

—Mira, no sé tú, yo no pienso contarte nada más.

La doctora da por terminada la conversación e invita a Boris, con gestos mitad amables y mitad enérgicos, a que abandone la sala.

Él se marcha contrariado, serio, enfadado. No entiende tanto secretismo, no entiende tanto mutismo y, sobre todo, no entiende tanta pasividad. Parece que lo único que se puede hacer ahora para encontrar a su amiga es someterle a él a un interrogatorio y hacer crecer las sospechas sobre su papel en esta historia.

Él sabe que hay motivos para sospechar pero la Guardia Civil y la doctora no. Por lo menos de momento.

En el salón principal se encuentra con Juanín, que deambula de un lado a otro con los pantalones medio caídos y una camiseta de La Unión en la que se ve una luna llena amarilla: Lobo hombre en París.

—Hola, Boris. La luna llena está en París —canturrea mientras da vueltas alrededor de él— y ha transformado en lobo a Nina…

—Juanín, a ver cuándo espabilas. Llevas toda la vida cantando tres canciones de mierda. Tres. Y procura dejar a Nina tranquila, anda.

De repente Juanín se da la vuelta y se abalanza sobre él:

—¿Tú estás tonto? —grita mientras le agarra por el cuello y le empuja—. ¿Eh? ¿Eh? ¿Estás tonto? ¡Ni se te ocurra meterte con mis grupos favoritos, chaval!

—¡Juanín! —dice Boris con la voz entrecortada mientras retrocede. A pesar de la poca envergadura del agresor el factor sorpresa ha hecho que Boris sea incapaz de plantear batalla.

Para cuando aparece un enfermero en escena, Juanín está subido a horcajadas sobre Boris, que he terminado cayendo atropelladamente sobre uno de los sofás, golpeándole en el pecho y en los brazos.

—¡No te metas con mis grupos favoritos! —continúa gritando.

Una segunda enfermera llega y trata de calmar al hombre mientras lo saca de encima del regazo de Boris. Cuando están a punto de salir del salón Boris llama su atención gritando su nombre:

—¡Juanín! —La enfermera se detiene dejándole darse la vuelta para atender a la llamada.

—¿Qué pasa?

—A ver —le dice Boris mientras se levanta y se recoloca la ropa—, cántame otra canción de La Unión. —Y sonríe.

Durante unos segundos Juanín permanece en silencio, mirando a Boris, intentando encontrar en su memoria el estribillo de otro tema de su adorado grupo. Al final, vuelve a gritar:

—¡Que no te metas con mis grupos! ¡Que no te metas conmigo!

La enfermera se interpone de nuevo entre él y el camino de vuelta hasta Boris y, a duras penas, consigue sacarlo de la estancia:

—Vamos, Juanín, vale ya. Vamos, haz el favor. Vamos.

El enfermero que ha quedado a cargo de Boris le reprende por soliviantar a Juanín.

—Ha empezado él. —Se defiende.

A pesar de la excusa, el enfermero insiste en hacerle responsable del pequeño tumulto que se acaba de formar.

—Él es el que ha empezado y el que estaba sentado encima de mí dándome manotazos, ¿no?

—Lo sé Boris pero tú deberías ser un poco más…

—Joder, vaya día llevo. ¿Sabes lo que te digo? Que os vayáis todos a tomar por culo. El enano este y tú y todo este puto sanatorio. Os podéis ir a tomar por donde amargan los pepinos porque, en lo que a mí respecta…

Diez minutos después Boris está en su habitación, con cinco miligramos de Diazepam abriéndose paso desde la aguja que se los ha inyectado en el brazo hacia el resto de su anatomía.

 

 

 

46

 

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