Nina

Nina


PORTADA

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Para cuando quiere abrir los ojos ya es de noche. Todo ha pasado muy deprisa. En realidad ha sido solo un abrir y cerrar de ojos. Cuando una droga tan potente irrumpe en un organismo no hay mucho que se pueda hacer, salvo ceder ante sus irresistibles encantos y esperar que el viaje no sea accidentado.

Lo primero que hace Boris es comprobar que sus manos y sus pies están libres.

Así es.

Ha tenido suerte. Entiende que su fama no es de tipo violento e indomable. Lo normal, después de un episodio de rabia descontrolada y de una dosis de sedante en vena, es acabar con unas ataduras alrededor de las cuatro extremidades. Para completar el pack. Se alegra de que, en su caso, hayan obviado esta última parte del procedimiento.

Apenas se oyen ruidos y es incapaz de percibir actividad alguna. Tiene la sensación de que está en mitad de la madrugada. Su reloj de pulsera se lo confirma al enseñarle las 03:45. Boris se siente despierto y, teniendo en cuenta las circunstancias, bastante espabilado. Rápidamente viene a verle la imagen de Nina, haciendo que se le apriete un doloroso nudo en el estómago. Le sigue persiguiendo la inquietante sensación de tener algo que hacer, de haber dejado una tarea importante a medias. En adelante, se promete a sí mismo ser más discreto y taimado. Nadie va a regalarle nada, nadie va a ayudarle y nadie a su alrededor parece dispuesto a tenderle una mano. Está solo. Se siente solo. Cada hora que ha pasado desde que su amiga desapareció no ha hecho más que hacerle notar que su ansiedad crece y crece hasta apoderarse de todo su ser.

Se alegra de haber despertado a estas horas. Se siente activo, creativo y con ganas de encontrar respuestas.

Se levanta y se viste.

Lo bueno de haber dormido drogado es que se está fresco y descansado. Esta vez no encuentra ni rastro de resaca.

El pasillo está vacío. Las escaleras también.

A pasear.

Cuando llega a la habitación de Nina, encuentra la puerta entreabierta.

Por el momento la institución ha tenido a bien no adjudicarle la habitación de su amiga a ningún otro interno, le han concedido a Nina una especie de periodo de gracia, un pequeño luto forzoso en espera de que reaparezca para ocupar su lugar.

Dentro, a la tenue luz de la lámpara de la mesilla, Boris descubre que la cama está hecha y que todo aparece en orden y perfectamente colocado. Incluido el armario y el cuarto de baño. No sabe con seguridad por qué ha venido hasta aquí. Siente la ineludible necesidad de compartir algo con Nina, aunque solo sea el espacio que, con su atropellada partida, ha dejado vacío. La habitación huele bien, huele como ella y la ropa del armario le hace tener la sensación de que su amiga está con él, cerca, casi tocándole. Abre los cajones de la mesilla y mira detrás de cada mueble, después se agacha bajo la cama y levanta el colchón para inspeccionar el somier. Revisa el quicio de la ventana y el de la puerta y mete la mano entre todas y cada una de las prendas que permanecen perfectamente dobladas y clasificadas dentro del armario.

No sabe qué está buscando pero sabe que tiene que buscar.

Empuja la cama hacia afuera para poder deslizarse entre ella y la pared, por si su objetivo estuviera ahí. Cuando se apoya sobre el frío yeso para poder hacer fuerza nota en la palma de su mano los bordes de la grieta que transcurre casi desde el suelo hasta el techo y que, en toda su parte central, está tapada por el enorme crucifijo que preside la estancia. Es una grieta enorme y casi peligrosa por su envergadura y su recorrido. Boris mueve ligeramente la base del crucifijo para observarla mejor y entonces llega el descubrimiento: dentro de la grieta, protegido y oculto por la madera de la cruz, ha encontrado algo. Cuando se acerca para mirar ve la punta de unos lapiceros y los colores diversos de varios trozos de papel.

—¡Bingo! —exclama gritando en voz baja.

Después de sacar todo el contenido se sienta en la cama, cerca de la luz de la mesilla y comienza a examinar las anotaciones.

Medicación sí, medicación no, doctores, tratamiento, mentiras, verdades a medias, hastío, zozobra, sufrimiento...

Su nombre aparece varias veces en los papeles. De hecho cree que es el único nombre propio que ha leído. Su amiga también parece sentir cierta debilidad por él, a pesar de que sus experiencias en común se reducen a un solo día, a pesar de que cada una de las notas que está leyendo está separada de las otras por el infranqueable abismo que para Nina supone una noche: El más absoluto de los olvidos. Aun así, Boris lee en los retazos que tiene ante sí que ella se ha fijado en él y que, siempre que han coincidido, han pasado un buen rato. El corazón está a punto de saltar de su pecho y salir corriendo por todos los pasillos de La Quinta de la Montaña.

Por lo que lee, Nina se lo pasó bien el día que robaron los flanes. Él también recuerda perfectamente el día de los flanes. Los robaron y los comieron escondidos del resto del mundo. El día más divertido que ha pasado desde que ingresó en este lugar.

Hay un papel que le desconcierta, que le descoloca y que le preocupa especialmente. En él habla de la constante e inolvidable presencia de un monstruo alado.

Parándose a pensar, Boris redescubre en sí mismo la sensación de haber estado compartiendo con alguien más buena parte de los momentos que ha pasado en compañía de Nina. Una pequeña certeza casi imperceptible que ha tenido muchas de las veces que ha estado con ella y a la que nunca ha querido dar importancia. De hecho, solo es capaz de atar ciertos hilos ahora que ha descubierto esta anotación. De cualquier manera el texto es corto, demasiado parco y breve, y no saca ninguna conclusión seria con tan poca información.

Lo que no puede hacer es evitar que su preocupación crezca exponencialmente.

Hay un puñado de cosas en todo este asunto que no termina de entender, demasiadas sombras, demasiadas frases incompletas cuando la gente habla de su amiga y demasiados gestos enigmáticos para los que solo ve dos posibles soluciones: que la doctora o la Guardia Civil le cuenten todo lo que saben o encontrar por sus propios medios a Nina, ayudarla a recordar y escuchar toda la verdad de sus propios labios.

No puede seguir más tiempo encerrado en el sanatorio sin saber qué suerte estará corriendo ella.

El día de mañana será el último que pase en este maldito lugar.

Justo cuando está terminando de colocar la cruz que oculta las notas que su amiga ha dejado atrás la puerta de la habitación se abre.

Boris se queda petrificado.

La luz del techo se enciende y un segundo después aparece una enfermera. Una del turno de noche a la que Boris apenas recuerda haber visto un par de veces.

Cuando la mujer, Irene, le pregunta el porqué de su visita y comienza a escenificar un amago de reprimenda, Boris se arrodilla junto a la cama y rompe a llorar. Al principio el llanto es la única triquiñuela que se le ocurre para desviar la atención del hecho de que está fuera de su habitación en mitad de la madrugada. Cuando apenas lleva un minuto llorando se da cuenta de que no le está costando ningún esfuerzo hacerlo y que, lejos de producirle sufrimiento, se siente reconfortado notando cómo las lágrimas salen de sus ojos, mojando sus mejillas y las palmas de sus manos. Irene ha dejado de regañarle y se ha acercado a él para tratar de consolarle. Entre sollozos, Boris le explica que no soporta la ausencia de Nina, que ha tenido que desaparecer de su vida para que se haya dado cuenta de lo importante que es para él. Lo que comienza como una burda representación de teatrillo de escuela se convierte en una confesión abierta y sincera. El hombro de la recién llegada se ha convertido en el bálsamo perfecto. Irene encuentra palabras de consuelo para él y no deja de acariciarle y acunarle durante los casi diez minutos en los que Boris abre su corazón y su cabeza delante la extraña para contarle todos sus miedos, sus inquietudes y sus planes. Todos menos el de salir de La Quinta al día siguiente.

—Por cierto, Irene, ¿cómo es que apenas te conozco? —pregunta Boris cuando empieza a reponerse.

—He trabajado poco aquí.

—¿Ah, sí?

—Sí, solo vengo de vez en cuando, cuando alguien del turno de noche se da de baja.

—Vaya, ¿hay alguien enfermo? Ya sabes, conozco a casi todos por aquí, hay muy buena gente. No me gustaría que a ninguno le sucediera nada.

—Isaac.

—¿Isaac? ¿Y qué le pasa? —A Boris le resulta difícil mantener la compostura.

—Pues no lo sé. Lleva unos días sin aparecer por aquí y, no sabemos nada de él.

—Vaya, qué extraño, ¿no?

—Pues sí, no es muy normal pero bueno, por lo que me han contado es un poco… ya sabes: rarito.

—Bueno, sí, algo he oído. No le conozco demasiado porque creo que siempre está de noche y casi siempre por esta parte del sanatorio.

—Bueno, Boris, siento mucho lo de tu amiga. No voy a decirle a nadie que te he encontrado aquí, ¿vale?

—Gracias, Irene. Pues menos mal que no ha venido Isaac.

Los dos ríen.

—Vamos, te acompaño a tu habitación.

 

 

 

47

 

La puerta de la casa chirria cuando Rodrigo consigue que la llave encaje en la cerradura y la haga girar. Al entrar, Nina tiene la sensación de que hace aún más frío que afuera.

—¿La luz?

—Voy —contesta Rodrigo mientras coge su maleta.

La entrada es grande y está prácticamente vacía: una silla, un enorme jarrón rojo en uno de los rincones y una bombilla colgando de un cable que sale del techo es toda lo que encuentran por comité de bienvenida.

Paredes de yeso sin pintar y suelos de terrazo. A la derecha una escalera que sube, de frente un pasillo y a la izquierda una estancia en penumbra.

—Esto necesita una buena reforma, ¿verdad?, lo siento. Si quieres darte una ducha, el baño está al fondo, después de la cocina, junto a esa pared que da al salón. Ahora te acerco algo de ropa.

—¿Y tu hija?

—Estará arriba, durmiendo. Mañana te la presentaré. Mañana te enseñaré la casa.

—Estoy hambrienta.

—Mientras te duchas prepararé algo.

—Joder, la casa está helada.

—Ya. Es que hace mucho frío.

Viendo que Nina le mira torciendo la vista y frunciendo el ceño, añade:

—Pero, arriba está la calefacción puesta. Imagínate lo que cuesta mantener esta casa caliente en invierno. Cuando estoy yo, enciendo la chimenea y se templa la planta baja pero ahora… En el baño tienes un calefactor y una toalla limpia.

De camino, pasan por la cocina, junto al salón. Todo está a oscuras y, según percibe Nina, medio vacío. Rodrigo va guiándola a la vez que va encendiendo bombillas. Todas cuelgan solitarias de algún cable, ni una sola lámpara, ni un solo plafón.

Mientras Nina se ducha, Rodrigo prepara un plato con galletas y un par de vasos de leche con cacao. En uno de ellos diluye el contenido de cuatro cápsulas que saca del bolsillo de su maleta.

Nina vuelve con el pelo mojado y cara de cansancio:

—Una buena ducha puede hacer milagros, de verdad.

—Ya lo creo. Siéntate, nos vendrá bien algo calentito para el cuerpo.

—A pesar de que me he dormido en el viaje estoy rota, muy cansada. Tengo mucho sueño.

—Tómate la leche, verás como te sienta bien.

Nina moja una galleta y después da un trago.

—Qué dulce está. Gracias.

—No hay de qué.

—Así que aquí es donde ha estado esperando tu hija a que vuelvas todos estos días, ¿verdad?

—Así es.

—Un poco vacía. Un poco desangelada —apunta Nina.

—Tuve que hacer un gran esfuerzo económico para conseguir esta casa. No me dio para reformas. De momento no nos queda más remedio que conformarnos con lo que tenemos. Verás como el jardín te encanta.

—¿Sí? —Nina sonríe y da otro sorbo de leche.

—Seguro. Te gustará pasear por él y tomar el sol mientras charlas con mi hija, ya lo verás. Tengo algunas flores preciosas.

—¿Es esta época del año?

—Claro. —Rodrigo se levanta y camina lentamente alrededor de la mesa—. Cuando me marché había unas cuantas, espero que me las hayan cuidado: margaritas, hortensias y pensamientos. —La cabeza de Nina cae como si los músculos del cuello le hubieran fallado repentinamente—. Tenía muchos pensamientos. Muchos. La mayoría de ellos para ti, Nina.

—No sé qué me pasa. Me duermo… —Nina golpea con la frente el borde del vaso, haciéndolo caer—. Ah. Lo siento, Rodrigo, no sé qué me está pasando. No puedo…

—Pensamientos, Nina, pensamientos. Todos los que he tenido últimamente han sido para ti. Todos para ti.

Nina cae de la silla y se desploma en el suelo.

—Tú has sido mi único pensamiento.

 

 

 

48

 

Por la mañana, Boris despierta fresco, otra vez. Sin restos de dolor de cabeza ni de ninguna otra de las pequeñas dolencias que suelen acompañarle. Se levanta antes de la hora habitual y se da una ducha. Después abre el armario, baja sus dos maletas de la parte superior y comienza a llenarlas con ropa y sus pocas pertenencias.

Su determinación le mantiene centrado y fresco, lejos de cualquier síntoma debilidad.

Cuando la doctora Tubau le ve aparecer intenta avisarle de que, en lo que a Nina respecta, no tiene nada más que hablar con él.

Boris la sorprende informándole de que el motivo de su visita es solicitar el alta voluntaria.

—Creo que aquí ya no tengo nada que hacer. Creo que esta institución ha hecho por mí todo lo que podía y creo que he recibido toda la ayuda que necesitaba para volver al mundo real, ahí afuera.

—Boris, sabes que un alta así requiere unos trámites.

—Doctora, estoy mucho mejor. Mi familia está esperándome y seguro que se pondrán muy contentos si se enteran de que soy yo el que quiere salir.

—Estoy segura, Boris, pero ya sabes que...

—Tengo las maletas hechas, no creo que haga falta mucho más.

—¿Cómo?

—Lo que oye. Tengo el equipaje preparado para partir. —Sonríe Boris.

En los diez minutos siguientes la doctora trata de hacer que Boris reconsidere su postura o que, al menos, intente tomársela con más calma. Después de todo el tiempo que ha pasado aquí no cree que, de repente, sea necesario marcharse corriendo, sin más.

Boris, por su parte, está completamente convencido de que lo único que tiene apuntado hoy en su agenda es salir por la puerta de La Quinta de la Montaña.

—Vamos a hacer una cosa: voy a decírselo a la directora y luego hablamos contigo, ¿vale? ¿Por qué no vas a la sala grande y te sientas un rato o sales al jardín a dar un paseo?

—No tarde, por favor, doctora.

Boris sube de nuevo a la habitación y coge su equipaje, después baja con él las escaleras y se sienta en uno de los sofás que hay en medio de la sala, uno que queda frente a la chimenea apagada. Deja las maletas a su lado y dedica todas sus fuerzas a esperar, inmóvil, con la mirada fija en la pared.

Casi una hora después de su breve encuentro con la doctora sigue mirando a la pared, con los codos apoyados en los reposabrazos del sofá. Hace ya rato que se plantea todo tipo de cosas. Su cerebro está más que acostumbrado a evitar la firmeza y la determinación por lo que la espera y la incertidumbre hacen que comiencen a aparecer en él todo tipo pegas. Decenas de pequeños obstáculos amenazan con interponerse entre él y su objetivo, haciendo flaquear su voluntad, ya de por sí esquiva. Empieza a tener sueño y, lo que es peor, duda de si el camino que ha elegido para salir del sanatorio, el de la negociación y el consentimiento, será el más rápido y sencillo. Su cerebro baraja posibilidades, todo tipo de acciones. Piensa que si la vía fácil y negociada falla, debería tener sopesadas otras alternativas. La seguridad en este sitio, de día, se relaja bastante y el lugar no es ninguna cárcel. No se permite a los internos salir sin permiso pero tampoco hay torres de vigilancia con francotiradores apostados en ellas ni sabuesos ansiosos esperando una presa a la que perseguir.

Aun así, es cierto que hay una puerta para salir del edificio y una verja, con una caseta al lado y un guardia dentro de ella, que se tiene que abrir para poder abandonar el recinto. La verja que Nina y el doctor se llevaron por delante en su huida.

Una nueva manera de salir del sanatorio está empezando a rondar la cabeza de Boris cuando alguien le toca el brazo y le saca de su pequeño trance.

—¿Se puede saber de qué te ríes? —Rita, la encargada del botiquín, le mira sonriente.

—¿Eh? —Le cuesta unos segundos salir del letargo e identificar a su interlocutor—. ¿Qué haces tú aquí? ¿No deberías estar en tu botiquín? —Bien lo sabe él.

—Eso mismo pienso yo. Díselo a mi jefa, que se empeña en que haga de todo. —Rita se inclina y se acerca al oído de Boris—. Entre tú y yo. Estoy hasta el moño de esta crisis.

—Ya.

—Toma, acaba de llegar esto para ti.

Rita le entrega el papel que trae en la mano derecha: Una carta.

Boris reconoce inmediatamente la letra de Nina. En adelante no vuelve a prestar atención a la enfermera. No sería capaz de decir en qué momento se ha marchado ni cuáles han sido sus palabras de despedida.

 

 

 

49

 

«Querido Boris:

Estoy bien, no te preocupes por mí. Te echo de menos. La situación allí adentro se ha complicado demasiado y creo que marcharme es lo mejor que he podido hacer.

Rodrigo dice que va a ayudarme, no sé si será verdad o no, por intentarlo no pierdo nada. Es un hombre que me produce sensaciones contradictorias. Por un lado siento que estoy a salvo con él porque me transmite confianza pero por otro lado creo que me oculta algo.

De todas formas, con esta cabeza que tengo, ¿de qué puedo fiarme? Ni mis presentimientos son seguros ni mi memoria me ayuda a confiar en ellos.

Creo que estoy mejorando. A ti no te he olvidado y eso es muy buena señal, me alegro mucho de no haberte olvidado. Muchas gracias por haberme ayudado, de verdad, te estoy muy agradecida.

Rodrigo dice que vamos a su casa, con su hija, me ha contado que la niña tiene el mismo problema que yo, que por eso está tan interesado en estudiarme. Quiere que estemos las dos juntas para poder ayudarnos a ambas.

Las cosas que hace uno por la familia.

Te echo de menos, de verdad, me encantaría volver a verte. Recuerdo nuestros últimos días pero no me acuerdo de todo lo demás, creo que poco a poco, todo eso se irá iluminando para mí. Me gustaría tener oportunidad de conocerte, de conocerte con calma.

Me alegro de estar fuera de ese sitio y espero que tú puedas salir pronto.

Una última cosa, Boris, ven a buscarme, ven cuando puedas, ven cuando quieras. Rodrigo me ha contado que vamos a una casa que tiene cerca de Jaca, en medio de la montaña. En cuanto pueda, te llamo y hablamos. Ahora no voy a contarle nada sobre ti porque está bastante nervioso y no quiero causarle más problemas de los que ya le he causado.

Te dejo ya, Boris, que volverá en cualquier momento.

Te espero.

Siempre tuya:

Martina Cruz.

Nina».

 

 

 

50

 

Boris termina de leer la carta con lágrimas en los ojos.

—Claro que voy, Nina, claro que voy a buscarte —masculla mientras se enjuga las lágrimas.

Cuando se levanta para guardarse la carta en el bolsillo ve a la doctora Tubau que viene caminando hacia él.

Le cuenta que ha hablado con la directora y que han decidido aceptar su solicitud de alta voluntaria:

—Que conste que esta es una decisión de todo el equipo médico, Boris. Hemos hecho un par de llamadas y estamos de acuerdo en los aspectos importantes. Creo firmemente dos cosas, Boris: Una es que estás preparado para desenvolverte en una vida normal y otra es que no deberías dejar que nada de lo que tenga que ver con Nina te influya. Es decir, si tu intención es salir de aquí para ir a buscarla o para ponerte en contacto con ella es muy probable que te deneguemos el alta.

—Yo…

—Voy a ser franca y directa, ya que tú has sido el que ha acudido a mí: ¿quieres salir de aquí para ir a buscar a Nina?

Hay unos segundos de silencio que hacen que las palabras de la pequeña mujer permanezcan flotando entre los dos.

—No —contesta finalmente.

—Bueno, Boris, no sé si me convences y no sé si nos equivocamos contigo. La verdad es que tu historial, hasta ayer, era intachable. Mira, de todas formas, hemos puesto en marcha los trámites necesarios para tu alta, lo más posible es que en un par de días estés fuera. Ya sabes, hay unas cuantas cosas que arreglar para que todo esté en orden. Así tendrás tiempo de avisar a tu familia para que vayan preparando tu vuelta. —Sonríe mientras le pone la mano sobre el antebrazo—. ¿No crees?

—¿Un par de días? —El gesto de Boris es de inequívoca contrariedad, a pesar de que trata de disfrazarlo con una sonrisa superficial.

—Tres o cuatro como mucho. No es un alta programada y esto lleva su tiempo. Ya sabes cómo son estas cosas.

Boris permanece en silencio mientras mira sus maletas con la cabeza gacha. En este momento no está seguro de que esto que acaba de oír pueda suponer una contrariedad. De hecho tiene la sensación de que, en lugar de eso, es un acicate. Se acabó mirar a la chimenea y encontrar obstáculos para sus intenciones. Aquí tiene el obstáculo que andaba buscando, el definitivo: tres o cuatro días para poder empezar la búsqueda.

Muy despacio agarra sus dos maletas y, después de agradecer a la doctora sus gestiones y disculparse por las molestias que le haya podido ocasionar, se encamina de vuelta a su habitación. Cuando llega arriba vuelve a sacar todo lo que había guardado y lo coloca de nuevo donde estaba. Acto seguido coge una mochila y mete dentro una muda y un par de deportivas.

Después abre la ventana y se asoma a ella para disfrutar de la vista. Al fondo las montañas, en segundo plano la arboleda que rodea al sanatorio y abajo, más cerca, el aparcamiento por el que vio pasar corriendo a Nina la noche que se marchó.

Y ahí se queda, disfrutando de la vista.

A la hora de comer se separa de la ventana y va al baño. Cuando sale vuelve a apostarse en ella para continuar contemplando el panorama. No baja al comedor.

Sobre las cinco de la tarde, un rato después de que el sol se haya ocultado tras los riscos del fondo, Boris ve salir al doctor Burgos con el casco para montar en moto en la mano, el primer médico que le trató cuando ingresó en La Quinta de la Montaña. Carmelo Burgos es un hombre corpulento. En opinión de Boris está pasado de kilos y entrado en años, muy probablemente ronde los cincuenta o cincuenta y cinco. A pesar de estos potenciales impedimentos, y desde que Boris le conoce, siempre acude en moto al sanatorio.

Entonces se da la vuelta y, agarrando la mochila, sale de la habitación corriendo tan rápido como sus piernas le permiten.

 

 

 

51

 

Rodrigo deja a Nina tendida en el suelo y sale de la cocina. Justo al lado de la puerta, en un pequeño pasillo que comunica con el salón hay un mueble de unos dos metros de altura: un paragüero en la parte de abajo, una repisa en el centro y un espejo en lo que resta hasta la parte superior, donde tiene un par de bombillas y una percha a cada lado. Sin apenas esfuerzo lo empuja y lo aparta, dejando a la vista una puerta, bajita, como mucho un metro y medio de altura. De la trasera del mueble saca una llave que estaba guardada en un pequeño compartimento oculto y la utiliza para abrirla.

La puerta es gruesa, parecida a las de las cajas fuertes, y está recubierta de porexpan negro en toda la cara interior. A la derecha hay un cable del que cuelga un interruptor. Cuando Rodrigo lo pulsa una luz mortecina ilumina unas escaleras de madera con peldaños cortos y muy empinados. Veinte escalones en total hasta llegar abajo. No hay barandilla, ni protección alguna, la construcción es burda y defectuosa, desequilibrada e incluso peligrosa. Abajo hay una especie de lecho a medio camino entre el cemento y la arena. Hay otro interruptor al final de la escalera que enciende tres bombillas que arrojan otros tantos tenues haces de luz.

La estancia es una especie de galería irregular excavada en la tierra, desnuda, sin rematar, con palancas y contrafuertes cada dos metros. Todo el techo cubierto de vigas de madera apuntaladas hasta el suelo.

Al fondo hay una jaula. Tiene unos tres metros de ancho, por cuatro de largo y dos y medio de alto. Dentro hay una cama, una mesa y una silla. Una de las tres bombillas que ilumina la galería cuelga justo en medio de la jaula.

Frente a la jaula, otra silla.

—Bueno, es la hora.

Cuando entra de nuevo en la cocina Nina está girando sobre sí misma en el suelo, tan incapaz de levantarse como de perder la consciencia. Gimotea y levanta los brazos en un intento fallido de agarrarse a la silla o de pedir ayuda a su anfitrión.

Cuando Rodrigo se agacha para levantarla ella balbucea en su oído:

—Víc… tor…

—¡Vaya, Nina! ¡Qué mala suerte la tuya! Te has dado cuenta diez minutos tarde. Pero, al final, lo has conseguido tú solita. —Sin parar de hablar le pasa un brazo alrededor de la cintura y la ayuda a levantarse—. Como una niña grande. Sí señor, muy bien. Claro que sí, muy bien.

—Víc… tor...

—Sí, Nina, eso es. Mira, nos va a venir bien que no te hayas desmayado. Así va a ser más fácil llevarte a tu habitación.

—Víctor…

—¡Eso es! ¡Víctor, eso es! Sí que te ha costado trabajo.

—Hermano…

—Qué injusta es la vida, hermana, ¿verdad? Qué injusta.

»Tú no podías recordarme y yo era incapaz de olvidarte.

 

 

 

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