Nina

Nina


PORTADA

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La estancia a la que da acceso la puerta que acaba de abrir está también anegada. Más agua y más lodo. Es oscura, solo tenuemente iluminada por el hilillo de luz que se cuela por entre la espesura marrón del cortinaje que cuelga delante del único ventanal disponible. Hay un pequeño mar de treinta centímetros de profundidad contenido entre las cuatro amarillentas paredes que la delimitan.

Nina siente cómo cada paso se convierte en una batalla y cada metro que avanza en una importante victoria.

Al fondo de la habitación hay otra puerta, esta entreabierta, y es más alta incluso que la que acaba de abrir. Al otro lado suena música y un haz de luz sale de ella resaltando la superficie del agua de la zona que tiene delante. La música es tranquila y lenta y la melodía melancólica. Le cuesta avanzar, ganar cada metro, hacer que un pie siga al otro. Pero su curiosidad necesita saber qué tipo de fiesta se está celebrando tras la segunda puerta. Cuando consigue llegar hasta ella tiene que tirar con todas sus fuerzas para hacer que se abra. Los goznes no chillan y el recorrido parece franco pero la condenada se niega a moverse, como si el fango que hay en el suelo se hubiera convertido en hormigón alrededor de la madera.

Cuando consigue entrar ve un arpa, un chelo, dos sillas, una gran lámpara de cristal con forma de araña y dos ventanales enormes con cristaleras cuadradas, separadas por estrechos junquillos de madera. Hay una alfombra de tonos ocres, anaranjados y amarillentos que ocupa el noventa por ciento del suelo de la habitación.

Ni una sola gota de agua o de lodo.

Tocando el chelo, como escondido tras él, frotando suavemente el arco contra sus cuerdas, está su visitante siniestro, su demonio particular. Y abrazando el arpa, tirando de las notas como si las escrutara con sus largas y asquerosas uñas, el mismo monstruo.

Nina se lleva las manos a la boca para reprimir un grito.

—¿Te gusta la canción? —Ella no encuentra las fuerzas necesarias para responder—. Es la nana que tu madre te cantaba para dormir, cuando eras un bebé.

Nina mira a través de las cristaleras y ve que Boris está al otro lado, acercándose, haciendo visera con sus manos, como si no fuera capaz de ver lo que hay adentro.

Cuando vuelve su mirada al interior de la habitación, el chelo y el arpa han desaparecido y, en su lugar, ha florecido un enorme piano de cola, lacado en rojo, con la intensidad del carmín. Al teclado, el demonio continúa interpretando la misma melodía.

—¿Verdad que es preciosa?

Nina se acerca hasta él para ver cómo sus fibrosos dedos revolotean sobre las teclas solo para darse cuenta que, donde ella pensaba que había teclas, no hay nada, solo una superficie plana, llena de fotografías desparramadas por doquier.

—Míralas, Nina, míralas.

Se inclina para tratar de enfocar su vista sobre las imágenes que tiene delante: Ve una niña muy pequeña, casi un bebé, con un pijama y un chupete rojo en la boca. Una niña tumbada en el suelo, dormida. Una niña vestida de blanco, tendida en una enorme cama. Ve también a una mujer mayor con un camisón blanco y un hombre con un traje blanco, sentados con la cabeza gacha en sendos sofás de orejas, con una lámpara entre ellos que baña la imagen con una extraña luz roja. Además tiene la sensación de que hay más gente. Mucha otra gente que la mira en silencio.

Y ve fuego. Todas las imágenes que contempla terminan incendiándose delante de sus ojos. Todo pasto de las llamas.

Nina está sobrecogida, aterrada. Levanta ligeramente la mirada para darse cuenta de que, junto a ella, sentada a lo que ella pensaba que era el teclado del piano, está Boris, mirándola cariñosamente. Al otro lado del ventanal está el demonio y le hace gestos obscenos, llevándose las manos a la entrepierna y ejecutando una especie de baile pretendidamente ofensivo y burlón.

—No le hagas caso, Nina, es un desgraciado. Mírame a mí.

La voz que le habla es la de Boris pero, cuando vuelve la vista para mirarle, descubre que quien está delante de ella no es él, sino la niña que acaba de ver en todas las fotografías, sentada en una sillita, mirándola. Nina se asusta. Se sobresalta al encontrarse con que el rostro apagado y blanquecino de la pequeña se vuelve, lentamente, borroso y marchito, delante de sus ojos. La sensación de cercanía y la sorpresa por no encontrarse con el esperado Boris le producen un veloz escalofrío que recorre su columna vertebral desde la base hasta la nuca, haciéndola estremecerse como si hubiera sufrido una repentina descarga eléctrica.

Entonces da dos pasos hacia atrás para alejarse de su angelical visión. El vestido de la niña que la mira se ha vuelto ahora gris.

La cría llora mientras levanta las manos hacia ella.

Aterrorizada, se da la vuelta y corre hasta la puerta de la habitación. Siente que tiene que salir tan rápido como le sea posible. Al pasar junto al ventanal, vuelve a ver al demonio. Esta vez sus movimientos son más tranquilos y, en modo alguno, ofensivos. Descubre, inmediatamente, que está bailando al ritmo de alguna música que solo él parece estar escuchando. Entonces se da la vuelta, con una mano en alto, separada de su cuerpo a la altura de los hombros, y solo cuando el bicho termina de ejecutar su acompasado giro, Nina descubre que su pareja de baile es la niña de la que trata de huir. Intentando no dejar de avanzar vuelve la mirada hacia el piano que acaba de dejar atrás para descubrir a Boris, con el rostro suplicante y los brazos extendidos hacia ella, intentando que deponga su huidiza actitud:

—Ven, Nina. Ven conmigo. Yo te sacaré de aquí.

En un principio le había parecido que la puerta estaba a no más de quince o veinte pasos. Ahora descubre, horrorizada, que está al final de un estrecho y oscuro pasillo, con papel pintado en las paredes, estampado de flores en blanco y negro y con el suelo de terrazo multicolor. Apretando el paso, sin intención alguna de mirar atrás, se adentra en el pasillo en pos de la ansiada puerta entreabierta que lo concluye. Trata de centrar toda su atención en la brillante tira de luz que se cuela por la rendija y que le señala que su destino está franco.

Siente que sus pasos son cortos, mucho más de lo habitual. Y lentos, mucho más lentos y costosos de lo que deberían ser.

No puede evitar mirar atrás para descubrir que, los tres secundarios que la acompañaban en la escena que acaba de abandonar, están al principio del pasillo, contemplando su avance, en silencio, sin interferir para nada pero transmitiéndole una desagradable sensación de desasosiego. Junto a ellos, la doctora Tubau, la señora con nombre extraño que fundó el sanatorio y la fumadora violenta que le tiró el cigarrillo. Todos observándola. Cuando centra de nuevo la vista en su avance se da cuenta de que la puerta está a menos de un metro de ella. Solo tiene tiempo de levantar las manos para empujarla y tratar así de evitar golpease de bruces contra la madera de la que está hecha.

Al otro lado hay luz, mucha luz.

La suficiente como para hacer que se despierte.

Alguien acaba de descorrer las cortinas que ocultaban la ventana que hay junto a la silla de ruedas que hace un tiempo, Nina no tiene ni idea de cuánto, ocupaba su desagradable visitante alado.

Desde luego, tampoco sabe quién es la mujer que se mueve a su alrededor y que acaba de inundar su mundo de luz.

En realidad, no tiene ni idea de qué mundo es este que habita.

Otro día nuevo para Nina.

Completamente nuevo.

Vuelta a empezar.

 

 

 

11

 

Rodrigo Ortiz sube la escalinata que llega hasta la puerta principal del sanatorio con el maletín en una mano y la otra oculta en el bolsillo de su parka. Ha cargado con toda la determinación que ha sido capaz de reunir y ha dejado en el coche el resto del poco equipaje que traía. Va descontando escalones, poco a poco, con el cuello encogido, hundido hasta donde puede hacerlo dentro de la chaqueta, en parte para protegerse del frío y en parte consciente de que el cometido que transporta su cabeza pesa como si de un yunque se tratase.

La recepción está vacía, no debe sobrar personal. Suenan ruidos apagados en el pasillo, como de trajín y actividad, como si alguien, allá al fondo, estuviera conversando. Viendo que no aparece nadie ante quien presentarse, Rodrigo, maletín en ristre, avanza unos metros intentando centrar su atención en el rumor que ha percibido, hasta que llega a una puerta entreabierta por la que asoma cuidadosamente la cabeza. Ve a unas cuantas personas sentadas en sillas, en una especie de círculo imperfecto. Fuera del amago de reunión, un hombre, con una bata blanca, gesticula mientras se dirige a la concurrencia. Alguno parece muy interesado en lo que el doctor tiene que contarle, algún otro parece hipnotizado por las manchas del techo e, incluso, hay una mujer que se entretiene enrollando y desenrollando el cordón del zapato alrededor de su dedo índice una y otra vez. Cuando Rodrigo quiere terminar de entender las palabras del doctor, este repara en su presencia tras la puerta y, haciendo un alto en medio de su exposición, le hace un leve gesto con la mano para que cierre la puerta:

—Si es usted tan amable.

Por descontado que Rodrigo lo es. Justo cuando termina de cerrarla escucha una voz al otro lado del pasillo que parece reclamar su atención:

—¡Disculpe!

Al fondo, desde detrás del mostrador que hace unos instantes ha visto vacío, una voluminosa mujer le hace gestos con la mano. Se da la vuelta y se dirige hacia ella.

Se presenta como el doctor Rodrigo Ortiz y le explica a la recepcionista que ha venido para entrevistarse con la responsable del área de psiquiatría. Al parecer la doctora en cuestión se encuentra reunida y va a tener que esperar para hablar con ella. Al lado de la recepción hay una parte en la que el pasillo se ensancha para albergar dos enormes sillas de madera y un banco del mismo material que descansa contra la pared. Delante del banco, una mesita baja. Encima de la mesita una revista con todas las esquinas dobladas, un ejemplar de tres años atrás. Paredes desconchadas, azulejo sucio y bolas de pelusa por el suelo. Rodrigo se coloca el maletín en el regazo y deposita las manos sobre él.

A esperar.

 

 

 

12

 

Nina sabe que tiene la vejiga llena, a punto de reventar, y ese es el único motivo que le hace apartar a un lado las mantas y meter los pies en las frías zapatillas para ir al baño. Por el camino cruza unos asépticos buenos días con la enfermera que ha descorrido las cortinas, consiguiendo así que la luz la haya despertado. Mientras orina observa su rostro en el espejo que tiene enfrente y se sorprende a sí misma hablando en voz alta:

—Martina Cruz Blanco.

Sabe quién es, recuerda las palabras que componen su nombre y la forma de hacerlas resonar en el gélido ambiente del aseo pero se sorprende ante el timbre de su propia voz. Tiene la horrible sensación de no haberlo oído jamás.

—Martina. Cruz. Blanco.

Mientras habla mira atentamente en el espejo cómo sus labios bailan al ritmo que marcan las sílabas. Aún a pesar de comprobar que las palabras parten de su boca, no termina de asumir que la voz que las transporta sea la suya propia. Por segunda vez en su vida, y con pocos segundos de diferencia, ha vuelto a oír ese timbre de voz, ligeramente agudo y chillón.

—Pues voy a tener que acostumbrarme.

Y sonríe.

Después de su aseo personal se detiene de nuevo ante el espejo para cerciorarse de que la voz que suena es la suya:

—Un… dos… tres… Hola, Martina.

Definitivamente, no le gusta su voz.

De vuelta en la habitación la enfermera, que se presenta como Mileidy, le invita a que se siente a tomar el desayuno y la medicación que lo acompaña. Nina se acomoda y, antes siquiera de ponerle azúcar al café, coge las pastillas que lo acompañan y se las echa a la boca. A palo seco. Mientras Mileidy, plantada a un metro de ella, con las manos apoyadas en sus opulentas caderas, la mira negando levemente con la cabeza:

—Mírala. Sin agua ni nada.

Nina no tiene ganas de prestarle atención, no encuentra fuerzas para enviarle una réplica a la enfermera. Entonces nota una punzada de dolor en los músculos del cuello, justo al tensarlos para obligar a las pastillas a que se encaminen garganta abajo. Una especie de agujeta apagada, un malestar sordo, como lejano pero presente. En un instante todo su aplomo se desvanece y sus intentos de mantenerse entera se disuelven en medio del tropel de pensamientos que atraviesan su cabeza. Aprovechando que la enfermera ha dejado de mirar, se saca las pastillas de la boca y las guarda en el bolsillo del pantalón. Cree que necesita estar lúcida para analizar lo que se le está pasando por la cabeza. ¿Por qué demonios le duele el cuello como si tuviera una soga rodeándoselo? ¿Por qué tiene la inquietante sensación de que algo ha estado aprisionándola no hace demasiado tiempo?

Apartando bruscamente la mesa con las manos se levanta y vuelve al baño para intentar afinar un poco más sus sospechas. Plantada delante del espejo se pasa la yema de los dedos alrededor del cuello buscando alguna marca y el punto o puntos exactos en lo que se encuentra el daño. Vuelve a notar el dolor debajo de la barbilla y, examinando detenidamente la zona, llega a la conclusión de que está ligeramente lívida y amoratada.

En la habitación se dirige a la enfermera:

—¿Te dije ayer que me dolía el cuello?

—No —Mileidy apenas levanta la vista de lo que está haciendo para contestar a la pregunta. Desde luego la respuesta no tranquiliza a Nina.

Su cuello se resiente como si hubiera participado en algún tipo de pelea, como si hubiera tomado parte en alguna refriega nocturna, pero no tiene nada a lo que agarrarse para dar con el motivo del dolor.

De alguna manera, sin llegar a ser del todo consciente de ello, Nina sabe que le sucede algo, que hay algo en su cabeza que no marcha bien, que una conexión se ha aflojado haciendo que su flujo normal de datos se interrumpa en algún punto. No hay nada, no tiene ninguna prueba, nada que le permita comprobar si está en lo cierto. Solo sabe que hay algo en su interior que le dice que le sucede algo raro y que tiene que acostumbrarse a vivir con ello, en estas circunstancias tan endemoniadamente extrañas. Esa ligera pulsión consigue que mantenga la calma, le hace afrontar su despertar con empaque y aplomo y evita que se lance a los brazos de la enfermera para atosigarla con preguntas sobre la naturaleza de su mal, pidiéndole explicaciones y detalles sobre la situación en la que se encuentra.

Gracias a esta pequeña, aunque constante certeza, es capaz de levantarse por la mañana y no perder el juicio por completo.

Desde la ventana, las ramas de los árboles se balancean a merced del viento que sopla haciéndole tener la sensación de que la están saludando cortésmente, al ver cómo se asoma para mirarlas. Parece que hace mucho frío.

No sabría decir si más o menos que ayer.

Mileidy le informa de que tiene la mañana libre, que puede bajar al salón, ir a la biblioteca o salir a dar un paseo por el jardín.

—Preferiría quedarme aquí, en la habitación.

—No, señora, en la habitación no se puede quedar usted. Ya lo sabe. Bueno no lo sabe pero se lo digo yo. Las normas dicen que los internos de este ala, después de desayunar, tienen que dejar las habitaciones libres hasta una hora antes de comer.

—Pues vaya mierda. No me apetece bajar. No conozco a nadie.

—En realidad sí que los conoce señora, no sea usted retraída. Baje y siéntese en un sofá, verá como no tiene que esperar mucho a que se le acerque alguien.

—¿Tú crees que tengo ganas de que se me acerque alguien?

Por un instante Mileidy parece salir del trance en el que se encuentra y recorre la habitación con la mirada, buscando la de Nina. Entonces la observa y levanta las cejas como si fuera incapaz de entender lo que acaba de oír.

—Mire, usted puede hacer lo que le parezca, señora, pero aquí no se puede quedar —dicho esto vuelve a afanarse en sus cosas—. Casi la prefiero a usted cuando se levanta preguntona. Joder.

Nina hace como si no hubiera oído este último comentario y, cogiendo una chaqueta, sale de la habitación.

Decide caminar hasta las escaleras que hay al fondo del pasillo. Decide recorrerlas para ver adónde conducen. Decide que, aunque no le apetece demasiado salir de su confortable cueva, tiene que hacerlo con la mejor predisposición posible y, en ese mismo instante, también decide darle una oportunidad al día para comprobar qué puede conseguir a cambio. En su cabeza va construyendo, sobre la marcha, un archivo improvisado con todos los datos que es capaz de ir recogiendo a su paso por pasillos y escaleras. No tiene ninguna referencia con la que comparar lo que va almacenando y tiene la sensación de que este hecho hace más necesaria, si cabe, su minuciosa recopilación. Se propone analizar y recordar distribuciones, olores, colores, personas, gestos, sonidos… Todo a su paso es susceptible de ser recapitulado y analizado para, si fuera necesario más adelante, extraer alguna conclusión útil que le permita desenvolverse un poco mejor ante cualquier posible situación de necesidad. El dolor del cuello no desaparece y le hace fantasear con multitud de posibilidades acerca de su posible origen. Nota que está sobreexcitada y ligeramente angustiada.

Nada más llegar a la planta baja se le coloca delante un hombre y, con gesto sonriente, se interpone entre ella y el camino tenía pensado seguir. Durante un instante sus miradas se cruzan. Seria una, divertida la otra. Nina da un paso a un lado, intentando buscar un hueco por el que poder continuar. El hombre, lejos de hacerse a un lado, imita el movimiento de ella y, haciendo que el gesto sonriente mute sutilmente en uno burlón, continúa colocado delante de ella, como si se tratara de su reflejo en un espejo. Entonces levanta la mano y la coloca sobre el hombro de ella:

—Nina.

En el preciso instante en que los labios del hombre se abren para dejar salir las sílabas que conforman su nombre y su mano derecha aterriza sobre el hombro de ella, la rodilla de Nina se clava en su entrepierna. Justo a continuación, mientras la extremidad de Nina vuelve a su sitio y su cuerpo se recoloca en una posición normal, los labios del hombre pronuncian otra vez su nombre, aunque ahora el tono no se asemeja en nada al de hace unos segundos. Se ha vuelto áspero, silbante, agudo y con un volumen mucho más elevado. A continuación se dobla sobre sí mismo, encogiéndose repentinamente como un feto, hasta que termina por dejarse caer al suelo, justo a los pies de su agresora.

—Joder, Ninaaaa. —La última palabra se convierte en una letanía sostenida que termina mutando en un sonido profundo y gutural.

—Eso para que te vuelvas a poner en mi camino.

Mientras el extraño se retuerce de dolor, ella reemprende la marcha como si la pequeña interrupción que acaba de padecer no hubiera existido. Con paso firme atraviesa la sala, tratando de no desviar su atención de la puerta que hay al fondo. A pesar de que el ambiente es fresco ella nota cómo sus mejillas se colorean, víctimas del rubor que le produce la escena que acaba de protagonizar. A medida que camina es perfectamente capaz de notar cómo la mayor parte de los ojos que pueblan la estancia permanecen clavados en su figura, en sus movimientos. El rumor que ha percibido al llegar se ha convertido, después de su intervención, en un silencio solo quebrado ligeramente por el crujir de sus bambas al doblarse sobre el suelo y por el llanto apagado de uno de los internos, que ha decidido cubrirse la boca con el brazo al notar que el lugar acaba de quedarse en silencio. Repentinamente poseída por la ira, Nina grita a la vez que empuja violentamente la puerta que comunica con el exterior:

—¡Hatajo de tarados!

Uno de los bedeles del centro, agachado unos metros a la izquierda de ella, abandona por un instante sus quehaceres para encaminarse tras Nina, con paso raudo, decidido y aparentemente resuelto. Cuando llega hasta la puerta que acaba de atravesar la agarra por el pomo y tira de ella hacia adentro, hasta conseguir que encaje por completo en el marco que la delimita. Después se gira y mira unos instantes alrededor. Casi todos los presentes mantienen sus ojos posados en él, como si esperasen algún tipo de revelación.

—¡Venga! Cada uno a lo suyo. —Entonces repara en la figura que pesadamente intenta incorporarse después del rodillazo, mientras gime y maldice entre dientes—. Y echadle una mano a Boris, joder. ¿No veis que está hecho una mierda?

El bedel deja la puerta y se encamina al lugar en el que se encontraba antes para continuar con lo que estaba haciendo. A medio camino gira la cabeza y comprueba que todo sigue tal y como lo ha dejado hace unos segundos: nadie ha movido un solo dedo y Boris aún no ha sido capaz de incorporarse.

—¡Alberto, Luís! Haced el favor, joder. ¿Podéis ayudarle?

Otros dos segundos de vacilación consiguen que, finalmente, sea el propio bedel quien varíe el rumbo de sus pasos para acercarse al desvalido Boris. Antes de que Alberto y Luis se sacudan de encima el leve shock en el que la escena les ha sumido, el bedel se agacha y, tomándole por las axilas, ayuda al agredido a levantarse.

—Boris, pareces tonto. ¿A quién se le ocurre? Con la mala leche que gasta. No escarmientas. —El bedel es bastante corpulento y fuerte y, para cuando Boris quiere poner algo de su parte, se encuentra con que está de pie y apoyado contra la pared—. Anda, relájate un ratito —dicho esto le suelta y se da media vuelta.

Boris le sigue con la mirada. Tan pronto como recupera el resuello, se lleva la mano a los testículos para comprobar que todo sigue en su sitio. Apenas es capaz de notar la zona en la que ha recibido la peor parte del impacto, como si estuviera dormida. Siente un ramalazo de dolor que le recorre el vientre como si una serpiente se estuviera arrastrando lentamente dentro de él, de un lado a otro, removiendo todas y cada una de las terminaciones nerviosas que encuentra a su paso. Con una mano en la entrepierna y la otra a la altura del ombligo, camina renqueante hacia la puerta que Nina acaba de dejar atrás hace un par de minutos.

Afuera hace mucho frío y sus pasos consiguen que la nieve cruja al prensarse bajo sus pies. El sol se refleja en el suelo haciendo que sea difícil mantener los ojos abiertos y el aire sopla suavemente. Boris nota cómo el frescor que le toca la cara y le invade el pecho le ayuda a superar los terribles retortijones que le ha producido el golpe. Mira alrededor buscando a su agresora, escudriñando entre los setos y revisando cada uno de los bancos. Hay dos ocupados pero ninguno de ellos lo está por Nina. Continúa caminando hacia la derecha hasta la esquina oeste del edificio y, nada más girar, se encuentra con ella, apoyada en la pared, cruzada de brazos, mirando hacia arriba. Boris se para en seco a un par de metros de ella. Su cuerpo y su cabeza conservan caliente el recuerdo del dolor que le ha producido la mujer que tiene delante y, de momento, se le hace imposible acercarse ni un centímetro más. Por lo que pueda pasar.

Nina está pegada a la pared, incluso aunque el frío le atraviese la ropa hasta conseguir atenazar la piel de su espalda. Desde donde está, con la cabeza levantada y perforando con la vista el tumulto de hojas que una rama interpone ante sus ojos, puede divisar la ventana de su propia habitación. A pesar de la distancia, es perfectamente capaz de identificar, a través de los barrotes y el vidrio, la figura de su pertinaz visitante. Está segura de que la está mirando a ella, fijamente, esas vidriosas pupilas clavadas en las suyas, esos ojos impertinentes fijos en los suyos. Y a su espalda, detrás de sus brazos cruzados, sus dos imponentes y poderosas alas, recogidas como un formidable abanico cerrado.

—¿Se puede saber qué cojones te pasa?

La presencia y las palabras de Boris consiguen sacarla de su momentáneo letargo. Nina parpadea repetidamente mientras gira la cabeza para adivinar de quién es la voz que acaba de escuchar.

—¿No has tenido suficiente?

—¿Te parece normal arrearle un rodillazo en las pelotas al primero que se te pone delante? ¿Tú crees que si no te conociera me iba a colocar delante de ti, interrumpiendo tu camino?

—Pues parece ser que no me conoces. Al menos no tanto como tú creías. No tengo ni idea de quién eres ni tengo ganas de salir de dudas. No sé muy bien por qué pero hoy no me apetece demasiado estrujarme el cerebro. Así que no has hecho bien poniéndote delante de mí ni has hecho bien en venir ahora a recriminarme que te haya hecho lo que te he hecho.

—Estás asilvestrada.

—¿Te parece que a alguno de los que trabaja aquí le ha parecido que debía reprenderme por lo que te acabo de hacer? —Boris no contesta—. Pues creo que has podido comprobar, en tus propias carnes, que no le ha importado ni una mierda a nadie. Incluidos tus amiguitos, los locos que andaban por ahí. Incluidos todos. ¿Se puede saber qué coño es este sitio? ¿Dónde cojones estamos metidos? —Poco a poco su tono de voz se va desbocando—. ¿Qué demonios hacemos aquí? ¿Hay alguien aquí que sepa lo que se hace?

—¡Nina! —entonces deja de hablar, como si la voz que acaba de oír la hubiese agarrado por los hombros para sacudirla y sacarla así del pequeño trance en el que parecía haber caído. Finalmente vuelve la cabeza atendiendo al reclamo que pronuncia su nombre, mirando a Boris a los ojos, como si fuera la primera vez que le ve—. Por favor, cálmate. Nunca resulta fácil acercarse a ti. Pero lo de ahora ha sido… Joder, te has pasado, Nina.

—¿Me estás diciendo que tú y yo somos…«amiguitos»?

—Puedes creerme o no hacerlo pero se podría decir que sí. O sea, todo lo amiguitos que podemos llegar a ser en un día. Porque al día siguiente nunca me recuerdas.

—Maldita la gracia que tiene.

—Ha habido días en los que has terminado besándome. Ayer me dijiste que cuando te viera te contara que nos habíamos besado. Me pediste que te recordara que soy una persona especial para ti y que necesitas verme cada día porque si no, no soportarías estar encerrada en este maldito lugar. Me hiciste que te prometiera que te lo iba a decir en cuanto te viera.

»Y mira cómo me lo pagas.

Nina entorna los ojos como si necesitase reenfocar el rostro del que acaba de pronunciar estas palabras. A medio camino entre la incredulidad, la indignación y la diversión, se detiene para decidir en qué extremo descansar.

—¿Tú te crees que soy imbécil? —Finalmente planta su bandera en mitad de ninguna parte—. Anda que no resulta fácil aprovecharse de una —hace una breve pausa, mirando a un punto indefinido arriba, a la derecha— pobre idiota desmemoriada.

Entonces esboza una sonrisa amarga, satisfecha por haber encontrado la descripción que ella entiende como perfecta para el mal que la limita.

—Ya te he dicho que eres libre de creerme o no creerme.

Boris se dobla entonces sobre sí mismo en un último intento por deshacerse del dolor que le acompaña desde hace un rato, torciendo el gesto a medida que se inclina.

Nina vuelve a centrar su atención en la ventana de su habitación intentado distinguir de nuevo la figura que hace un rato la vigilaba. A pesar de que las ramas de los árboles están prácticamente desnudas y de que el aire ha dejado de soplar unos instantes no aprecia en la distancia la silueta que hace un momento acaba de ver.

—Bésale.

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