Nina

Nina


PORTADA

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Cuando se gira hacia la voz que acaba de oír se encuentra con el rostro de Boris e, inmediatamente detrás, a pocos centímetros de él, el de su alado amigo, con una sonrisa torcida pintada bajo su afilada nariz. Dejando al descubierto el brillante esmalte blanquecino de los dientes que asoman por entre sus labios. Por un instante Nina permanece quieta, mirando por encima del hombro de Boris directamente a los ojos del bicho. No está segura de terminar de entender la situación. No tiene claro qué sucedería si Boris se girase para mirar o si ella le informase de la siniestra presencia que le escolta silenciosa.

—¡Bésale!

La voz del monstruo alado suena hueca, cercana, húmeda… como si en lugar de estar a medio metro escaso de la nuca de Boris, estuviera en medio del altar de una catedral, a punto de repartir la comunión a sus dos únicos feligreses.

Nina mira entonces a Boris a los ojos que, a su vez, escudriña los suyos intentando adivinar qué puede ser lo que esté pasando por su cabeza en este momento, tratando de hacerse una ligera idea de por qué la mirada de ella va de un lado a otro sin encontrar acomodo en ninguna de las formas que escruta. Notando que se fija en algo que hay justo detrás de él, Boris comienza a girar el cuello para tratar de identificar qué es. Entonces, repentinamente, con un movimiento rápido, Nina levanta una mano hasta ponerla en la nuca de él mientras desliza la otra sobre su cintura para posarla en su espalda. Después le atrae suavemente hacia ella y le besa en la boca. Despacio, con los labios entreabiertos, dejando que su lengua se acerque a la comisura para rozar con ella los labios de él.

Boris, consciente de que no es la primera vez y de que no sabe cuándo va a ser la siguiente, se deja hacer. Recibe la lengua de ella y cierra los ojos como si el resto del universo acabase, no ya de dejar de existir pero, desde luego que sí, de importar. Él está sorprendido pero contento y, por un momento, es capaz incluso de olvidarse de las punzadas de dolor en su entrepierna. Ella, en mitad del encuentro, abre ligeramente su ojo derecho para comprobar si su habitual acompañante sigue ahí.

No está.

El hechizo del beso ha espantado la presencia que la atormenta. Lejos de dar por concluido el acto, se encuentra con que está disfrutando gratamente de la cálida boca de su amigo y de los serpenteos que ambas lenguas dibujan, la una sobre la otra. Nota el agradable calor que el cuerpo de Boris proyecta sobre el suyo y tiene la sensación de que no le apetece separarse de él, de que podría dilatar el beso que les une sin importar el tiempo que para ello fuera necesario consumir.

Un copo de nieve se posa sobre la nariz de él. Inmediatamente se convierte en una gota de agua que se desliza hasta su punta y salta desde allí a la nariz de Nina que, notando el repentino frío, abre los ojos. Entonces son los dos, y no solo ella, los que creen que acaban de conocerse. Boris recuerda el sabor de sus labios, el tacto de sus manos y el olor de su pelo pero, después del beso, tiene la viva sensación de que es la primera vez que ha percibido lo que acaba de percibir. Por un momento se ve capaz de entender el infierno por el que debe estar pasando ella, el suplicio que debe suponer para su cerebro tener a la novedad como principal inquilina y al recuerdo como más añorada ausencia.

Una vez que su unión se ha disuelto la realidad vuelve a instaurarse entre ellos. Él incómodo y sorprendido, ella incólume y divertida. Nina, con una ojeada rápida, se cerciora de nuevo de que no hay nadie más alrededor. Entonces, por unos segundos, disfruta, casi sin ser consciente de ello, del placer que le ha proporcionado besar a un hombre, de la ligera conmoción que ha recorrido su aterida anatomía al tiempo que sus lenguas se acariciaban y de cómo el cuerpo de él se acurrucaba contra el suyo, mientras tocaba con sus manos la delgada capa de carne que cubre sus huesos.

El primer beso, al menos para Nina. A pesar de que él ya le ha informado de que no es así, ella no tiene archivada ninguna sensación asociada al acto de besar a alguien. Se siente bien. Cómoda, tranquila, algo turbada y relativamente curiosa.

—Me ha encantado besarte. ¿A ti no?

La sinceridad y la espontaneidad de Nina cogen a Boris desprevenido por enésima vez.

—A mí también, ya te lo he dicho. No es la primera vez que nos besamos.

—¿Ahora me vas a contar que tampoco sería la primera vez que folláramos?

Boris arquea las cejas y mira a un lado para terminar contestando:

—Si te lo cuento, ¿follarás conmigo?

—Lo mismo te piensas que soy imbécil.

—Si tengo algo claro sobre ti, es que no eres imbécil. ¿Quieres que follemos? —Una amplia sonrisa se dibuja en la cara del hombre, más por la diversión que le produce la chanza, que por la posibilidad de que se convierta en realidad.

—Si te digo la verdad, no creas que no me apetece.

—¡Nina! ¡Boris!

La voz, procedente de la zona por la que hace unos minutos han llegado ellos, interrumpe repentinamente su conversación. Un enfermero, acompañado de otra persona, camina hacia ellos levantando la mano para reclamar su atención. Cuando llega a su lado les habla:

—Anda Boris, haz el favor de volver adentro, que aquí hace frío.

Forma rápida y sencilla de deshacerse de él.

En un primer momento Boris se planta para observar durante unos segundos al hombre que acompaña al enfermero, tratando de descubrir, solo con los indicios que tiene ante sí, de quién se puede tratar: Estatura media y pelo y barba abundantes. Protegido del frío con una chupa gris, lleva una mano en el bolsillo mientras que en la otra acarrea una carpeta marrón llena de papeles. Rápidamente pasan por su cabeza algunas conjeturas: un pariente de Nina, un amigo de cuando era normal, un novio… incluso baraja la posibilidad de que el que tiene delante sea el marido de su querida amiga. Sin embargo, el montón de papeles que lleva bajo el brazo izquierdo hace que Boris destierre estas hipótesis prácticamente al instante. Todo esto pasa por su cabeza en los pocos segundos en los que permanece estudiado al extraño sin reparar en el gesto de fastidio de la cara del enfermero que, finalmente, le interpela de nuevo:

—Bueno, Boris, por favor, ¿me harías caso, nos podrías dejar solos?

—¡Uy! Perdona, perdona. Lo siento.

Un último vistazo a su amiga y a su visitante y se despide con la sensación de que el tipo que ha venido a ver a Nina trae algo asociado a su presencia, algo que no es capaz de concretar pero que le produce una fuerte sensación de desazón, de incertidumbre. No puede evitar volver la cabeza un par de veces, mientras se aleja de ellos, buscando la mirada cómplice de su amiga, sin llegar a encontrarla en ningún momento.

—Hola Nina, este es el doctor Ortiz, Rodrigo Ortiz. Ha venido a hablar contigo. —Ya lejos del oído y la mirada de Boris, el enfermero ha encontrado la intimidad suficiente para introducir a su acompañante.

El recién llegado mira a Nina un instante, recorriéndola de arriba abajo con los ojos, dibujando su silueta y deteniéndose, finalmente, tras la somera inspección, en su rostro. Una vez frente a frente, pupila ante pupila, el doctor Ortiz se cambia la carpeta de mano y le tiende la derecha a Nina.

—Hola Martina.

—Hola doctor.

Él aprieta la palma de la mano y los dedos de Nina, solo durante un par de segundos, los suficientes para que ella frunza el ceño ligeramente y la suelta justo antes de que pueda sentir la tentación de quejarse verbalmente.

—Encantado de conocerte, Martina, he oído hablar mucho de ti. También he leído bastante sobre tu caso. Me encantaría poder ayudarte.

—Nina. —El doctor arquea levemente las cejas—. Que preferiría que me llamases Nina.

—Lo tendré en cuenta, Nina.

El doctor se gira entonces para informar al enfermero de que prefiere continuar a solas.

 

 

 

13

 

Rodrigo Ortiz hace un gesto a Nina extendiendo la mano, invitándola a que camine junto a él.

—¿No vamos a ir a una consulta?

—No me preocupa en qué sitio hablemos. ¿Prefieres la consulta?

—No.

—Perfecto pues. Caminemos.

—Hace frío, pero caminemos. —Nina esboza una sonrisa.

—¿Sigues sin recordar nada?

—¿Por qué vienes a verme? ¿Es porque los médicos de este sitio no son capaces de tratarme y han tenido que pedir ayuda?

—Creo que voy a ser yo el que haga las preguntas.

Ella hace entonces un pequeño alto. Después de pensar en silencio durante un par de segundos, reanuda la marcha, hablando con la cabeza gacha.

Sigue nevando.

—Estoy un poco harta de no saber nada.

—¿Sigues sin recordar nada?

Rápidamente se pasea por su cabeza la imagen de su amigo alado. Al fondo, a sus espaldas, suenan los ruidos apagados de las voces de los internos que pululan por el salón en el que Marciana reparte los medicamentos. A su izquierda, el bloque del edificio en la que se encuentra su habitación y, a su derecha, césped, arbustos y árboles, la tapia que rodea el centro y, muy al fondo, las cumbres nevadas de las dos montañas que acompañan a la que ellos pueblan. Apoyado sobre el tronco de uno de los árboles que flanquean su paseo está el bicho, cruzado de brazos. Observándoles desde unos quince metros de distancia.

Cuando nota que Nina le mira levanta el brazo derecho y saluda agitando suavemente la mano.

—Aún no recuerdo nada. Me levanto por la mañana y no recuerdo nada. Sé que estoy en este manicomio, sé que tengo un problema, sé que hay cosas en mi cabeza que están ahí, ocultas, las siento cerca pero no soy capaz de desentrañarlas. Sé cómo me llamo. Sé muy poco más.

—¿Te han contado algo de tu pasado, de tu familia, de tu vida anterior?

—No… que yo recuerde.

—¿Crees que te haría bien saber algo más, que te iría mejor si cada día te dejaran conocer algún elemento de tu pasado? ¿Crees que te sería más fácil todo esto si cada mañana te dejaran rellenar tu cabeza con recuerdos aprendidos? ¿Te gustaría que te refrescaran la memoria?

Ella, mientras pronunciaba estas últimas frases, ha estado mirándole, más y más expectante a medida que iban saliendo las palabras de su boca, abriendo los ojos hasta casi dejarlos caer de sus órbitas.

—¡Claro que sí, doctor, claro que sí! Seguro que me gustaría saber cosas, seguro que me ayudaría a estar mejor. Ponte en mi lugar. Todo esto se me hace muy cuesta arriba y estoy convencida de que me sucede cada día. Todos. —La supuesta proposición del doctor Ortiz abre una vía de agua en su cerebro, una posibilidad, con la que hasta el momento no había contado, comienza a gestarse dentro de ella.

El doctor se detiene entonces a su lado y, mirándola fijamente a los ojos, habla:

—Eres hija única, Martina.

Ella le devuelve la mirada y guarda silencio unos instantes. De nuevo nota el dolor sordo en la base de su cuello y casi puede saborear la adrenalina que corre por sus venas producto, sin duda, de sus dos encontronazos con Boris. El de su rodilla, primero, y el de su lengua después.

—¿Nada más?

—Tu padre vive aún. Tu madre no.

Hace unos segundos, Nina no sabía ni siquiera si tenía padres, ahora acaba de descubrir que su madre está muerta.

—¿Dónde vive mi padre? ¿Qué le ha pasado a mi madre?

—Tu ciudad natal está algo lejos de aquí. De lo que le pasó a tu madre no vamos a hablar ahora. Solo te diré que tú estabas presente cuando murió. Todo esto sucedió antes de que ingresaras aquí. Hace menos de un año.

Nina no sabe qué decir, ni qué pensar. Se ha detenido y está paralizada, con la mirada clavada en el tronco de un enorme pino que hay unos metros a su derecha, incapaz de hacer que ningún pensamiento circule por su cabeza.

—Es posible que esta información te genere una determinada cantidad de incertidumbre y de angustia o que, incluso, te haga perder un poco el norte. No te preocupes, en realidad…

—¿Que no me preocupe? ¿Que no me preocupe? Joder, ¿cómo no me voy a preocupar?

—He hablado con la doctora Tubau antes de venir a verte, por supuesto.

—Que le den a la doctora Tubau. No sé ni quién es. Entonces, si mi madre…

—Bueno, Nina, como sabes —el doctor Ortiz continua hablando como si no la hubiera oído— no todos los médicos tenemos el mismo criterio, no todos opinamos lo mismo, no todos creemos que haya que seguir el mismo tratamiento y no todos creemos que la recuperación esté en el mismo punto.

—Vale, me da igual el rollo académico. ¿Estoy casada? ¿Tengo hijos?

—Mira, Nina, antes de nada hay algo que tenemos que aclarar tú y yo.

—Joder, ya estamos.

—Yo soy partidario de ayudar y soy partidario de hacerlo de esta manera. Tú decides. Me veo en la obligación de informarte de que los métodos de la doctora difieren de los míos y que ella no es muy partidaria de suministrarte información sobre tu pasado. Si quieres paramos aquí y dejamos que la doctora siga aplicando sus métodos y sus teorías.

Durante un par de segundos ella le mira a los ojos, incapaz de saber si está hablando con un psicólogo experimentado o, si por el contrario, lo está haciendo con un señor que impone condiciones como si se dirigiera autoritariamente a una niña pequeña.

—Seguimos.

Saber le gusta mucho más que imaginar o directamente ignorar. Recordar, aunque sea por medio de memorias inyectadas, es mucho más gratificante que elucubrar sin ninguna base sólida.

—Tú lo has decidido. Aun así, si quieres que sigamos por mi camino hay un par de cosas que tenemos que tener claras. Los dos.

»Nuestras reuniones son personales, son entre tú y yo, son confidenciales y, si quieres que continuemos, tienen necesariamente que seguir siéndolo. ¿De acuerdo?

—No puedo hablar con nadie lo que hablemos tú y yo.

—Si entiendes y aceptas esto vamos por buen camino.

Ella sonríe levemente.

—¿Tengo hijos?

—Vale Martina. En realidad nos vendría muy bien que terminases de entender que solo depende de mí la cantidad de información que recibas y que, por descontado, no vamos a centrarnos única y exclusivamente en esta dirección.

—Así que acabamos en el sitio en el que parece ser que me quiere tener la otra doctora. ¿Dónde está la diferencia entonces?

—No, Martina. En mi opinión no tiene nada que ver.

»Mi teoría se fundamenta en la conjetura de que si le sugerimos a tu cerebro por dónde debería empezar a caminar le resultará mucho más fácil andar el resto del camino a él solo. Creo que es bueno introducir algún recuerdo en tu cabeza, aunque sea de forma artificial, para esperar a que los demás lleguen. Una especie de pespunte, un hilo conductor que sirva para tirar de todo lo que pueda haber escondido ahí adentro.

»Tu caso no es habitual, hay muy poca documentación y casi ninguna literatura científica al respecto, así que no está de más que improvisemos un poco y que todos pongamos algo de nuestra parte.

»Mi intención es probar métodos alternativos contigo, soluciones creativas. Tratar de obtener resultados por caminos diferentes a los habituales que, por otra parte, han demostrado ser poco útiles hasta el momento.

—¿Qué le pasó a mi madre?

Nina se ha colocado delante del doctor, interrumpiendo por completo su paso y obligándole a detenerse. Su postura es decidida y firme. Su mirada se clava en él como si fuera capaz de atravesarle con ella.

—Acabamos de hablar de esto, Martina.

—Ya sé que acabamos de hablar de esto, doctor. —Da un paso adelante y se acerca aún más a él —. Aún no lo he olvidado.

—Pues entonces deberías…

—¡Pues entonces deberías contestarme! ¿Cómo estarías tú si te dijeran que no hace mucho que tu madre murió delante de tus narices? ¿Cómo te sentirías si no recordases nada de nada y apareciese un extraño y te hiciese un par de revelaciones importantes sobre tu pasado? —no deja de hacer aspavientos mientras habla, agitando los brazos delante de la cara del doctor Ortiz.

—Martina, no creo que…

—¿Te parece lógico venir aquí a soltarme…?

Una tercera voz aparece en la conversación.

—Menudo hijo de puta, Nina, hazme caso. Este tío es otro cabrón que ha venido a joderte, otro chupatintas con ganas de tocarte los cojones.

Ella mueve levemente la cabeza hacia el lugar del que proceden las palabras del bicho. Aun así no deja de dirigirse al médico:

—¿Te parece lógico venir aquí a soltarme todo esto esperando que yo me quede tan tranquila? Podrías haberme dicho que mi color favorito es el verde o que me gustan las albóndigas. Pero no, no podías empezar por ahí, no, que va. Lo primero que me sueltas es que mi madre está muerta y que yo estaba presente cuando murió.

—Martina tienes que entender que es importante hacer que se pongan en marcha ciertos mecanismos en tu cerebro —ella no deja de mirarle con el gesto desencajado— y es evidente que resulta más fácil conseguirlo por medio de recuerdos importantes, serios, difíciles… traumáticos si es necesario.

—Claro que sí. —El bicho se ha colocado a un par de metros de Nina con intenciones claras de meterse de lleno en la conversación—. Cojonudo. Perfecto. Este tío se debe pensar que eres imbécil.

Ella, sin moverse ni un milímetro, continua plantada delante del doctor, haciendo aspavientos cada vez más visibles y airados.

—Vale, perfecto, pues si es necesario contarme cosas importantes: ¿por qué no sigues haciéndolo, por qué no me cuentas dónde vivo y que le pasó a mi madre o por qué cojones mi marido no viene a visitarme?

—Entenderás que hay que ir poco a poco, que es necesario…

—¿Que es necesario? ¿Qué?

—Martina, no creo que esta actitud sea…

—Tú verás pero yo creo que este tío ha venido aquí a tomarte el pelo. Directamente. —El bicho también opina sobre la utilidad de la visita.

—¿Actitud?

Entonces Nina levanta repentinamente las manos y avanza un paso hacia el doctor Ortiz. Ahora tiene la sensación de que todo lo que sucede lo hace a cámara lenta, muy despacio. Junto a sus manos levantadas, justo encima de ellas pero sin llegar a tocarlas, puede ver las manos del demonio alado. A unos pocos centímetros. Nina es incapaz de saber si el movimiento que está haciendo ha sido decisión suya o si las manos del bicho tienen una especie de imán invisible que arrastra a las suyas a hacer movimientos involuntarios.

Finalmente sus dedos contactan con el pecho del doctor, que, con gesto de absoluta sorpresa, se ve obligado a retroceder, víctima de la fuerza que le empuja hacia atrás. Nina avanza otro paso y vuelve a abalanzarse sobre él. Sigue notando, nítidamente, cómo las manos del bicho, que la mira sonriente, son las que dirigen a las suyas propias. En esta ocasión, Rodrigo Ortiz, sorprendido de nuevo por la agresión, se trastabilla, cae de culo y no se detiene hasta que su espalda golpea contra el suelo. No es capaz de entender cómo una mujer mucho más menuda que él ha sido capaz de derribarle con tan solo dos empujones.

Ahora Nina nota cómo la tensión sobre sus brazos se afloja. Sus músculos y sus movimientos vuelven a pertenecerle. El bicho se ha hecho a un lado y contempla la escena con los brazos cruzados sobre el pecho. Poco a poco la realidad vuelve a fluir a velocidad normal para ella y esto hace que recupere la percepción habitual de la situación.

Se detiene y observa un segundo al doctor mientras intenta digerir lo que acaba de suceder, tratando de predecir lo que es probable que ocurra. Llega a la conclusión de que es más que posible que lo que acaba de hacer tenga consecuencias muy negativas para ella. Durante un instante mira al bicho a los ojos, con la firme intención de responsabilizarle directamente y reprenderle por lo que acaba de pasar, por lo que acaba de obligarle a hacer. Finalmente prefiere continuar ignorándole mientras se inclina sobre el doctor para tenderle la mano y tratar de ayudarle a levantarse.

Entonces nota otra vez esa energía que la empuja, que la obliga. Extiende el otro brazo y, dejándose caer sobre Rodrigo Ortiz, siente como sus dedos, dirigidos por la invisible fuerza que el bicho proyecta sobre ella, intentan atenazarse sobre el cuello del médico a la vez que grita con fuerza, víctima de la impotencia que le produce no saber qué está sucediendo ni por qué se está comportando de esta manera.

Ahora, el doctor, intentando zafarse de la presa, grita también. Los dos forcejean, revolcándose por el helado suelo del jardín, de un lado para otro, mojando sus ropas y ensuciándolas a medida que la nieve se derrite bajo ellas y el barro se adhiere a sus tejidos. Ella intenta agarrarle del pelo, de la pechera de su chaqueta, de las manos… de cualquier lugar desde el que conseguir imponerse. Comienza a sentir la fuerza del bicho como suya propia, asume la rabia que la dirige como nacida de su propia bilis y descubre que las energías que la sostienen son las suyas propias también. Aun así, no encuentra motivos para detenerse. Rodrigo, atrapado bajo ella, no logra siquiera salir de su asombro mientras trata de defenderse, sin demasiado éxito, del voraz ataque de su nueva paciente.

En el preciso instante en que los dientes de Nina se clavan entre el hombro y el cuello del doctor, a través de su camisa, un par de manos vigorosas la agarran por la cintura, tirando fuertemente hacia arriba de ella. Entonces se mezclan los tres gritos: el del médico que se queja por el mordisco, el de Nina que se rebela contra quién intenta separarla de su bocado y el del enfermero que acaba de aparecer en escena para deshacer el repentino nudo que han formado médico y paciente. Cuando las fauces de Nina se separan del cuerpo del doctor este vuelve a gritar azuzado por la oleada de dolor que le provocan los dientes de ella al desgarrarle la carne a través de la tela. El enfermero logra entonces levantarla para hacer que se separe de su presa e intenta conseguir que permanezca en pie y se controle, pronunciando su nombre con el tono más tranquilizador que le es posible utilizar. Desde el suelo, el doctor les mira con el ceño fruncido y la mano izquierda cubriendo el sitio en el que acaba de ser mordido. Por entre sus dedos se puede apreciar perfectamente el rojo intenso de la sangre manchando la tela de su camisa.

El bicho salta y corretea de un lado para otro riendo a carcajadas, a la vez que jalea a Nina intentando imitar el tono de voz del doctor:

—Muy bien Martina. Ya está en marcha el tratamiento. Así me gusta. Estás siendo muuuuy malaaaaa…

Mientras el enfermero se afana por tranquilizar a Nina esta redirige su atención hacia él y, hundiendo la cabeza en su pecho, repite la operación que acaba de costarle al doctor una más que probable marca vitalicia. Otro mordisco despiadado y otro grito desgarran el silencio de la fría mañana de invierno que les contempla. A su lado, el demonio cae de rodillas sobre el suelo y deja de vociferar para dedicarse por completo a soltar sonoras carcajadas con los brazos cruzados sobre el estómago.

El enfermero, desconcertado por la sorpresa y la insistencia del ataque y, en un intento desesperado de deshacerse de ella, empuja a Nina por los hombros tan fuerte como puede. Ella retrocede, trastabillada, a bastante más velocidad de la que sus piernas son capaces de gestionar. La primera irregularidad del terreno hace que caiga descontrolada hacia atrás. Su cabeza, después del atropellado aterrizaje, va a detenerse contra el suelo, sobre un terrón de barro endurecido por la helada.

De inmediato queda inconsciente.

 

 

 

14

 

Cuando Nina abre los ojos lo primero que ve es la cara borrosa del doctor, interpuesta entre ella y el último rayo del sol del atardecer que se cuela, a sus espaldas, por la ventana de la habitación. Sabe que es la ventana de su habitación, sabe que el que está delante de ella, con una gasa junto a la base de su cuello, es Rodrigo Ortiz y sabe que esa gasa cubre el mordisco que ella misma le ha propinado. Normalmente no se despierta sabiendo tantas cosas. Todos estos datos rememorados le hacen estar segura de que aún vive en el mismo día en el que se ha despertado esta mañana. Al ya familiar dolor en la base de su cuello, se suma ahora otro, quizás algo más intenso, en la parte posterior de su cráneo. Aunque percibe los dos plácidamente amortiguados por el efecto de alguna droga relajante. Recuerda haber mordido al doctor, recuerda haber mordido al enfermero y recuerda haber corrido hacia atrás. Cuando intenta llevarse las manos a la cabeza para descubrir el alcance del golpe descubre que no puede moverlas. Ni la derecha ni la izquierda. Intenta mover los pies. Tampoco puede.

—Hola, Martina. Bienvenida de vuelta. No te preocupes, te hemos atado por seguridad, no pasa nada.

—¿Qué tengo en la cabeza? ¿Qué me habéis dado?

—No te preocupes, tu cabeza está bien, es solo de un chichón. Lo que notas son los efectos de un calmante que te hemos administrado hace un par de horas.

—Joder… joder… joder… lo siento, doctor. No era mi intención. Lo siento de veras… —Entonces mira a su alrededor y ve, al otro lado de la cama, apoyado sobre la pared, cruzado de brazos, a Isaac. A él no le recuerda—. ¿Dónde está el enfermero? El otro. Al que he mordido.

—No te preocupes, está bien. Debe estar en su casa, hace un rato ya que acabó su turno. Tendrá que explicarle a su mujer de dónde ha salido esa marca que tiene en el pecho.

—De veras que lo siento.

Mientras habla tira inconscientemente de las correas que mantienen sus brazos y sus piernas amarradas a la cama. El calmante que circula por su sangre le quiere hacer ver la situación como llevadera pero su raciocinio, medio latente aún por los pesados efectos de la química, le empieza a sugerir que la coyuntura es, cuando menos, desagradable.

—Tranquila, Nina, ya has oído al doctor, no hay nada de qué preocuparse.

Isaac despega la espalda de la pared y se acerca hasta la cama para poner su mano sobre la de ella, tratando de que su gesto resulte tranquilizador. Nina le mira indolente, con la cabeza apoyada en la almohada, con las cejas arqueadas, como si no terminase muy bien de comprender a qué viene el acercamiento pero sintiendo casi inconscientemente que un poco de calor humano nunca está de más.

El enfermero sonríe mientras le recoloca las sábanas alrededor del pecho. Ella le devuelve, tímida, casi desconcertada, la sonrisa.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunta Rodrigo Ortiz.

—No lo sé. Estoy aturdida —contesta girando la cabeza hacia él.

—¿Recuerdas lo que ha pasado esta mañana? ¿Sabes qué es lo que ha sucedido?

—Sí, joder, sí que lo recuerdo. No sé cómo ha podido pasarme algo así.

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