Nina

Nina


PORTADA

Página 11 de 30

Tiene que remar, tiene que tirar de los remos, tiene que hacer que sus brazos se esfuercen para mover el bote en la dirección correcta. La fuerza del agua es casi incontestable, ofrece mucha resistencia y se niega a guiarla hacia su objetivo. La corriente tiene vida propia y sus prioridades no tienen nada que ver con las de Nina. Los remos no responden como ella quisiera, no obedecen. De hecho tiene la sensación de que apenas es capaz de moverlos, de que está intentando hendirlos en un río de goma, un río que se resiste a ser horadado por la madera que intenta profanarlo.

Para colmo de males el bote hace aguas, nota la humedad en buena parte de su cuerpo y eso hace que la sensación de frío se acreciente a cada segundo que transcurre.

Cuando vuelve la cabeza para ver por dónde entra el agua a la precaria embarcación, encuentra frente a sí el rostro maloliente de su visitante alado, mirándola fijamente, con los ojos entreabiertos, como si quisiera decirle algo, como si quisiera jugar con ella. Su mirada se acerca para alejarse inmediatamente después. Por momentos, su frente llega incluso a rozarse con la de él.

Ella intenta apartarle, intenta deshacerse de esa cara tan desagradable y apestosa pero se da cuenta de que es incapaz de soltar los remos. Sus manos los agarran como si estuvieran soldadas a ellos, como si formaran un todo indivisible con la madera que los conforma.

Cuando se aleja, la cara que ve es la del bicho. Cuando se acerca ve la de Isaac. Confunde el olor de uno con el de otro y el gesto de uno se mezcla con el del otro a medida que se mueven frente a ella.

Entonces nota su propio sexo: Nota el calor, la humedad, el movimiento, la fricción. Siente que está siendo penetrada. Siente el frío en todo el cuerpo menos en su centro mismo. Sus manos, agarrando los remos, se quejan casi hasta el entumecimiento y, aun así, no consigue que el maldito bote enfile la orilla contraria con la velocidad y la determinación que ella necesita para saber qué demonios le sucede a la mujer que la mira con los pies metidos hasta los tobillos en el agua. Su interior sigue siendo poseído una y otra vez. La cara de la criatura alada y la de Isaac se mezclan como las imágenes que giran dentro de un caleidoscopio, uniéndose por momentos para separarse después, compartiendo gestos y facciones.

Intenta cerrar las piernas.

Tampoco le pertenecen del todo. Siente que están ahí, sabe que tiene rodillas, tobillos y pies porque también nota cómo el frío los paraliza. Entonces se da cuenta de que tiene una pierna a cada lado del bote, con las puntas de los dedos sumergidas en la misma corriente que no le deja dirigirse hacia su destino. Nota, medio paralizada, que sus brazos y sus piernas no le responden a la vez que su interior está siendo profanado una y otra vez. El bicho respira en su cara mientras que Isaac le habla al oído.

—Me encanta. Eres buena chica.

Intenta responderle pero no puede. Todo lo que consigue es percibir un sabor rancio y reseco en su boca. Su acartonada lengua no es capaz de moverse para asociarse con sus labios o su paladar y articular algún sonido inteligible.

Está muy cansada, siente que no tiene fuerzas para luchar. Ni siquiera las encuentra para entender qué tipo de viaje es este que está llevando a cabo. La mujer que mira, cada vez más lejos, el frío y el dolor y la sensación de desahucio y de invasión. Se siente sucia e impotente a la vez que débil y maleable. El río tira de ella mientras que el bicho la posee, mientras que Isaac babea en su oído.

Y la orilla que no llega, ni siquiera se acerca. Y el bote mojado.

Por un momento todo queda en calma. Durante un rato intenta revolverse sin poder aún soltar las manos de los remos ni bajar las piernas de los laterales del bote. El río parece haberse detenido súbitamente y las caras de Isaac y del monstruo alado han dejado de atosigarla. A pesar de la tranquilidad momentánea sigue notando la humedad y el frío. Sigue estando muy cansada y sin fuerzas para reaccionar.

De repente el cauce se ha secado y la corriente ha desaparecido. La mujer que la contemplaba desde la orilla ya no está y el bote se ha esfumado, dejándola tendida sobre el lecho duro y pedregoso del río. La voz de Isaac vuelve a resonar en sus oídos aunque no es capaz siquiera de descifrar lo que le está diciendo.

A pesar de que no puede soltar los remos nota que la sensación de frío va poco a poco desapareciendo. La soledad y la calma vuelven así junto a ella.

No sabe si se ha llegado a despertar o si ha terminado ya de soñar. No está segura siquiera de haber empezado en algún momento a hacerlo.

Sabe que ahora está sola.

Extraña a la mujer.

El hecho de dejar de sentir el frío hace, al menos, que su descanso vuelva a ser relativamente tranquilo.

 

 

 

17

 

Cuando Isaac comienza su jornada el pasillo está vacío. Cabe la posibilidad de que la fortuna tenga a bien brindarle una noche tranquila y pueda así dedicarse a lo que más le gusta hacer mientras trabaja: dormir.

Después de cambiarse de ropa se cruza con Ángela, su compañera del turno anterior, que sale del vestuario con el pelo revuelto, la blusa prácticamente desabrochada y el bolso en una mano. Por uno de los lados del amplio escote asoma, majestuoso, el pezón de su pecho izquierdo. Siempre ha pensado que Ángela está buenísima. Esta fugaz demostración no hace más que confirmar sus sospechas. Ella nota inmediatamente que la mirada del hombre la ha escrutado descubriendo, sin duda, alguna parte de su anatomía que ella no tenía intención de mostrar. Así que, después de un rápido: «Ah, hola», baja la mirada para confirmar sus sospechas. Con las prisas se ha olvidado de abotonarse la camisa. Inmediatamente suelta el bolso en el suelo y, dándose media vuelta, termina de vestirse:

—Me cago en la puta. —La expresión de Ángela refleja el fastidio que le ha supuesto descubrir que acaba de plantarse delante de Isaac, en su opinión un cerdo y un completo gilipollas, con un pecho a la vista.

—Hola, guapa, ¿adónde vas con tanta prisa? —Él permanece plantado delante de ella, con una media sonrisa dibujada en los labios. Aprovechando que se ha dado la vuelta para abrocharse los botones, se dedica ahora a contemplar el culo de su compañera. En su opinión es también de lo mejor que se puede encontrar en un par de kilómetros a la redonda.

Teniendo en cuenta el poco tiempo que hace que este hombre ha empezado a trabajar en el sanatorio, Ángela no se explica cómo puede ser posible que le caiga tan mal. Tiene la sensación de que no le soporta desde el momento mismo en que su jefa de turno se lo presentó.

Consciente de que su compañero ha decidido dedicarle su atención al cien por cien, no puede evitar interpelarle:

—¿No tienes otra cosa mejor que hacer?

—Hombre, pues mejor. No sé. Hace unos meses que me dejó mi novia y creo que llevo demasiado tiempo viviendo solo. —Él sigue sonriendo.

Ella hace como si no le hubiera escuchado. Una vez finalizada la «operación escote», y con un profundo gesto de fastidio dibujado en la cara, Ángela se agacha para recoger su bolso y pasa al lado de él intentando no rozarle en ningún momento.

—Hasta mañana. —Se siente obligada a saludar obedeciendo una serie de normas de educación y respeto que lleva toda su vida cumpliendo a pesar de que está segura que él no las obedece—. Échale un vistazo a Nina cuando tengas un rato.

—Hasta mañana. Cuídate. —Isaac sonríe mientras persigue con la mirada a su compañera.

—Que te den, Isaac.

Las palabras de Ángela resuenan ya lejos.

No está seguro de haber entendido lo que ella ha dicho pero apostaría su salario de un mes a que no ha sido un piropo.

Le tiene ganas a Ángela desde la primera vez que se cruzó con ella. Tiene la sensación de que cada día está más buena, de que cada día es más voluptuosa y sexy. Sabe perfectamente que no tiene ninguna posibilidad con ella, que no hay química, que no se siente, en modo alguno, atraída por él. Tiene hasta la ligera sensación de que no termina de caerle bien, de que ni siquiera le parecen graciosos sus comentarios o divertidas sus bromas. Qué más da, piensa Isaac, las mujeres son así de complicadas, crees que no tienes ninguna posibilidad con ellas y luego resulta que se están haciendo las interesantes y están loquitas por que un día les digas algo en serio. Así pues no pierde la esperanza y tiene la secreta intención de perseverar hasta que consiga ablandar la actitud de su compañera. Por si salta la liebre.

Se ha puesto malo viendo esa teta que parecía saludarle desde detrás de la blusa.

Malísimo.

Va al fondo del pasillo y, utilizando su llave maestra, abre la puerta de salida a las antiguas escaleras de incendio. A pesar de que hace tiempo que cayeron en desuso aún siguen estando ahí. Una vez fuera enciende un cigarrillo y lo chupa nervioso. Demasiadas caladas, y demasiado profundas y frecuentes, hacen que en menos de un minuto el pequeño cilindro se vuelva infumable por la temperatura que ha alcanzado. Cada nueva chupada hace que se queme los labios. Entonces lo arroja al jardín de abajo y se apoya en la barandilla herrumbrosa y helada para ver cómo la enorme colilla llega hasta el suelo. Otro minuto y empiezan a castañetearle los dientes. Ha conseguido enfriar su cuerpo pero no ha sido capaz aún de sacar fuera de su cabeza la imagen de cierta parte de la anatomía de su compañera.

De vuelta al interior va directamente al cuarto en el que guardan sus cosas personales y se sienta junto a una pequeña mesa camilla que hay y enciende un brasero eléctrico que tiene en el centro para tratar de calentase las manos y los pies.

Ve tetas por todos los lados.

Unos minutos más y se levanta otra vez. Aún recuerda que su compañera le ha aconsejado que vaya a ver a Nina. Además, no le apetece ponerse con ninguna de las tareas que se supone que cada turno tiene que hacer. Piensa que son solo una forma inútil de perder el tiempo porque nadie se beneficia de ellas ni tienen ninguna utilidad concreta. Hacer rondas, tomar datos, revisar papeles… al demonio, que lo hagan los del turno de mañana que son más. A pesar de todo, siempre que está de mañana procura encontrar alguna excusa para que tampoco le toque a él.

Le sorprende que haya un hombre en la habitación de Nina. Cuando este le explica que es médico y que ha venido a tratarla Isaac intenta que su cara refleje comprensión y aprobación aunque no está seguro de que ninguno de los dos bocetos haya resultado, ni de lejos, convincente.

Se queda un rato allí. Ella, a pesar de ir bastante colocada, está muy alterada. Le ha debido pasar algo serio porque la tienen atada a la cama. De pies y manos. Nina es mucha Nina. El doctor le habla un rato. Isaac no está seguro de entender lo que está sucediendo pero decide quedarse. Nina se sacude bajo las ropas de la cama y las curvas de su figura ondulan de un lado para otro como si soplara viento ahí debajo. Puede ver perfectamente cómo sus endurecidos pezones arañan las sabanas en cada una de las oleadas. El doctor le pide, sacándole del trance, que aguarde fuera. Él sale y va directo al armario de las medicinas. No sabe muy bien por qué pero no quiere que Nina dé mucha guerra esta noche. La quiere bien tranquila. Coge un par de somníferos y se los echa al bolsillo. De los amarillos, le han dicho que son los más efectivos.

Todavía tiene bien presente su encuentro de la noche de ayer con ella, recuerda el tacto de sus pechos y el olor de su cuello y de sus mejillas y, por supuesto, recuerda cómo esta mujer es capaz siempre de sacarle de sus casillas y de hacer que aflore en él su lado más oscuro. Isaac tiene asumido que no es ningún santo pero también sabe que ella posee esta extraña habilidad para convertirle en un salvaje. Recuerda también lo cerca que estuvo ayer de hacer alguna tontería de la que hubiera tenido después que arrepentirse.

Se alegra de que ella no pueda recordar nada. Es una gran ventaja que tu enemigo no sepa lo que le hiciste ayer. No puede evitar que su cabeza juegue a barajar posibilidades acerca del rédito que podría obtener gracias a la situación de inferioridad de Nina, gracias al hecho de que no recuerde nada cada vez que se despierta. Puesto a pensar en opciones, sus neuronas no descartan ni una sola, desde la broma más inocente hasta el delito más retorcido y punible.

Su pensamiento está repleto de pechos de mujer, de pieles suaves, de curvas pronunciadas y de voluptuosidades. Primero Ángela con su pretendido descuido y ahora Nina con su irrevocable situación de inferioridad y sus pezones rozando imponentes las sábanas que, a duras penas, los contienen.

Así pues se cuece en él, a fuego lento, la idea de jugar otro ratito con ella. La ha visto bastante tocada y está seguro de que un par de pastillas, de las amarillas, conseguirán hacer que la bestia bese finalmente la lona y no oponga ninguna resistencia.

A la vuelta el doctor se va y ella, como él suponía, no recuerda el incidente de la noche anterior. En lugar de eso se dedica a llorar y a pedirle que la suelte, cosa que él no tiene ninguna intención de hacer. De hecho casi no encuentra resistencia cuando, muy educadamente, la obliga a tomarse las pastillas que ha conseguido para ella.

Es tarde y su zona está bastante tranquila. Apenas oye ningún ruido. Sin apartar de su cabeza la imagen de la fiera atada a la cama mientras toma mansamente, de entre sus dedos, las pastillas que le ha administrado, hace una somera ronda para comprobar que todo está en orden en las habitaciones que quedan a su cargo.

En dos de ellas los pacientes están encerrados por las noches y no suelen dar ningún problema. Normalmente las pasan bastante más cargados de lo que lo está Nina ahora. En alguna rara ocasión se ha sobresaltado al encontrarse a alguno de los inquilinos de estas estancias asomado, en mitad de la madrugada, al ojo de buey de su puerta, observando en silencio el pasillo vacío. En el poco tiempo que lleva aquí Isaac apenas ha tenido contacto con ellos. Por lo demás, un par de vasos de agua son suficientes para apaciguar al resto de ocupantes.

Un último vistazo y enfila directamente hacia la habitación de Nina. Una vez dentro saca su manojo de llaves y cierra la puerta. Por la ventana se cuela, débil, la luz de las farolas que iluminan el jardín. Isaac sube la persiana hasta arriba para conseguir que la tiniebla se convierta en penumbra. Suficiente para ver por dónde se anda y adivinar el contorno de la figura femenina que yace inmóvil en la cama. Durante unos segundos la observa, desde los pies de la cama, cruzado de brazos, con una media sonrisa en la boca. Entonces se acerca a ella y tira de las ropas de cama hacia abajo. Un pantalón azul claro largo, de algodón y una camiseta del mismo tejido y el mismo tono, cubren el cuerpo de Nina. No está seguro de que debajo del pantalón haya bragas. Sí lo está que de que debajo de la camiseta no hay sujetador. Tampoco está seguro de ser capaz de mantener mucho más tiempo a raya la tremenda erección que abulta su entrepierna.

Necesita masturbarse.

Se acerca a Nina y suelta las ataduras que sujetan su pie izquierdo. Ella emite un leve gemido y mueve la cabeza de un lado a otro. Con todo el cuidado que es capaz de poner junta sus dos piernas y le baja los pantalones hasta las rodillas.

Sí, hay bragas.

Toca su pene endurecido por encima del pantalón, despacio pero enérgicamente. Se acerca de nuevo a ella y le sube la camiseta hasta dejarla justo por encima de sus pechos. Ella se remueve de nuevo y gime, esta vez más intensamente. Él se frota la entrepierna otra vez. Le encantan las tetas pequeñas. Estira una mano y le toca la derecha. La encuentra tan dura como prometía su visión. El pezón, presa del repentino cambio de temperatura, le recibe firme y tieso como una almendra. Se toca otra vez.

Sus ojos viajan entonces desde el pecho hasta las caderas y de ahí hasta su sexo, a duras penas oculto tras las pequeñas braguitas blancas que lo cubren. Su pene se llena de sangre al mismo ritmo que su cerebro se vacía de ella. Entonces se acerca de nuevo y le baja las bragas, hasta donde estaba el pantalón. El vello de su pubis es castaño claro y muy poco abundante. A Isaac se le termina de nublar la vista y, presa de un deseo irreprimible, termina de bajar las bragas y el pantalón hasta que saca por ambos el pie que ha desatado hace un par de minutos. Acto seguido vuelve a atarlo y tensa después las correas de ambas piernas para obligarlas a separarse casi hasta los extremos del colchón. Suelta su miembro para tocar con su mano el sexo de ella, caliente, pequeño y seco.

Nina se revuelve otra vez en medio de su letargo inducido, como si intentara quejarse de algo pero sin saber del todo de qué. Por momentos mueve los brazos y los pies haciendo que las correas se tensen a todo lo largo de la cama.

Isaac solo es capaz de mantener su vista ocupada entre las caderas y los pechos de su cautiva semidormida mientras continúa tocándose a sí mismo y tocándola a ella.

Dos minutos y no es capaz de resistir la tentación ni un momento más y, después de bajarse los pantalones y el calzoncillo, se sube a la cama y se coloca sobre ella. Se escupe en los dedos y los restriega por todo el exterior y el interior de su vagina.

No está del todo seguro de cómo ha llegado a suceder ni de las consecuencias que pueda llegar a tener lo que está haciendo, el caso es que, un rato después de entrar en la habitación está en la cama violando a una paciente semiinconsciente que se queja en sueños, intentando defenderse de una amenaza que ni siquiera parece ser capaz de identificar.

Mientras acomete una y otra vez el cuerpo menudo de Nina, Isaac ruega mentalmente a quien sea capaz de oírle que a la mañana siguiente, como todas las mañanas siguientes, ella no recuerde nada.

 

 

 

18

 

En mitad de la noche Nina despierta sobresaltada. Las pastillas siguen pesando sobre su cabeza y su dolorido cuerpo. Aun así se agarra repentinamente a la consciencia como si fuera un barril que flota en medio del océano, después de que el barco en el que viajara se hubiera hundido de repente. Aunque no se trate de agua, tiene la sensación de flotar sobre la cama, como si su cuerpo no estuviese en contacto con el colchón. Intentando mover brazos y piernas llega a la dolorosa conclusión de que la sensación de ingravidez está producida por el hecho de que su espalda y sus piernas, sobre todo la derecha, están dormidas. Aún después de que ella haya despertado. Desde el cuello hacia abajo apenas nota nada más que sus petrificados brazos. Puede mover los dedos del pie izquierdo y la misma rodilla pero le resulta imposible repetir la operación en la parte izquierda de su cuerpo. Tirando fuertemente de una de las correas consigue apalancarse y cambiar el apoyo del torso para que su flujo sanguíneo se reactive, aunque sea muy lentamente. Mientras mira fijamente a la ventana para adivinar la hora que pueda ser, le sorprende el intenso hormigueo que empieza a recorrer, en forma de violentos ramalazos, toda la parte inferior de su cuerpo.

Además, y para colmo de males, está ese dolor intenso en la parte trasera de su cabeza.

Por alguna de las rendijas de la persiana entra algo de tenue claridad. Nina sabe que la proyectan las farolas del jardín. Está casi segura de que el sol aún no ha hecho acto de presencia. Su pierna derecha empieza a doler. Siente como si alguien se la estuviera estrujando igual que si fuera una bayeta empapada que hubiera que escurrir. No puede evitar emitir un quejido agudo y sostenido por el dolor que este despertar le está produciendo.

—Despiertas pronto hoy, ¿no?

Nina gira bruscamente la cabeza hacia su izquierda, para ver el lugar del que procede la voz. Sentado en la silla en la que hace un rato estaba el doctor Ortiz la figura de su visitante alado le habla desde la oscuridad casi absoluta.

—Te odio.

—Lo sé, Nina. Y sabes que de poco te sirve hacerlo. Con el tiempo entenderás que no tienes por qué odiarme. Aprenderás que no es despreciable lo que hago contigo.

—Solo espero, con el tiempo, poder olvidarme de ti, de las cosas que me cuentas y de todo lo que representas.

Por momentos los párpados de Nina parecen rendirse ante el abrazo cálido de los rescoldos del barbitúrico que aún mora en su organismo. Solo consiguen mantenerla despierta las crueles oleadas de dolor que recorren su cuerpo desde la punta de los dedos de los pies hasta casi la mismísima base del cráneo. El hormigueo viene acompañado de sacudidas casi insoportables.

De repente Nina recuerda que, en alguna ocasión, en algún quirófano, su sistema nervioso ha experimentado estertores similares a los que ahora soporta. La visión es efímera y terriblemente esquiva aunque deja en ella la inequívoca sensación de haberla vivido en sus propias carnes, de que no se trata de algo que haya podido ver en televisión o sucediéndole a otra persona. Sabe, a ciencia cierta, que el acto de dar a luz o la sensación de las contracciones asociadas a este, le produjeron en su día un dolor similar al que ahora la está poseyendo. Por unos instantes es capaz incluso de olvidarse de que su pesadilla personal está sentada a menos de un metro de ella.

—Me duele, me duele mucho. Me duele todo el cuerpo.

—Normal, Nina. Dormir atada a la cama no es agradable y, a veces, tiene efectos secundarios.

—Ayúdame, desátame. No te quedes ahí sin parar de hablarme y de molestarme. Si no quieres que te odie haz algo por mí, ayúdame a liberarme de estas correas. Estoy harta de estar así. ¡No soporto el dolor!

—Calla, mujer, calla o despertarás a todo el puto manicomio.

—Para ti es fácil decirlo, estás ahí, mirándome, mofándote de mí, disfrutando de la velada. Pero yo…

—¿Tú? ¿Tú, qué? Infeliz. Procura mantener la calma o lo único que vas a conseguir es que alguien venga a apretarte aún más las correas y a ponerte otra ración de tranquilizantes para que dejes de soliviantar al personal.

Nina deja entonces de sacudirse. Por mucho que odie al monstruo es capaz de reconocer que, en este caso, tiene razón. Es más que probable que, si sigue armando jaleo, termine exactamente en las circunstancias que el bicho está prediciendo.

Otra vez, montada en un estertor de dolor de los que le está infringiendo su espinazo, mientras intenta despertarse de la inmovilidad sufrida, aparece en su cerebro, nítida, en primer plano, la certeza de que ha sentido un padecimiento similar en alguna ocasión, en el azulado paritorio de algún lejano hospital. Lejano en la distancia y lejano en una capacidad que sorprende ahora a Nina, al merodearla después de tanto tiempo: la memoria. Parece que el bicho le habla, está segura de que le ha oído decir algo pero lo cierto es que no ha sido capaz de prestarle la atención suficiente para comprenderlo. Sus sentidos están ahora concentrados en el dolor y en el amago de recuerdo que revolotea alrededor de su cerebro. A pesar de que la sensación es real e inconfundible no acierta a sacar ninguna otra conclusión, no es capaz de extraer más información que la que ya ha visionado: un difuminado quirófano y su estresado cuerpo intentando sacar de sí a un bebé.

El bicho vuelve a hablar:

—¿Y ese cambio de gesto en tu rostro?

Ella gira la cabeza con los ojos muy abiertos, sufriendo aún por el dolor:

—Creo que he recordado algo.

Durante unos instantes no se oye nada en la habitación ni se oye nada que provenga de fuera de ella. Ni pasos por el corredor, ni el movimiento de las ramas en el jardín, ni el viento acariciando las lamas de las persianas bajadas… ni siquiera la respiración de los dos personajes que ocupan el centro de la escena. El bicho levanta entonces ligeramente el brazo derecho y abre y cierra el puño en tres ocasiones, dejando a Nina contemplar la excesiva y desagradable longitud de sus dedos y de las uñas que los delimitan.

—¿Recordar? ¿Tú? ¿El qué?

Nina vuelve a apoyar la cabeza sobre la almohada y clava la mirada en la oscuridad que hay entre ella y el techo esperando a que pase otro de los ramalazos de dolor que la recorren periódicamente desde que ha abierto los ojos.

—Soy madre. O he sido madre. O fui madre. Qué sé yo.

—¿Madre? ¿Tú? —El monstruo se inclina hacia delante, acercando su cabeza a la de ella—. Bien pensado es probable que sí, pudiera ser verdad, puede que seas madre. De cualquier manera, tampoco creo que eso sea ninguna novedad. Casi todas las mujeres acabáis siendo madres, antes o después, tarde o temprano. Todas termináis sucumbiendo a la llamada de la naturaleza y os hacéis poseer por el macho que tengáis más a mano para satisfacer vuestro inevitable instinto maternal. ¿Que eres madre? Joder, qué novedad. Madre. ¡Madre! ¡Como el noventa por ciento de las mujeres!

—Qué imbécil eres —murmura Nina, casi sin ganas, como si no encontrase las fuerzas o los argumentos necesarios y suficientes para rebatir los planteamientos de su acompañante—. Me importa poco el hecho de que todas las mujeres seamos madres tarde o temprano. Lo importante del caso es que creo que he recordado algo, creo que eso que se me ha pasado por la cabeza ha sido lo más parecido a un recuerdo que he experimentado desde que… desde que… desde que lo recuerdo. O sea, que la sensación de dar a luz a mi propio bebé ha sido un recuerdo para mí. Que he tenido la certeza de que estaba recordando algo. —El monólogo de Nina se ve abruptamente interrumpido por los aplausos de su visitante que, puesto en pie, bate las palmas con fruición, como si lo que Nina estuviese diciendo fuera el colofón de alguna especie de importante discurso—. Creo que he cometido un error diciéndote lo que te he dicho, es evidente que eres un hijo de puta que no tiene otra intención que no sea mofarse de mí y hacerme daño.

Las palabras suenan entremezcladas con la ovación que el único espectador de la obra le está regalando a la actriz protagonista.

—No me malinterpretes, Nina, esto no es una burla, de verdad, esta es mi más sincera enhorabuena, mi reconocimiento verdadero y pleno. No te enfades conmigo. Me alegro de que tu cerebro putrefacto haya decidido ponerse en marcha, de verdad. No me tomes a mal.

El bicho vuelve a sentarse, dejando finalmente de aplaudir a la contrariada cautiva.

—Y no solo eso, cabrón de mierda. La sensación que acabo de tener, además de parecerse bastante a un recuerdo, significa que puede ser que ahí afuera, en algún lugar de este mundo que desconozco por completo, haya una niña creciendo separada de su madre, o sea, de mí. Una niña que no puede estar conmigo, mientras que yo me pudro aquí, atada a esta maldita cama, acompañada por un asqueroso monstruo que no tiene otro objetivo que no sea intentar volverme loca. Te estoy diciendo, aún a pesar de que no debería hacerlo, que creo que tengo un hijo y que creo que he sido capaz de recordar algo que no haya sucedido durante el día de hoy. Y creo que es una niña, aunque no sepa por qué.

—Recuerdo que hace casi dos años asistí a un parto, dentro de un mes serán dos años exactos, fue un 27 de Febrero. La niña nació con el pelo claro y con muy poco peso. Los médicos dijeron entonces, nada más saberlo que, en efecto, estaba en el límite mínimo a partir del cual no era necesario meterla en una incubadora.

—¿A qué viene esto ahora?

Ir a la siguiente página

Report Page