Nina

Nina


PORTADA

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—Recuerdo que, nada más sacarla del vientre de la madre, toda cubierta de sangre y restos de placenta, se la pusieron en el pecho para que ambas pudieran notar mutuamente su calor. Recuerdo que el quirófano estaba fresco y que el invierno era muy frío. Y recuerdo que cuando depositaron a la niña sobre su pecho la madre tuvo tiempo para retorcer un poco el gesto, para dejar que un rastro de contrariedad asomara a sus facciones, al ver cómo su hija recién nacida le estaba manchando la piel. Fue una mueca fugaz, creo que prácticamente imperceptible para el resto de personas que en ese momento había allí. Pero la madre la hizo. Solo una fracción de segundo pero la hizo. Después sonrió con ternura y abrazó a su retoño y la acercó a sus labios para poder besarla. Y después de eso lloró. Lloró de alegría y de dolor. El personal la miraba con el gesto enternecido esperando pacientemente a que el encuentro entre madre e hija fuera lo suficientemente largo como para imprimir en ambas un recuerdo imborrable. Entonces, antes de que ninguna enfermera se acercase a recoger al bebé, la madre la separó de su pecho, despacio, con una sonrisa en los labios y se la ofreció a la matrona que se encontraba más cerca. Esta se hizo cargo de la pequeña y, un minuto más tarde, se la llevó del paritorio.

»La madre se quedó a solas y, poco después se durmió.

—¿Ya estás con tus batallas?

Nina se retuerce de nuevo entre las sábanas víctima de otra oleada de dolor que la estremece desde el talón hasta la punta de los dedos de la mano izquierda.

—Unos meses después volví a visitar a esa madre, a la que aquel frío día de febrero había visto en un quirófano. Vivía en un piso enorme. En un ático, con dos plantas, con una terraza llena de árboles, todos plantados en macetas que llegaban a la altura del pecho. Desde la terraza del magnífico ático se veían las laderas verdes y blancas de unas majestuosas montañas que se alzaban a unos pocos kilómetros de allí y que iban a morir al mar. La vista de aquellos riscos y de la costa contigua era realmente impresionante.

»En medio de la terraza había una mesa de madera de teca rodeada de seis sillones del mismo material con mullidos cojines blancos sobre ellos. En medio de la mesa había una botella de vino con una copa medio vacía al lado. Al lado de la copa un pequeño espejo con cocaína sobre él. Mientras contemplaba la bucólica escena la mujer apareció, con una bata de raso, blanca, a medio abotonar, con la ropa interior apareciendo por debajo. Despeinada y con la cara marcada aún por el maquillaje de la noche anterior. Desde dentro del piso llegaba el sonido del llanto de un niño.

»¿Sabes Nina? —El monstruo no se detiene para dejar que ella le conteste—. He visto de todo. He visto la belleza, la fealdad, la tranquilidad y el ajetreo, la paz y el desasosiego. He presenciado escenas con miles de matices y posibles interpretaciones. He visto a gente correr con miedo y he visto a gente intentando afrontar sus desdichas. Pero casi siempre he terminado observando las mismas actitudes en las personas a las que he visitado. La mezquindad, la ruindad, el egoísmo, la mentira, el engaño, la trampa, la bajeza… ¿Sabes lo difícil que resulta encontrarse con alguien que le plante cara a la vida sin mirar para otro lado y trate de solucionar sus problemas sin poner su mierda en el tejado de otros más débiles o desamparados? ¿Lo sabes? —De nuevo arranca su discurso sin dar tiempo a que Nina pueda intervenir—. Resulta imposible, Nina, imposible. Porque el tiempo acaba demostrándome que los comportamientos, que en principio puedan parecer nobles y loables, siempre terminan ocultado otro tipo de fines, otro tipo de propósitos.

»Te cuento todo esto para prepararte para el futuro, para que seas capaz de desenvolverte ahí fuera. Trato de ponerte sobre aviso, no tengo intención de mostrarte la cara amable de la vida porque sí, entre otras cosas, porque siempre es una máscara, porque siempre oculta el verdadero rostro de la bajeza, aun cuando viaja disfrazada de buena acción.

»¿A cuántos he visto dando por caridad una ínfima parte de lo que podían llevar en el bolsillo más pequeño de su pantalón pensando que eso podría sanear su conciencia después de haber engañado a alguno de sus amigos o de sus clientes en sumas que ruborizarían al mismísimo Al Capone?

»¿Cuántos apadrinan niños con la única finalidad de poder engañarse a sí mismos cada noche, cuando se van a dormir, poniendo ungüentos ficticios sobre sus acciones, para poder vivir la ilusión de que el resto de bajezas que han cometido durante el día empequeñecen ante la sombra de esta noble acción?

»La realidad demuestra que la gente necesita dormir por las noches y eso es difícil de conseguir con la conciencia sucia. Resulta que hay cosas que no podéis evitar hacer, actos que no podéis dejar de perpetrar, por obediencia, por cerrazón, por ignorancia, por mezquindad… pero las buenas acciones a las que os agarráis siempre son menudas, insignificantes en comparación con toda esa malevolencia que desplegáis a diario. Y, lo que es peor, no es que no consigan salvar vuestras almas, no, lo peor es que la bondad solo suele aparecer para tonificar tanto exceso de malevolencia y de ruindad.

Nina se remueve entonces en la cama mientras emite un ruido apagado como muestra de contrariedad.

—La mujer del ático —continúa el bicho—, la de la bata de raso a medio abrochar, la de la cara cubierta de restos de maquillaje, se acercó a la gran mesa de teca que presidía la formidable terraza y se inclinó sobre ella para esnifar una de las rayas de cocaína que había preparadas sobre ella. La más grande. Después de erguirse de nuevo miró al cielo mientras se frotaba la nariz con los ojos entrecerrados y emitió un gemido a medio camino entre el placer y el dolor. Sin duda la droga había llegado hondo y le había hecho estremecerse. Unos segundos después rellenó la copa de vino y se echó a la garganta un trago largo. Se sentó en uno de los sillones que había junto a la mesa, dejándose caer pesadamente sobre el mullido cojín y, entornando de nuevo la mirada, apoyó la cabeza sobre el respaldo.

»El llanto del bebé, apagado por la distancia, seguía llegando desde dentro, aliñando la escena. La mujer estuvo así un rato, mezclando sus propios gemidos con los del bebé que la reclamaba desde su cuna. La dejé allí, revolcándose en su desidia y entré adentro, a ver al bebé. Nada más llegar al salón se levantó y entró ella también dentro de la casa. Caminaba despacio, arrastrando las zapatillas por el suelo de mármol blanco, atusándose el pelo con una mano mientras avanzaba con la otra depositada sobre la cadera. En la habitación, toda en rosa o en apagados tonos a juego, el llanto de la cría era bastante más perceptible y penetrante. La mujer se acercó a la cuna y apoyó sus manos sobre la barandilla que la protegía, contemplando al bebé mientras se retorcía sobre las sábanas, sudando y con el rostro cubierto de lágrimas y mocos. La criatura, habiendo comprobado que su madre permanecía inmóvil, contemplándola desde fuera de su alcance, redoblo sus esfuerzos y aumentó desesperada el volumen de su queja.

»La madre, después de permanecer así durante cinco minutos le habló al bebé: “No deberías ser tan insistente. ¿Se puede saber qué coño quieres? ¿No puedes parar ya?”.

»Cada palabra que la niña escuchaba de su madre hacía que su agonía fuese aún mayor. Cada instante que pasaba, comprobando que su madre le hablaba desde la distancia sin dignarse a acercarse a tomarla o a calmarla, hacía que la pequeña llorase con más intensidad. Después de diez minutos de crescendo salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí, dejando a su bebé allí, ahogándose en un charco de lágrimas: “Paso de ti”, se despidió.

»De nuevo en la terraza encendió un cigarrillo y se acercó a la barandilla, a contemplar el paisaje mientras fumaba nerviosa. El llanto seguía poniendo el hilo musical a la escena. Un minuto después tiraba la colilla al vacío y volvía a entrar en el piso, más nerviosa aún que en la ocasión anterior. Llegó de nuevo a la habitación y, después de abrir bruscamente la puerta, se acercó a la cuna y tomó a la pequeña. Con ella en brazos volvió a salir a la terraza. Debía ser más de media mañana. El sol, a pesar de estar bien alto en el cielo, calentaba poco, medio oculto tras los remilgos que le imponía la delgada capa de nubes que lo tapaba. Después de dejar a la criatura sobre uno de los cojines se inclinó de nuevo sobre la mesa y esnifó la segunda de las cuatro rayas que en un principio había preparadas. Otra media copa de vino de un trago. Otro cigarrillo encendido. Y el llanto que continuaba. Cogiendo al bebé entró en el piso, con el cigarro en la mano. En el salón descolgó el teléfono y marcó atropelladamente un número. La voz que sonó al otro lado debió ser la de alguna persona que soliese ayudarla con el bebé, una especie de canguro o de aya que se hiciese cargo de la niña, porque todo lo que salió de su boca fueron exigencias y reclamaciones. Quien quiera que fuese aquella persona había dejado de acudir a su casa, había dejado de atender a su hija y, por consiguiente, la había dejado a ella en la situación tan terriblemente incómoda de tener que hacerlo por sí misma. Y, al parecer, aquello, además de insoportable, era inconcebible. La niñera se excusó aduciendo que su propia hija se encontraba en un terrible trance y había tenido que ser hospitalizada, al parecer había sufrido una hemorragia y los médicos no habían sido capaces aún de adivinar el origen del problema. De cualquier manera la mujer le exigía que dejase a su hija en el hospital, que allí estaba en buenas manos y que acudiera en su ayuda, porque su situación sí que era desesperada. A pesar de lo manifiestamente injusto de la exigencia, consiguió de la niñera la promesa firme de acudir a su casa tan pronto como su hija recuperase la consciencia. Aun habiendo conseguido este compromiso la conversación no pareció satisfacerla ni tampoco aplacar sus nervios en modo alguno.

»El llanto de la niña no cesaba.

»La madre, después de aplastar el cigarrillo en uno de los platos con restos de comida que había en el fregadero de la cocina, sentó a la niña en una pequeña trona de madera que tenía junto a una de las encimeras. La cocina de aquel piso era más grande que el salón de muchos otros. La pequeña no paraba de patalear y de moquear, desconsolada.

»Sin tener del todo claros los pasos necesarios tomó un biberón y comenzó a preparar algo para que el bebé pudiera comer. La única idea que anidaba entonces en la cabeza de aquella mujer era la de hacer que su hija se callara. Por su cerebro discurrían posibles soluciones para llegar a este objetivo, todas de lo más variopinto y la mayoría completamente descabelladas. Unas pocas incluían comportamientos violentos o descontrolados. Sentía que estaba a punto de perder los nervios y casi estaba preparada para dejarse llevar y hacerlo. A pesar de todo, y en medio de la vorágine en la que su cabeza se movía, no consideró que ninguna de ellas fuese lo suficientemente complicada como para descartarla. Aun así creyó entender que lo más probable era que su hija tuviera hambre y que, consiguiendo saciarla, conseguiría acabar de una vez por todas con el llanto que amenazaba con robarle la cordura. El pitido de un mensaje de texto en su móvil la sacó instantáneamente del trance. Soltó el biberón y fue al salón para leerlo. La niñera le informaba de que, por el momento, su hija seguía grave y no sabía cuándo iba a poder acudir a su casa.

»Emitiendo un grito corto y seco lanzó el teléfono contra la pared. A la ida viajó un todo, después del golpe rebotaron varias partes.

»De nuevo en la cocina el biberón daba vueltas en el microondas. Burbujeando en la parte superior. Tuvo que utilizar un trapo para poder sacarlo de allí sin escaldarse los dedos. Su hija seguía llorando, con más fuerza si cabe, ante la fantástica visión de la comida que estaba a punto de ingerir. La mujer, sin parar de maldecir, tiró la mitad del contenido del biberón y lo rellenó con agua de la nevera para tratar así de enfriar el brebaje. Después de cerrarlo lo agitó enérgicamente una cuantas veces y se acercó a su hija. Mientras contemplaba las manchas que acababa de esparcir por todo el techo de la cocina por no haber tapado el orificio de la tetina, lo acercó a los labios de la niña, que parecía calmarse a medida que el pequeño envase se le acercaba. Después del primer trago un par de segundos de silencio y otra vez el llanto, desconsolado y estridente, ocasionado esta vez por el dolor que le acababa de producir el líquido caliente al llegar a su boca.

»Otro par de minutos, de palabrotas, de insultos y de maldiciones mientras añadía más agua fría al, ya de por sí, ralo contenido del biberón. A pesar del daño que le acababa de infringir, la bebe seguía mirando aquel objeto como si fuera la mismísima puerta del paraíso, como si no hubiera nada sobre la faz de la tierra tan apetitoso y agradable. Levantando las manos hacia él y agitando las piernas como si moviera unos pedales imaginarios, ansiaba el momento de poder llevárselo a la boca. Unas últimas sacudidas, esta vez con el dedo tapando la parte superior de la tetina, y la bebé cerraba los ojos plácidamente mientras el líquido bajaba hasta su dolorido estómago.

»Ni una queja más, se acabó el pataleo. Solo algún que otro gemido contenido mientras succionaba sin apenas pausa. Cuando hubo tomado la última gota se retiró para eructar y volvió a llorar de nuevo, extendiendo las manos hacia ella. Solo después del segundo biberón consiguió aquella mujer que su hija parase de llorar y, con ello, dejase también de taladrarle la cabeza.

»Dejando a la cría en la trona salió de nuevo a la terraza para vaciar otra media copa de vino de un trago. Se sentó después en uno de los sillones y encendió un pitillo. Cuando entró de nuevo en la cocina, con el cigarro casi consumido entre los dedos, la niña dormía plácidamente con la cabeza apoyada sobre la madera de la trona, en una posición prácticamente imposible para una persona adulta. La mujer tiró la colilla en uno de los vasos con agua que había dentro de la pila y cogió a la niña y la llevo a la habitación. Una vez allí la metió de nuevo en la cuna y bajó la persiana y cerró la puerta después de salir.

»Fue a la terraza y tomó otro poco de vino. Dos minutos después estaba metida en su cama, durmiendo sin ni siquiera haberse quitado la bata.

—¿Le diste un premio? ¿Un besito? A veces creo que te vuelves cargante adrede. Dentro de lo malo, hoy no ha habido sangre, ni muertos.

—Sabes que los habrá, no te he contado la película entera. Solo un par de escenas, para no destriparte el final.

»No olvides una cosa, Nina, las películas buenas siempre acaban mal.

—¿Y por qué me cuentas las peripecias de una madre borracha y su hija hambrienta?

—¿Tenías dolores de parto?

—¿Qué sabrás tú de parir?

—Nunca lo he hecho, Nina, pero, ¿qué importa eso ahora?

—Creo que voy a ignorarte, no tengo ganas de oírte ni de discutir contigo. Me duele el cuello, los brazos, las piernas, la espalda, las manos… Me duele todo. En realidad me duelen más partes de las que creo que sea razonable. Me encuentro mal, con el cuerpo entumecido y la cabeza abotagada. Me gustaría poder tocarme el pelo. Me gustaría poder tumbarme de lado, poder darme la vuelta en la cama. Pero, sobre todo, me gustaría poder librarme de esta sensación que tengo de que pasan demasiadas cosas mientras duermo, mientras duermo empastillada, demasiadas cosas que tienen que ver conmigo, demasiadas cosas que me producen demasiados dolores, demasiados dolores que me plantean demasiadas preguntas.

—Pobrecilla. —El bicho se ha levantado y camina ahora de un lado a otro de la habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho desnudo y las imponentes alas plegadas a su espalda.

La imagen del ser moviéndose por la habitación inyecta repentinamente en el ánimo de Nina una nueva y abundante dosis de dolor lacerante y sordo. Aunque este nuevo pesar está fuera del plano físico, ella lo siente aún más presente que el que todavía se aferra a sus inmovilizados miembros.

Se plantea otra vez si no es más que una loca desgraciada, tan ilusa como los miles que hay en cualquier manicomio de mala muerte. Se siente sola y perdida, débil y desamparada, invadida por la omnipresente sensación de que el mundo a su alrededor se encuentra fuera de su control y es completamente inalcanzable para ella. Se siente desgraciada, pequeña y abandonada a su suerte, en manos de una criatura que bien podría haber salido de la mente de algún escritor desequilibrado de tres al cuarto y con unas copas de más. Y luego, al final de todo, aunque acercándose peligrosamente a la superficie, está esa sensación que tiene cada vez más presente de que algo en su entrepierna no va bien. Parece que, a cada minuto que pasa, se hace más tangible el hecho de que hay algo ahí abajo que no está como debería estar. Sabe que no es la menstruación y sabe que lo que la atormenta tampoco tiene nada que ver con el hecho de que prácticamente todo el cuerpo se le haya quedado dormido y agarrotado.

No, lo que pasa ahí abajo es algo diferente a lo que le sucede al resto de su anatomía. Y el maldito monstruo con su perorata y sus afrentas solo estaba consiguiendo que no pueda centrar su atención en ello. Lo que le pasa ahí abajo tiene que ver con la desazón que siente, con el dolor físico, con la suciedad y con la humedad y la incomodidad. Poco a poco crece en su cerebro la necesidad de tocarse, de inspeccionarse, de comprobar qué ocurre, qué ha podido ocurrir. Quiere cerciorarse de que lo que siente es solo un reflejo del entumecimiento que se ha apoderado de su cuerpo, ese que le ha hecho contar con la posibilidad, por medio de lo que ella misma ha identificado como un recuerdo, de que tiempo atrás fuera madre. Involuntariamente, sus miembros vuelven a tensarse sobre las correas, intentando infructuosamente deshacerse de ellas.

—Si esperas poder liberarte de las correas es que estás peor de lo que yo pensaba. Bastante peor, en realidad.

—¡¿Acaso no puedes ayudarme?!

—En efecto, estás bastante peor de lo que tú misma crees.

Nina comienza a retorcerse con más intensidad, a sacudir brazos y piernas y a emitir sonidos entrecortados a la vez que insiste en seguir tirando de las correas. Poco a poco, a medida que disminuye la fuerza de las acometidas, aumenta el volumen de los quejidos. Sin apenas darse cuenta de lo que está haciendo se encuentra a sí misma gritando en la oscuridad de su habitación, tratando de que alguien, quien sea, le ayude a liberarse de las ataduras que la mantienen inmóvil e incapaz de volver a calmarse. Pero, sobre todo, quiere respuestas, necesita saber a qué se debe esa sensación tan rara que tiene entre las piernas.

Un par de minutos más y oye cómo se abre la puerta, después ve el haz de luz que ilumina la habitación colándose desde el pasillo y, seguidamente, aparece Isaac.

—Nina. ¡Cállate!

Ella, al verle, deja de gritar y le mira suplicante, esbozando una ligera sonrisa. A pesar de la suave luz que ahora baña la estancia es incapaz de localizar al bicho. Entonces nota cómo él enfermero retira la ropa que la cubre y, un instante después, siente un pinchazo en el brazo.

—Pero, ¿qué haces?

Isaac le tapa la boca con la mano y la mira con los ojos muy abiertos.

Antes siquiera de plantearse retomar la resistencia o la protesta, la voluntad de Nina desaparece por completo, borrada de un plumazo por la inconsciencia que la posee de repente.

Oscuridad.

Otra vez.

 

 

 

19

 

Después de salir de la habitación de Nina, Isaac va al mostrador en el que suele pasar buena parte de su turno y se sienta. Está en el mismo pasillo que la habitación de ella, a unos veinte metros de su puerta. No se oye ningún ruido, todo está en calma. Apoya las manos sobre la mesa, contemplando absorto el monitor apagado del ordenador. Inconscientemente, empieza a sacudir su pierna derecha, arriba y abajo, apoyándose sobre la punta del pie para llevar a cabo el baile. Nota que está sudando. Nota que su frente está sudando, que están sudando sus axilas y que están sudando incluso las palmas de sus manos. Hace cinco minutos estaba violando a una paciente medio inconsciente y ahora está sentado en su mesa, empezando a darle vueltas a las múltiples implicaciones que su acto puede tener. Asoma la cabeza al pasillo para comprobar que todo sigue igual: ningún movimiento. Es incapaz de hacer que su pierna derecha deje de agitarse. Sus manos siguen sudando. Entonces se levanta y va al baño de los empleados. Una vez allí se las lava, con abundante jabón. Cuando se está secando con la toalla se vuelve a inclinar sobre el lavabo y repite la operación, con más jabón si cabe esta vez. Termina de secarse y se queda quieto, frente al espejo, mirándose sin saber siquiera qué pensar. Se da cuenta de que no es capaz de llegar a sentirse culpable o apesadumbrado.

Tiene miedo.

Descubre que lo único que sí que tiene claro es que tiene miedo, mucho miedo, pensando en lo que pueda sucederle a partir de ahora. Va a su taquilla y saca otra camisa y se la cambia por la que lleva puesta.

También tiene la sensación de que el olor de Nina le persigue.

Entonces va a lavabo y vuelve a lavarse las manos. Un minuto después se va a la zona de las duchas, se desnuda atropelladamente, se coloca bajo el caudaloso y humeante chorro de uno de los grifos y se frota enérgicamente todo el cuerpo hasta que cree llegar a la endeble conclusión de que el persistente aroma ha desaparecido.

Cree que es posible que se le haya ido la mano, que debería tener algún plan o inventar alguna excusa por si las cosas se pusieran serias. Por su cabeza empiezan a circular ideas y conjeturas acerca de lo que podría decir si le preguntaran por el incidente. O incluso sobre lo que debería hacer para adelantarse a la posibilidad de que esto llegase a ocurrir.

Por la mañana tiene que llamar a Rodrigo para hablar con él. Es necesario que los términos del acuerdo al que han llegado queden claros y meridianos.

Está muy nervioso y la ducha no termina de ayudarle a tranquilizarse. Sopesa posibilidades, variadas, de toda índole.

Después de secarse se viste y vuelve al mostrador del pasillo. Todo sigue en calma.

Piensa que, a lo mejor, tiene que entregarse a la policía y confesar lo ocurrido pero, al mismo tiempo, también piensa que si entra en la habitación de Nina y le pone una almohada en la boca hasta que deje de respirar sus problemas acabarán ahí.

O empezarán.

No tiene nada claro y son más de las cuatro de la mañana.

Entonces apoya la cabeza sobre las manos depositadas en la mesa, para tratar de aclararse y, un par de minutos después, como cada noche, se queda dormido.

 

No sabe cuánto tiempo ha transcurrido ni qué ha sucedido en este lapso indefinido. El caso es que cuando recupera la consciencia oye gritos, medio apagados por las puertas que se interponen, pero gritos al fin y al cabo.

Gritos proferidos por una voz de mujer.

Con el segundo que escucha, mientras termina de abrir los ojos, se convence de que la voz es la de Nina. No hay duda.

Quejidos, medios llantos y preguntas. Sobre todo, hay un par de frases que taladran sus oídos como si estuvieran hechos de bizcocho: «¿¡Qué me habéis hecho!? ¿¡Por qué me duele ahí abajo!?».

No necesita oír más.

Se levanta de un respingo y coge la llave de la vitrina de los medicamentos. Después de tres nerviosos intentos consigue abrir la cerradura. De camino a la habitación introduce una jeringuilla por el tapón de uno de los botecitos que ha cogido y la llena con el líquido transparente que contiene.

Es necesario que Nina deje de chillar. Ya decidirá qué hacer después.

Cuando entra le pide que se calle y, después de localizar uno de sus brazos, hunde en él la jeringuilla y aprieta el émbolo hasta inocularle todo el contenido. Ella se sorprende ante el pinchazo así que no le queda más remedio que taparle la boca y esperar a que el principio activo haga su efecto. Sabe por experiencia que es prácticamente automático.

Finalmente el lugar vuelve a quedar en silencio. Bendito silencio, piensa Isaac.

¿Y ahora qué?

Una de las ideas que anduvieron dando vueltas por su cabeza justo antes de quedarse dormido comienza a tomar fuerza, a imponerse definitivamente sobre las demás. Quizás no por ser la más razonable o menos traumática, quizás simplemente porque piensa que es la más fácil de poner en práctica y la que mejores resultados debería dar a corto plazo.

El medio y largo plazo, de momento, no están a su alcance. Cuando consiga agarrar al toro por los cuernos empezará a pensar en posteriores movimientos.

Se cerciora de que Nina está de nuevo dormida y sale apresurado de la habitación. Detrás del mostrador de su puesto hay tres puertas. Abre una de ellas y entra en la estancia que hay detrás. Unos segundos después vuelve a salir empujando una camilla en dirección a la habitación de su interna favorita. Normalmente suben a los pacientes a la camilla entre dos compañeros así que llevar a cabo la operación va a resultar ser un trabajo difícil a la par que cansado. Mientras mueve a Nina su cabeza va dándole vueltas a la amalgama que han formado sus ideas, tratando de encajar todas las piezas, intentando mantenerse frío y esperando que no quede ningún cabo suelto, que no se le pase por alto nada importante. La tapa con una sábana hasta la boca y vuelve a empujar la camilla, esta vez cargada, fuera de la habitación. Debido al peso, el manejo se vuelve un poco más trabajoso de lo que le ha resultado al venir.

El pasillo está despejado. Menos mal.

Cuando llega al montacargas se detiene y toca el pulsador de llamada. Cinco veces seguidas. Vuelve a mirar a izquierda y derecha. Sigue sin aparecer nadie. Nina se revuelve, ligeramente, bajo la sábana con la que él la ha tapado y emite un débil gemido. Isaac cree que el corazón se le va a salir por la boca. Ahora resulta que no está del todo seguro de que lo que le ha pinchado a Nina sea lo que piensa que debería haberle pinchado. A veces piensa de sí mismo que es un idiota y esta es una de esas ocasiones. Se pasa el día rodeado de pastillas, de supositorios y de inyecciones y sigue teniendo dudas con los colores, las dosis y los horarios.

Estudie usted enfermería para esto.

Antes de que llegue el ascensor ha tocado el botón otras cinco veces más.

Su objetivo no es el sótano, sino el subsótano pero no tiene demasiado claro cómo va a ser capaz de llegar hasta allá abajo. Probablemente debido a la celeridad con la que el plan ha acudido a su mente, y a lo rudimentario del planteamiento, no ha sido capaz de prever todas las contingencias con las que se iba a encontrar. Y, una vez dentro del ascensor, recuerda que el aparato en cuestión no baja directamente hasta la planta más baja del edificio. Es necesario acabar el viaje en el sótano y, desde allí, recorrer un buen trozo de pasillo y dos tramos de angostas escaleras hasta el nivel inferior y último. El destino con el que su aturullado cerebro sueña. Visto lo visto, y una vez sopesadas estas alternativas, Isaac considera que lo mejor es apretar el botón del sótano y, cuando se abran las puertas, rezar todo lo que sepa para que no haya nadie por allí.

Las poleas del ascensor son ruidosas y van desengrasadas y, a cada metro, alguna de las aristas de la cabina roza con la pared del hueco mientras la máquina continúa descendiendo. Nunca se había dado cuenta de lo despacio que viaja el condenado cacharro. Al llegar abajo una última sacudida y la puerta que comienza a abrirse. También muy lentamente. Nina se remueve intentando sacarse la sábana de entre los labios. Isaac le da un manotazo y asoma la cabeza al pasillo para ver qué hay.

En la parte de la derecha, a unos diez metros, hay alguien sentado en un banco de madera. En la fracción de segundo en la que Isaac ha enfocado sus ojos sobre la figura ha concluido tres cosas:

Una: que es un hombre, un interno, y que tiene un cigarrillo en la mano.

Dos: que está girado sobre su asiento de manera que toda su atención permanece depositada en la puerta recién abierta del montacargas.

Y tres: (y la más importante de la lista) está en mitad del camino que Isaac tenía previsto tomar.

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