Nietzsche

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I La voluntad de poder como arte » La voluntad como voluntad de poder

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Pero, para anticipar ya lo decisivo: ¿Qué entiende el propio Nietzsche con la expresión «voluntad de poder»? ¿Qué quiere decir voluntad? ¿Qué quiere decir voluntad de poder? Estas dos preguntas son para Nietzsche sólo una; porque para él la voluntad no es otra cosa que voluntad de poder, y poder no es otra cosa que la esencia de la voluntad. Voluntad de poder es, entonces, voluntad de voluntad; es decir, querer es: quererse a sí mismo. Esto necesita, sin embargo, aclaración.

En este intento, al igual que en todas las delimitaciones similares de conceptos que pretenden aprehender el ser del ente, hay que tener en cuenta dos cosas: 1) Una determinación conceptual exacta, en el sentido de una indicación enumerativa de las características de aquello que hay que determinar, resulta vacía y no verdadera en tanto no volvamos a ejecutar efectivamente aquello de que se habla y no lo llevemos ante el ojo interno. 2) Para comprender el concepto nietzscheano de voluntad vale en particular lo siguiente: si según Nietzsche la voluntad, en cuanto voluntad de poder, es el carácter fundamental de todo ente, al determinar la esencia de la voluntad no podemos invocar un ente determinado, ni un determinado modo de ser, para, a partir de allí, explicar la esencia de la voluntad.

Así pues, la voluntad, en cuanto carácter general de todo ente, no proporciona ninguna indicación inmediata acerca de desde dónde podría deducirse su concepto en cuanto concepto de ser. Si bien nunca desplegó esta situación de un modo fundamental y sistemático, Nietzsche sabe con claridad que aquí persigue una cuestión nada común.

Dos ejemplos pueden ilustrar de qué se trata. En la representación corriente, la voluntad es tomada como una facultad anímica. Lo que la voluntad sea se determina desde la esencia del alma; del alma trata la psicología. Alma alude a un determinado ente, a diferencia del cuerpo o del espíritu. Pero si para Nietzsche la voluntad determina el ser de todo ente, resulta que la voluntad no es algo anímico sino que el alma es algo volitivo. Pero también el cuerpo y el espíritu, en la medida en que «son», son voluntad. Y por otra parte: la voluntad es considerada como una facultad; esto quiere decir: ser capaz, estar en condiciones de…, tener poder y ejercer poder. Lo que es en sí poder, tal como lo es, según Nietzsche, la voluntad, no puede caracterizarse determinándolo como una facultad, ya que la esencia de una facultad está fundada en la esencia de la voluntad en cuanto poder.

Un segundo ejemplo: se considera a la voluntad como un tipo de causa. Decimos: este hombre hace las cosas más con la voluntad que con la inteligencia; la voluntad produce algo, tiene por efecto un resultado. Pero ser-causa es un determinado modo de ser, con él no se puede comprender, por lo tanto, el ser en cuanto tal. La voluntad no es un efectuar. Lo que corrientemente se toma como algo eficiente, aquella facultad que causa algo, se funda ello mismo en la voluntad (cfr. VIII, 80).

Si la voluntad de poder caracteriza al ser mismo, no queda nada

como lo cual pueda determinarse aún la voluntad. Voluntad es voluntad; pero esta determinación, formalmente correcta, no dice ya nada. Y conduce fácilmente a error si se piensa que a la simple palabra le corresponde una cosa igualmente simple.

Por ello Nietzsche puede declarar: «Hoy sabemos que [la “voluntad”] no es más que una palabra» (

El ocaso de los ídolos, 1888; VII, 80). A lo que corresponde una expresión anterior, de la época del

Zaratustra: «Me río de vuestra voluntad libre, y también de vuestra voluntad no libre: ilusión es para mí lo que llamáis voluntad, la voluntad no existe» (XII, 267). Notable, que el pensador para el cual la voluntad es el carácter fundamental de todo ente, diga: «la voluntad no existe». Pero Nietzsche quiere decir que no existe

esa voluntad que se ha conocido y definido hasta ahora como facultad anímica y como aspiración general.

No obstante, Nietzsche tiene que volver a decir continuamente qué es la voluntad. Dice, por ejemplo, la voluntad es un «afecto», la voluntad es una «pasión», la voluntad es un «sentimiento», la voluntad es una «orden». Pero caracterizaciones de la voluntad tales como «afecto» y similares, ¿no hablan acaso desde el ámbito del alma y de los estados anímicos? ¿No son afecto, pasión, sentimiento y orden cosas diferentes? ¿Lo que se aporta para aclarar la esencia de la voluntad, no tiene que ser ello mismo suficientemente claro? Pero ¿qué puede ser más oscuro que la esencia del afecto y de la pasión y la diferencia entre ambos? ¿Cómo podría ser la voluntad todo esto al mismo tiempo? Difícilmente podemos pasar por alto estas preguntas y estas dudas ante la interpretación nietzscheana de la esencia de la voluntad. Y sin embargo quizás no den con lo esencial. El propio Nietzsche subraya: «El querer me parece sobre todo algo

complejo, algo que sólo como palabra tiene una unidad —y precisamente en una palabra está encerrado el prejuicio popular que se ha adueñado de la precaución siempre escasa de los filósofos» (

Más allá del bien y del mal; VII, 28)—. Nietzsche se dirige aquí sobre todo contra Schopenhauer, que opinaba que la voluntad era la cosa más simple y conocida del mundo.

Pero puesto que para Nietzsche la voluntad, en cuanto voluntad de poder, caracteriza la esencia del ser, ella sigue siendo siempre lo propiamente buscado y aquello que hay que determinar. Una vez que se ha descubierto esta esencia, sólo se trata de descubrirla en todas partes para no volver a perderla. Si el procedimiento de Nietzsche es el único posible, si alcanzó una claridad suficiente acerca del carácter único de la

pregunta por el ser y si pensó a un nivel fundamental las vías aquí necesarias y posibles, son cuestiones que por el momento dejaremos abiertas. Lo cierto es que, teniendo en cuenta la multiplicidad de significados del concepto de voluntad y la variedad de las determinaciones conceptuales dominantes, no le quedó otra salida más que servirse de lo conocido para aclarar lo que quería decir y rechazar lo que no quería decir (cfr. el comentario general acerca de los conceptos de la filosofía en

Más allá del bien y del mal, VII, 31 s.).

Si tratamos de aprehender el querer recurriendo a la peculiaridad que de cierto modo se nos impone inmediatamente, podríamos decir: querer es un movimiento hacia…, un ir hacia algo; querer es un comportamiento que está dirigido a algo. Pero cuando miramos inmediatamente una cosa que está allí delante o cuando observamos el desarrollo de un proceso, estamos en un comportamiento del que puede decirse lo mismo: nos dirigimos a la cosa representándola, y allí no hay voluntad alguna. En la simple contemplación de las cosas no queremos nada «de» ellas o «con» ellas, sino que precisamente las dejamos ser las cosas que son. Estar dirigido a algo no es aún un querer, y sin embargo en el querer se da ese movimiento hacia…

Pero también podemos «querer» la cosa, por ejemplo un libro o una motocicleta. El niño «quiere» tener tal cosa, es decir, le gustaría tenerla. Esto último no es un mero representar, sino un tipo de tender-hacia que tiene el carácter especial del deseo. Pero desear no es aún querer. Quien sólo desea de la manera más pura, precisamente no quiere, sino que tiene la esperanza de que lo deseado suceda sin su intervención. ¿Es entonces el querer un desear al que se le agrega la intervención propia? No; querer no es de ninguna manera desear, sino someterse a la propia orden, es la resolución de ordenarse a sí mismo que en sí misma es ya su ejecución. Pero con esta caracterización del querer hemos introducido de pronto una serie de determinaciones que en principio no estaban dadas en aquello que buscábamos, en el dirigirse a algo.

Parecería, sin embargo, que podría aprehenderse la esencia de la voluntad de la manera más pura si se distingue ese dirigirse a…, en cuanto puro querer, del dirigirse a algo en el sentido del mero apetecer, desear, aspirar o del mero representar. La voluntad se plantea así como la pura referencia contenida en el simple movimiento hacia…, en el ir hacia algo. Pero este planteamiento es un error. Según la convicción de Nietzsche, el error básico de Schopenhauer está en pensar que hay algo así como un querer puro, que sería más puro cuanto más completamente indeterminado se deje lo querido y más decididamente se excluya al que quiere. Por el contrario, en la esencia del querer radica que lo querido y el que quiere sean integrados en el querer, aunque no en el sentido exterior en que también del aspirar podemos decir que le corresponde algo que se aspira y alguien que aspira.

La

cuestión decisiva es, precisamente: ¿Cómo y en razón de qué al querer le pertenecen, en el querer, lo querido y el que quiere? Respuesta: en razón del querer y por medio del querer. El querer quiere al que quiere en cuanto tal, y el querer pone lo querido en cuanto tal. Querer es estar resuelto a sí, pero así como a aquello que quiere lo que en el querer es puesto como querido. La voluntad aporta a su querer desde sí misma y en cada caso una continua determinación. Quien no sabe lo que quiere, simplemente no quiere y no puede en absoluto querer; no hay un querer en general; «pues la voluntad, en cuanto afecto del ordenar, es el signo decisivo de la fuerza y del señorío de sí» (

La gaya ciencia, libro V, 1886; V, 282). El aspirar, por el contrario, puede ser indeterminado, tanto respecto de lo que propiamente se aspira como en referencia a quien aspira. En el aspirar y el tender estamos integrados en un movimiento hacia… y nosotros mismos no sabemos qué es lo que está en juego. En el mero aspirar a algo no somos llevados propiamente ante nosotros mismos y por ello tampoco se da en él ninguna posibilidad de aspirar más allá de nosotros, sino que meramente aspiramos y acompañamos al aspirar. El resolverse a sí es siempre: querer más allá de sí. Al subrayar repetidamente el carácter de orden de la voluntad, Nietzsche no se refiere a un precepto o una instrucción para ejecutar una acción; tampoco se refiere al acto volitivo en el sentido de una decisión, sino a la resolución, a aquello gracias a lo cual el querer toma las riendas sobre el que quiere y lo querido, y lo hace con una firmeza permanente y fundada. Sólo puede ordenar verdaderamente —lo que no debe identificarse con un simple mandar— quien no sólo está en condiciones de someterse a sí mismo a la orden, sino que está continuamente dispuesto a hacerlo. Gracias a esta disposición se ha colocado él mismo en el ámbito de la orden como el primero que obedece, dando así la medida. En esta firmeza del querer que va más allá de sí reside el dominar sobre…, el tener poder sobre aquello que se abre en el querer y se mantiene fijo en él como lo que ha sido apresado en la resolución.

El querer mismo es el dominar sobre… que se extiende más allá de sí; la voluntad es en sí misma poder. Y poder es el querer en-sí-constante. La voluntad es poder y el poder es voluntad. ¿Entonces, la expresión «voluntad de poder» no tiene ningún sentido? Efectivamente, apenas se piensa la voluntad en el sentido del concepto nietzscheano de voluntad, no tiene ningún sentido. Pero Nietzsche la usa, sin embargo, como modo de distanciarse expresamente del concepto corriente de voluntad y sobre todo para acentuar su rechazo del de Schopenhauer.

La expresión nietzscheana «voluntad de poder» quiere decir: la voluntad, tal como se la comprende comúnmente, es propia y exclusivamente voluntad de poder. Pero incluso en esta elucidación queda aún un posible malentendido. La expresión «voluntad de poder» no significa que la voluntad, en concordancia con la opinión habitual, sea un tipo de apetencia, el cual, sin embargo, tendría como meta el poder, en lugar de la felicidad o el placer. Es cierto que, para hacerse entender provisoriamente, Nietzsche habla en varios pasajes de este modo, pero cuando asigna a la voluntad como meta el poder, en lugar de la felicidad, el placer o la suspensión del querer, no altera simplemente la meta de la voluntad sino su determinación esencial misma. Tomado estrictamente en el sentido del concepto nietzscheano de voluntad, el poder no puede nunca ser antepuesto a la voluntad como una meta, como si el poder fuera algo que pudiera ponerse de antemano fuera de la voluntad. Puesto que la voluntad es resolución a sí mismo en cuanto dominar más allá de sí, puesto que la voluntad es querer más allá de sí, la voluntad es el poderío que se da poder a sí como poder.

La expresión «de poder» no se refiere nunca, pues, a un añadido a la voluntad, sino que significa una aclaración de la esencia de la voluntad misma. Sólo si se han dilucidado estos aspectos del concepto nietzscheano de voluntad pueden comprenderse las caracterizaciones con las que con frecuencia Nietzsche quiere señalar eso «complicado» que a él le dice la simple palabra voluntad. Denomina a la voluntad, o sea a la voluntad de poder, un «afecto»; dice incluso (

La voluntad de poder, n. 688): «Mi teoría sería: que la

voluntad de poder es la forma de afecto primitiva, que todos los otros afectos son sólo configuraciones suyas». También llama a la voluntad «pasión» o «sentimiento». Si se comprenden estas expresiones, tal como ocurre generalmente, desde la perspectiva de la psicología habitual, se cae fácilmente en la tentación de decir que Nietzsche traslada la esencia de la voluntad a lo «emocional» y la sustrae de las erróneas comprensiones racionales hechas por el idealismo.

Ante ello hay que preguntar:

1) ¿Qué quiere decir Nietzsche cuando recalca el carácter de afecto, pasión y sentimiento de la voluntad?

2) ¿Qué se entiende por idealismo cuando se cree encontrar que el concepto idealista de voluntad no tiene nada que ver con el de Nietzsche?

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