Nietzsche

Nietzsche


I La voluntad de poder como arte » La voluntad como afecto, pasión y sentimiento

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En el último pasaje citado, Nietzsche dice: todos los afectos son «configuraciones» de la voluntad de poder; y si se pregunta ¿qué es la voluntad de poder?, responde: es el afecto originario. Los afectos son formas de la voluntad; la voluntad es un afecto. Se denomina a esto una definición circular. El entendimiento común se tiene por superior cuando descubre estos «errores de pensamiento» hasta en un filósofo. El afecto es voluntad y la voluntad es afecto. Ya sabemos, por lo menos aproximadamente, que de lo que se trata en la pregunta por la voluntad de poder es de la pregunta por el

ser del ente, lo que no puede determinarse ya desde otro ente, puesto que él mismo lo determina. Por lo tanto, si se quiere formular alguna caracterización del ser y ésta no debe decir simplemente lo mismo de manera vacía, la determinación propuesta tiene que provenir necesariamente del ente, con lo que ya se está en el círculo. Pero la cosa no es tan simple. En este caso, Nietzsche dice con buena razón que la voluntad de poder es la forma de afecto originaria; no dice simplemente que sea un afecto, aunque en exposiciones rápidas y de carácter polémico se encuentre también este modo de expresarse.

¿En qué sentido es la voluntad de poder la forma originaria del afecto, es decir aquello que constituye el ser-afecto como tal? Nietzsche no da ninguna respuesta clara y exacta, como tampoco la da a las preguntas «¿qué es una pasión?» o «¿qué es un sentimiento?». La respuesta («configuraciones» de la voluntad de poder) no nos hace avanzar inmediatamente sino que nos propone una tarea: ver, a partir de lo que nos es conocido como afecto, pasión y sentimiento, aquello que caracteriza la esencia de la voluntad de poder. De este modo resultan determinadas características que son apropiadas para aclarar y enriquecer la delimitación hecha hasta ahora del concepto de la esencia de la voluntad. Este trabajo debemos llevarlo a cabo nosotros mismos. Las preguntas, sin embargo (¿qué es afecto, pasión, sentimiento?), quedan sin resolver. El propio Nietzsche llega incluso en muchas ocasiones a identificar las tres, siguiendo así un modo de pensar habitual, aún hoy vigente. Con estos tres nombres arbitrariamente intercambiables se circunscribe la llamada parte no racional de la vida anímica. Puede que para la representación común esto sea suficiente, pero no lo es para un verdadero saber, y menos aún si con ello se trata de determinar el ser del ente. Pero tampoco basta con mejorar las explicaciones «psicológicas» corrientes de los afectos, las pasiones y los sentimientos. Tenemos que ver en primer lugar que no se trata aquí de psicología, ni siquiera de una psicología cimentada en la fisiología y la biología, sino de modos fundamentales en los que descansa el ser-ahí humano, de cómo el hombre arrostra el «ahí», la apertura y el ocultamiento del ente en los que está.

Es innegable que a los afectos, las pasiones y los sentimientos les pertenece también todo aquello de lo que se ha adueñado la fisiología: determinados estados corporales, alteraciones de las secreciones internas, tensiones musculares, procesos nerviosos. Pero hay que preguntarse si todo lo que se refiere a los estados corporales, y el cuerpo mismo, han sido comprendidos de manera metafísicamente suficiente como para que en un abrir y cerrar de ojos se puedan pedir préstamos a la fisiología y la biología, como por cierto hiciera ampliamente Nietzsche para su propio perjuicio. Aquí hay que tener en cuenta fundamentalmente una cosa: que no hay ningún resultado de una ciencia que pueda encontrar jamás una aplicación

inmediata en la filosofía.

¿Cómo debemos, pues, aprehender la esencia del afecto, de la pasión y del sentimiento de manera tal que cada una de ellas resulte fructífera para la interpretación de la esencia de la voluntad en el sentido nietzscheano? Esta consideración sólo podremos proseguirla aquí hasta donde lo requiera el propósito de elucidar la caracterización nietzscheana de la voluntad de poder.

Un afecto es, por ejemplo, la ira; con el odio, en cambio, no sólo aludimos a algo diferente que con el nombre «ira». El odio no es simplemente otro afecto, sino que no es un afecto, es una pasión. A ambos, no obstante, los llamamos sentimientos. Hablamos de un sentimiento de odio y de un sentimiento de ira. La ira no podemos proponérnosla ni decidirla, sino que nos asalta, nos ataca, nos «afecta». Este asalto es repentino e impetuoso; nuestro ser se agita en el modo de la excitación; nos sobreexcita, es decir, nos lleva más allá de nosotros mismos, pero de manera tal que en la excitación ya no somos dueños de nosotros mismos. Se dice: actuó presa de sus afectos. El lenguaje popular muestra una visión aguda cuando respecto de alguien presa de excitación dice que «no se contiene». En el asalto de la excitación el contenerse desaparece y se transforma en explosión. Decimos: está fuera de sí de alegría.

Evidentemente Nietzsche piensa en este momento esencial del afecto cuando trata de caracterizar desde él la voluntad. Este ser sacado fuera de sí, ese asalto a todo nuestro ser, el que en la ira no seamos dueños de nosotros mismos, ese «no» no quiere decir de ninguna manera que en la ira no nos veamos alejados de nosotros mismos; por el contrario, es precisamente el no-ser-dueño que se da en el afecto, en la ira, lo que distingue a éste de la voluntad, en el sentido de que en él el ser-dueño-de-sí se transforma en un modo de ser-más-allá-de-sí en el que echamos algo de menos. A lo adverso se lo llama en alemán «

ungut» [lit.: no-bueno]. A la ira se la denomina también «

Un-willen» [lit.: no-voluntad, de donde: in-dignación] una no-voluntad que nos saca de nosotros mismos, pero de tal manera que no nos llevamos con nosotros como ocurre en la voluntad, sino que, por así decirlo, nos perdemos en ello; la voluntad es aquí una no-voluntad. Nietzsche invierte la situación: la esencia formal del afecto es voluntad, pero en la voluntad se ve ahora sólo el estar excitado, el ir más allá de sí.

Porque dice que querer es querer más allá de sí, Nietzsche puede decir, teniendo en cuenta ese estar-más-allá-de-sí-en el afecto: la voluntad de poder es la forma originaria del afecto. Pero evidentemente también quiere integrar en la caracterización esencial de la voluntad el otro momento del afecto, ese asaltar y caer sobre nosotros que le es propio. También esto, y precisamente esto, pertenece a la voluntad, si bien en un sentido que sufre una transformación múltiple. Esto sólo es posible porque la voluntad misma —considerada en referencia a la esencia del hombre— es el puro y simple asaltar, que hace que, de una manera u otra, podamos estar más allá de nosotros mismos y efectivamente siempre lo estemos.

La voluntad misma no puede ser querida. Jamás podemos resolvernos a tener una voluntad, en el sentido que de este modo la adquiramos, pues ese resolverse es el querer mismo. Cuando alguien quiere tener la voluntad de esto o aquello, tener la voluntad quiere decir estar propiamente en la voluntad, empuñarse en todo su ser y ser dueño de él. Pero precisamente esa posibilidad muestra que estamos siempre en la voluntad, incluso cuando no tenemos voluntad de algo. Ese querer en sentido propio que se produce en el irrumpir de la resolución, ese sí, es lo que hace que venga a nosotros y en nosotros aquel asalto a todo nuestro ser.

Además de como afecto, con la misma frecuencia caracteriza Nietzsche a la voluntad como pasión. De esto no hay que deducir inmediatamente que identifique afecto y pasión, aunque no haya llegado a aclarar de modo expreso y exhaustivo la diferencia esencial y la conexión que existe entre ellos. Cabe suponer que Nietzsche conoce la diferencia entre afecto y pasión. Alrededor de 1882 dice, respecto de su tiempo: «Nuestra época es una época excitada, y precisamente por ello no es una época de pasión; se acalora continuamente, porque siente que no es cálida; en el fondo, tiene frío. No creo en la grandeza de todos esos “grandes acontecimientos” de los que habláis» (XII, 343). «La época de los más grandes acontecimientos será, a pesar de todo, la época de las más pequeñas consecuencias si los hombres son de goma y demasiado elásticos.» «En la actualidad los acontecimientos sólo adquieren “grandeza” gracias al eco: al eco en los periódicos» (XII, 344).

En la mayoría de los casos, Nietzsche identifica el significado de la palabra pasión con el afecto. Pero si, por ejemplo, la ira y el odio —o la alegría y el amor— no sólo se diferencian como un afecto de otro sino que son distintos en el sentido en que un afecto es distinto de una pasión, será preciso llegar a una determinación más exacta. Tampoco el odio puede producirse por una decisión, también él parece asaltarnos como lo hace la ira. Sin embargo, este asalto es esencialmente diferente. El odio puede surgir de improviso en una acción o en una expresión, pero puede hacerlo porque ya nos ha asaltado, porque anteriormente ha crecido dentro de nosotros, porque, como solemos decir, se ha alimentado en nosotros; alimentarse sólo puede lo que ya está allí, lo que vive. Por el contrario, no decimos ni pensamos nunca: la ira se alimenta. El odio recorre nuestro ser de un modo mucho más originario y por eso también nos da unidad, aporta a nuestro ser, del mismo modo que el amor, una cohesión originaria y un estado duradero, mientras que la ira, del mismo modo en que nos ataca, así también nos abandona, se esfuma, como solemos decir. El odio no se esfuma después de una explosión, sino que crece y se endurece, carcome y consume nuestro ser. Pero esta consistente cohesión que entra en la existencia humana con el odio no la cierra, no la enceguece, sino que la hace ver y reflexionar. El irascible pierde la capacidad de meditar. El que odia potencia la meditación y la reflexión hasta el extremo de la astuta malevolencia. El odio no es nunca ciego, sino clarividente; sólo la ira es ciega. El amor no es ciego, sino clarividente; sólo el enamoramiento es ciego, fugaz y sorpresivo, un afecto, no una pasión. De esta forma parte el hecho de abrirse y de extenderse ampliamente; también en el odio tiene lugar ese extenderse, en la medida en que persigue a lo odiado continuamente y por todas partes. Pero este extenderse de la pasión no nos saca simplemente fuera de nosotros sino que recoge nuestro ser en su fundamento propio; es él quien lo abre en ese recoger, de manera tal que la pasión es aquello por lo cual y en lo cual hacemos pie en nosotros mismos y nos apoderamos con clarividencia del ente a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos.

La pasión así entendida arroja luz a su vez sobre lo que Nietzsche denomina voluntad de poder. La voluntad, en cuanto ser dueño de sí, no es nunca un aislarse del yo en sus estados. La voluntad es, como decíamos, la re-solución [

Ent-schlossenheit] en la que el que quiere se expone al máximo al ente para aferrarlo en el radio de su comportamiento. Lo característico no es ahora el asalto y la excitación sino el extenderse clarividente, que es al mismo tiempo un recogimiento del ser que está en medio de una pasión.

Afecto: el ataque excitante y ciego. Pasión: el lanzarse al ente que recoge de modo clarividente. Hablamos y contemplamos de un modo sólo exterior cuando decimos: la ira se inflama y se esfuma, es de corta duración; el odio, en cambio, dura más tiempo. No; un odio o un amor no sólo dura más, sino que es lo que aporta originalmente duración y consistencia a nuestra existencia. El afecto, en cambio, no es capaz de ello. Puesto que la pasión nos devuelve a nuestro ser, nos desata y nos libera hacia sus fundamentos, puesto que la pasión es al mismo tiempo el extenderse a la amplitud del ente, por eso forma parte de ella —nos referimos a la gran pasión— el derroche y la invención, no sólo el poder dar sino el tener que dar y, al mismo tiempo, esa despreocupación por lo que ocurra con lo que se derrocha, esa superioridad que descansa en sí misma que caracteriza a la gran voluntad.

La pasión no tiene nada que ver con la mera concupiscencia, no es cuestión de nervios, de ardor y de excesos. Todo esto, por mucha excitación que pueda mostrar, forma parte para Nietzsche de la extenuación de la voluntad. La voluntad sólo es voluntad en cuanto querer-más-allá-de-sí, en cuanto querer-más. La gran voluntad tiene en común con la gran pasión esa calma del movimiento lento, que difícilmente responde, difícilmente reacciona, no por inseguridad o torpeza, sino por la seguridad que se extiende a lo lejos y por la interna ligereza de lo superior.

En lugar de afecto y en lugar de pasión suele decirse también «sentimiento», o incluso «sensación»; o, si se diferencian afecto y voluntad, se reúnen ambas especies bajo el concepto genérico de «sentimiento». Actualmente, cuando le otorgamos a una pasión el nombre de «sentimiento», nos da la impresión de que la debilitamos. Pensamos que una pasión no es sólo un sentimiento. Al resistirnos a llamar sentimientos a las pasiones, no demostramos necesariamente que tenemos un concepto superior de la esencia de la pasión; también podría ser un signo de que empleamos un concepto demasiado bajo de la esencia del sentimiento. Y así es, en efecto. Podría parecer que se trata simplemente de una cuestión de designación, del uso adecuado de las palabras. Pero lo que está en cuestión es la

cosa misma, a saber: 1) si lo que aquí ha sido indicado como esencia del afecto y lo que se ha indicado como esencia de la pasión muestra entre sí una conexión esencial originaria, y 2) si esta conexión originaria puede ser comprendida verdaderamente con sólo haber aprehendido la esencia de lo que llamamos sentimiento.

Nietzsche mismo no vacila en comprender al querer simplemente como sentimiento: «Querer: un sentimiento impulsivo, muy agradable. Es el fenómeno que acompaña a toda

efusión de fuerza» (XIII, 159). Querer: ¿un sentimiento de placer? «El placer es sólo un síntoma del sentimiento del poder alcanzado, una conciencia diferencial ([lo viviente] no aspira al placer; sino que el placer aparece cuando se alcanza aquello a lo que se aspira: el placer acompaña, no mueve)» (n. 688). De acuerdo con esto, ¿es la voluntad sólo un «fenómeno que acompaña» a la efusión de fuerza, un sentimiento de placer concomitante? ¿Cómo se concilia esto con lo que se ha dicho acerca de la esencia de la voluntad en general y especialmente a partir de la comparación con el afecto y la pasión? Allí la voluntad aparecía como lo principal y dominante, como equivalente al ser dominador mismo, ¿tiene ahora que rebajarse a ser un sentimiento de placer que simplemente acompaña a otra cosa?

En pasajes como éste podemos ver con claridad lo poco que se preocupa aún Nietzsche por dar una exposición unitariamente fundada de su doctrina. Sabemos que sólo ha comenzado el camino que lo conduce a ello, que está resuelto a hacerlo; esta tarea no le es indiferente ni nada accesorio; sabe, como sólo un creador puede saberlo, que aquello que desde afuera toma el aspecto de ser una simple recapitulación es la auténtica configuración de la cuestión en la que las cosas muestran su auténtica esencia. Y sin embargo, se queda en camino y le es siempre más urgente la caracterización inmediata de lo que quiere. Con tal actitud, adopta inmediatamente el lenguaje de su tiempo y de la «ciencia» contemporánea. Al hacerlo, no se arredra ante exageraciones conscientes e interpretaciones unilaterales, creyendo que de este modo puede destacar de la manera más clara posible lo que diferencia sus concepciones y sus preguntas de las corrientes. Al seguir este proceder mantiene, sin embargo, una visión del conjunto, y, por así decirlo, puede permitirse esas unilateralidades. El proceder se vuelve fatal, en cambio, cuando otros, sus lectores, recogen desde fuera esas proposiciones y, dependiendo de lo que se quiera que ofrezca Nietzsche en la ocasión, o bien las exponen como su opinión única, o bien lo refutan gratuitamente basándose en tales expresiones aisladas.

Si es verdad que la voluntad de poder constituye el carácter fundamental de todo ente, y si Nietzsche determina ahora la voluntad como un sentimiento concomitante, resulta claro que estas dos concepciones de la voluntad no son sin más compatibles. Tampoco querrá atribuirse a Nietzsche la idea de que el ser consista en acompañar, como sentimiento de placer, alguna otra cosa, es decir, algo que también es un ente cuyo ser habría que determinar. No queda, por lo tanto, otra salida más que suponer que esta determinación de la voluntad como un sentimiento de placer concomitante, determinación que, según lo que hemos expuesto, resulta en principio sorprendente, no es ni

la definición esencial de la voluntad ni una definición entre otras, sino que más bien señala en dirección de algo que pertenece esencialmente a la plena esencia de la voluntad. Si es así, y puesto que en la primera exposición hemos delineado un esquema de la estructura esencial de la voluntad, la determinación de que ahora se trata debe poder integrarse en ese plano general.

«Querer: un sentimiento impulsivo, ¡muy agradable!» Un sentimiento es el modo en el que nos encontramos en nuestra referencia al ente y, con ello, al mismo tiempo en la referencia a nosotros mismos; el modo en que estamos templados tanto respecto del ente que no somos como respecto del ente que somos nosotros mismos. En el sentimiento se abre y se mantiene abierto el estado en el que en cada caso estamos, al mismo tiempo, respecto de las cosas, de nosotros mismos y de los seres humanos que nos rodean. El sentimiento es él mismo ese estado abierto a sí en el que se sostiene nuestra existencia. El hombre no es un ser pensante que además quiere, pensar y querer al que se agregarían por otra parte los sentimientos, ya sea para embellecerlos o para afearlos, sino que el estado del sentimiento es lo originario, aunque de modo tal que de ello también forman parte el pensar y el querer. Lo que ahora es importante es simplemente ver que el sentimiento tiene el carácter de abrir y mantener abierto, y por ello también, según el modo del caso, el de cerrar.

Pero si el querer es querer-más-allá-de-sí, en este más-allá-de-sí la voluntad no se va simplemente fuera de sí, sino que se integra en el querer. Que aquel que quiere quiera adentrarse en su voluntad significa: en el querer se revela el querer mismo y, a una con él, el que quiere y lo querido. En la esencia de la voluntad, en la re-solución, radica que ella se abre a sí misma, es decir, no por medio de un comportamiento que se añada posteriormente, por medio de una observación del proceso volitivo y de una reflexión sobre el mismo, sino que la propia voluntad tiene el carácter del mantener abierto que abre. Una autoobservación y disección arbitraria, por más insistente que sea, jamás nos sacará a la luz a nosotros mismos, a nuestra mismidad y al modo en que se encuentra. En el querer, en cambio, y correspondientemente también en el no querer, nos sacamos a la luz, a una luz que es encendida por el querer mismo. Querer es siempre un llevarse-a-sí mismo y con ello un encontrar-se en el ir-más-allá-de-sí, un tener-se en el impulso desde algo hacia algo. Por eso la voluntad tiene aquel carácter propio del sentimiento, el mantener abierto del estado mismo, estado que aquí, en el querer, en ese ir-más-allá-de-sí, es un impulso. Por ello puede concebirse a la voluntad como un «sentimiento impulsivo». No es sólo el sentimiento de algo impulsivo, sino que es él mismo impulsivo, e incluso «muy agradable». Lo que se abre en la voluntad —el querer mismo como resolución— es grato a aquel que se abre, al que quiere. En el querer nos acogemos a nosotros mismos como lo que propiamente somos. Sólo en la voluntad nos recogemos en la esencia más propia. Quien quiere es, en cuanto tal, alguien que quiere-más-allá-de-sí; en el querer nos sabemos más allá de nosotros mismos; sentimos que de algún modo hemos llegado a ser dueños de…; un placer da a conocer el poder que se ha alcanzado y que se acrecienta. Por ello habla Nietzsche de una «conciencia diferencial».

Al concebir aquí el sentimiento y la voluntad como una «conciencia», como un «saber», se expresa del modo más agudo ese momento de apertura de algo que radica en la voluntad misma; pero la apertura no es un contemplar, sino un sentimiento. Esto quiere decir: el querer mismo está en un estado, está abierto a y en sí mismo. El querer es sentimiento (un estado en cuanto estar templado). En la medida, pues, en que la voluntad tiene la ya aludida pluralidad de formas del querer-más-allá-de-sí, y que todo ello se revela en su totalidad, puede afirmarse que en el querer se encuentra una pluralidad de sentimientos. En ese sentido dice Nietzsche en

Más allá del bien y del mal (VII, 28 s.):

«En todo querer hay, en primer lugar, una pluralidad de sentimientos, a saber: el sentimiento del estado

del que se sale, el sentimiento del estado

hacia el que se va, el sentimiento de ese “salir de” e “ir hacia”, a los que se agrega un sentimiento muscular que los acompaña y que, apenas “queremos”, comienza su juego por una especie de hábito, aunque no pongamos “brazos y piernas” en movimiento.»

El hecho de que Nietzsche designe a la voluntad ora como afecto, ora como pasión, ora como voluntad, quiere decir: Nietzsche ve detrás de la simple y basta palabra «voluntad» algo más unitario, más originario y a la vez más rico. Cuando la denomina afecto, no por ello la identifica con él sino que da una caracterización de la voluntad en referencia a aquello que distingue al afecto. Lo mismo vale para los conceptos de pasión y sentimiento. Tenemos que ir más allá aún e invertir la situación. Lo que normalmente se conoce como afecto, pasión y sentimiento es para Nietzsche, en el fondo de su esencia, voluntad de poder. Así concibe a la alegría (normalmente un afecto), como un «sentirse-más-fuerte», como un sentimiento de ser y poder-ir-más-allá-de-sí:

«

Sentirse más fuerte —o, expresado de otro modo: la alegría— supone siempre un comparar (pero

no necesariamente con otro, sino consigo mismo en medio de un estado de crecimiento y sin que se sepa en qué medida se está comparando).» (

La voluntad de poder, n. 917)

Con esto está aludiendo a aquella «conciencia diferencial», que no es un saber en el sentido del mero representar o conocer.

La alegría no supone un comparar inconsciente sino que es en sí misma un llevarnos-a-nosotros-mismos en el modo de un sacarnos-de-nosotros, lo cual no acontece en el modo del saber sino en el del sentir. La comparación no es algo presupuesto, sino que la desigualdad que reside en el ir-más-allá-de-sí se configura y abre en la propia alegría.

Si se ve todo esto no desde su interior sino desde afuera, aplicando la medida de las usuales teorías del conocimiento y de la conciencia —sean idealistas o realistas— se llegará al resultado de que el concepto de voluntad nietzscheano es un concepto emocional, concebido desde la vida del sentimiento y, por lo tanto, al mismo tiempo un concepto biológico. Todo esto es correcto, sólo que tal comprensión integra a Nietzsche en el ámbito de representaciones que quisiera abandonar. Lo mismo puede decirse del intento de contraponer su concepto de voluntad «emocional» al concepto «idealista».

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