Naomi

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Mientras sufría por la soledad y el desengaño amoroso me ocurrió otra desgracia. Nada menos que la muerte súbita de mi madre por un derrame cerebral.

Dos días después de mi encuentro con Hamada me llegó por la mañana un telegrama diciendo que estaba en estado crítico. Lo recibí en la oficina, y dejándolo todo corrí a la estación de Ueno. Llegué a la casa del campo al atardecer, pero mi madre ya estaba inconsciente y no me reconoció. Expiró dos o tres horas después.

Como había perdido a mi padre cuando era muy pequeño y me había criado sola mi madre, era la primera vez que pasaba por la pena de perder a un ser querido. Fue peor aún porque mi madre y yo habíamos estado muy unidos. Yo no recordaba haberla desobedecido nunca, ni que ella me hubiera reñido. Supongo que sería porque la respetaba, pero más importante es que ella era excepcionalmente atenta y buena. Sucede con frecuencia que cuando el hijo crece, se va de casa y se instala en la ciudad, sus padres se preocupan y cuestionan su conducta. A veces de la separación nace el extrañamiento. Pero aun después de que yo me fuera a Tokio mi madre siguió confiando en mí, comprendiendo mis sentimientos y deseándome todo bien. Yo sólo tenía dos hermanas más jóvenes. Para mi madre tuvo que ser doloroso ver marchar a su único hijo varón, pero rezaba por que yo avanzara e hiciera carrera, sin quejarse jamás. El resultado era que yo sentía la hondura de su bondad con más fuerza estando lejos que si hubiera estado junto a sus rodillas. Ella siempre atendió con agrado mis peticiones egoístas, sobre todo después de casarme con Naomi; y en cada una de esas ocasiones su buen corazón me hizo llorar.

Perder a mi madre tan de repente y sin esperarlo hizo que me sintiera como soñando dentro de un sueño, incluso cuando me vi sentado velando sus restos. Hasta ayer estaba chiflado, en cuerpo y alma, por los encantos de Naomi. Hoy me arrodillaba ante la difunta y quemaba incienso. No parecía haber ningún nexo entre aquellos dos mundos míos. «¿Cuál es el “yo” real?», preguntaba la voz que oía cuando examiné mi interior, perdido entre lágrimas de dolor, de tristeza y de sorpresa. Y desde otra dirección oía un susurro: «No es casual que tu madre haya muerto ahora. Te está avisando; te está dejando una enseñanza». Eso me hizo añorarla aún más. Sentí que la había ofendido. Incapaz de reprimir las lágrimas de remordimiento y avergonzado de llorar demasiado, me escabullí y subí al monte que había detrás de la casa. Allí, contemplando los bosques, los caminos y los campos, tan llenos de recuerdos de la infancia, di rienda suelta al llanto.

Aquella gran tristeza me limpió de los elementos sucios que se habían acumulado en mi corazón y en mi cuerpo. Sin ella, probablemente estaría sufriendo todavía el dolor del amor perdido, sin poder olvidar a aquella ramera detestable. Sí, la muerte de mi madre no había sido inútil. Al menos, yo no debía dejar que fuera inútil. Pensé entonces que estaba cansado del aire de la ciudad. La gente siempre está hablando de «triunfar y hacer carrera», pero ir a Tokio para vivir una vida vacía y frívola no era «hacer carrera», no era «triunfar». Un hombre del campo estaba hecho para el campo. Me retiraría a mi pueblo y aprendería a conocer la tierra. Cuidando de la tumba de mi madre y tratándome con la gente del lugar, me haría agricultor, como mis antepasados. Pero cuando mi tío, mis hermanas y otros familiares se enteraron de lo que estaba pensando, su reacción fue decirme: «Estás precipitando las cosas. Es natural que ahora estés desmoralizado, pero ni siquiera la muerte de una madre es razón para que un hombre entierre su futuro. Todo el mundo se hunde al perder a un padre o una madre, pero la pena se mitiga con el tiempo. Si quieres volver serás bienvenido, pero date un tiempo para pensarlo. Entre otras razones, no sería justo para tu empresa que les dejaras colgados». Yo estuve a punto de decir: «No es sólo eso. Todavía no se lo he contado a nadie, pero mi mujer se ha escapado»; pero no lo dije. Me daba vergüenza hablar en aquella casa conmocionada. (Había disculpado la ausencia de Naomi diciendo que estaba enferma.) Cuando acabó la semana de exequias, encomendé el resto de los trámites a mis tíos, los que administraban mi propiedad, y, aceptando su consejo, regresé a Tokio por el momento.

Volví al trabajo, pero lo encontré aburrido y triste; tampoco en la oficina me apreciaban tanto como antes. Antes yo era un trabajador de conducta irreprochable, «un caballero»; pero ahora lo había echado todo a perder por causa de Naomi. Había perdido la confianza de los jefes y de mis compañeros. Los peores se mofaban de mí, diciendo que la muerte de mi madre era sólo una excusa para tomarme vacaciones. Asqueado de todo, cuando volví al campo para pasar una noche a los veintisiete días, le dejé caer a mi tío que podría despedirme de la empresa pronto. Pero él no me tomó en serio; se limitó a decir: «Venga, venga», de modo que al día siguiente volví al trabajo con desgana. Al menos en la oficina estaba atareado, pero acabada la jornada no tenía nada que hacer. Incapaz de decidir si me retiraba al campo o aguantaba en Tokio, no me había mudado a un cuarto de alquiler, y seguía pasando las noches solo en la casa vacía de Ōmori.

Al salir de trabajar me iba directamente a Ōmori por la Línea Keihin, huyendo de los lugares concurridos por miedo a encontrarme con ella. Luego de tomar una cena sencilla en un restaurante cercano, ya no tenía ninguna ocupación. Subía al dormitorio y me acostaba, pero nunca me dormía inmediatamente; estaba allí tumbado, con los ojos abiertos como platos, durante dos o tres horas. El dormitorio era el cuarto de arriba, claro está; allí seguían estando las cosas de Naomi, y el olor de cinco años de desorden, carnalidad y capricho permanecía adherido a las paredes y a los dinteles. Era el olor de su piel. Siempre perezosa, hacía una pelota con su ropa sucia y la guardaba sin lavar, y ahora ese olor saturaba el cuarto mal ventilado. Llegó un momento en que no lo pude aguantar y empecé a acostarme en el sofá del estudio, pero tampoco allí dormía bien.

A primeros de diciembre, tres semanas después de morir mi madre, me hice el propósito de despedirme de la empresa. Decidí seguir trabajando hasta fin de año para no causarles trastorno. Lo organicé yo solo sin consultar a nadie, de modo que mi familia no lo sabía. Me tranquilicé un poco pensando que sólo tenía que aguantar un mes más. En el tiempo libre leía y daba paseos, pero seguía poniendo cuidado en evitar las zonas peligrosas. Una noche estaba tan aburrido que me fui andando hasta Shinagawa. Se me ocurrió matar el tiempo viendo una película que protagonizaba Matsunosuke, pero cuando entré en la sala estaban proyectando una comedia de Harold Lloyd. Las jóvenes actrices americanas que aparecían en la pantalla me traían demasiados recuerdos, y me tuve que marchar. No debo ver más películas occidentales, me dije.

Era un domingo por la mañana a mediados de diciembre. Yo estaba acostado en el piso de arriba (hacía poco había vuelto allí porque el estudio era demasiado frío), cuando oí que había alguien en el piso de abajo. Es extraño, pensé; la puerta estaba cerrada… En seguida sonaron unas pisadas familiares subiendo la escalera, y antes de que tuviera tiempo de asustarme sonó una voz alegre: «Hola». La puerta se abrió de par en par y ante mí apareció Naomi.

—Hola —repitió, mirándome sin expresión.

—¿Qué quieres? —dije fríamente, sin levantarme. Había que tener valor para presentarse así.

—¿Yo? Vengo a recoger mis cosas.

—Puedes llevártelas, pero ¿cómo has entrado?

—Por la puerta de la calle. Tengo llave.

—Deja la llave cuando te marches.

—Muy bien.

Le volví la espalda y no dije nada. Estuvo un rato empaquetando cosas ruidosamente cerca de mi cama. Después oí que se desliaba la faja. Había pasado a una esquina de la habitación donde yo la veía, y, dándome la espalda, se estaba cambiando de kimono. Yo me había fijado en su ropa apenas puso el pie en la habitación. Traía un kimono de seda vulgar que yo no había visto nunca, y al parecer llevaba muchos días poniéndoselo, porque el cuello estaba sucio y las rodillas hacían bolsas. Una vez desliada la faja se quitó el kimono de seda sucio y se quedó en una combinación de muselina igualmente sobada. Cogió una combinación de crespón de seda que había sacado, se la echó sobre los hombros, retorció el cuerpo y dejó caer la de muselina al suelo como un pellejo desechado. Sobre la combinación de crespón se puso uno de sus kimonos favoritos, un kimono de Ōshima con dibujo de carey, y se ciñó el talle con un ceñidor a cuadros rojos y blancos muy apretado. En el momento en que pensé que iba a ponerse la faja exterior, se volvió hacia mí, se sentó en el suelo y empezó a cambiarse los calcetines.

La visión de sus pies desnudos me tentó más que ninguna otra cosa. Intenté no mirar, pero no pude evitarlo. Claro está que ella actuaba así deliberadamente. Moviendo los pies, vigilaba mis ojos con atención. Cuando acabó de mudarse, sin embargo, lió la ropa que se había quitado, dijo: «Adiós» y arrastró sus fardos hacia la puerta.

—Oye, ¿no vas a dejar la llave?

Era lo primero que yo decía.

—Ah, tienes razón —y sacó la llave de su bolsillo—. La pongo aquí. Pero no voy a poder llevármelo todo de una vez, así que es posible que vuelva.

—No tienes por qué; yo lo enviaré todo a Asakusa.

—Pero es que yo no quiero enviarlo a Asakusa. Estoy organizando las cosas de otro modo.

—Entonces, ¿dónde te lo mando?

—Aún no lo he decidido exactamente, pero…

—Si no viene nadie en lo que queda de mes, lo mandaré de todos modos a Asakusa. No lo vas a dejar aquí eternamente.

—De acuerdo, vendré en seguida a buscarlo.

—Escúchame bien. Envía a alguien con un coche para que se lo pueda llevar todo de una vez. No quiero que vengas tú.

—De acuerdo —y se fue.

Yo pensé que no tenía ningún motivo de preocupación, pero varios días más tarde, a eso de las nueve de la noche, estaba leyendo el periódico vespertino en el estudio cuando oí que alguien introducía una llave en la puerta de la calle.

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