Naomi

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—¿Quién anda ahí?

—Soy yo.

La puerta se abrió dando un golpe, y desde la oscuridad exterior irrumpió en la habitación una forma grande y negra como un oso. Arrancándose de encima una prenda negra y tirándola a un lado, una joven occidental desconocida quedó ante mí con un vestido de crespón francés azul pálido. Los brazos y los hombros, descubiertos, eran blancos como la piel de un zorro. En torno a la carnosa nuca llevaba un collar de cristal que refulgía como un arco iris, y por debajo de un sombrero de terciopelo negro calado hasta las cejas asomaban la punta de la nariz y la barbilla, con una blancura prodigiosa y terrorífica. El rojo crudo de los labios se destacaba en contraste.

—Buenas tardes —dijo.

Cuando se quitó el sombrero pasó por mi mente el primer destello de reconocimiento. Estudiando su cara comprendí finalmente que era Naomi. Sé que sonará raro, pero hasta ese punto había cambiado su aspecto. La cara fue lo que más me despistó. Por algún arte de magia, estaba absolutamente metamorfoseada, desde el color del cutis y la expresión de los ojos hasta el perfil y las propias facciones. Aun después de quitarse el sombrero, todavía habría podido yo tomarla por una desconocida occidental si no hubiera oído su voz. Estaba, además, la terrorífica blancura de su piel. Cada porción de carne opulenta que se proyectaba más allá del vestido era blanca como la pulpa de una manzana. Naomi no era tan morena como algunas japonesas, pero no podía ser así de blanca. Mirando sus brazos, descubiertos casi hasta el hombro, yo sencillamente no podía creer que fueran los brazos de una japonesa. En cierta ocasión en que fui a ver una ópera en el Teatro Imperial, me había cautivado la blancura de los brazos de las jóvenes actrices occidentales. Los brazos de Naomi eran como aquéllos, o mejor dicho, parecían todavía más blancos.

Cimbreándose con su vestido azul claro, Naomi trotó sin ceremonias hacia mí sobre unos zapatos de charol y tacón alto decorados con brillantes falsos (éstos deben de ser los zapatos de Cenicienta que decía Hamada, pensé para mis adentros). Con una coquetería incongruente se me acercó, pavoneándose ufana, con la mano en la cadera. Yo, atónito, seguí sentado.

—Vengo por mis cosas, Jōji.

—¿No te dije que mandaras a alguien y que no vinieras tú?

—Es que no tenía nadie a quien mandar.

Naomi estaba en constante movimiento mientras intercambiábamos esas frases, aunque su gesto era serio. Trató de permanecer de pie apretando muy juntas las piernas, y luego adelantando un pie. Taconeó en la tarima con los tacones, y a cada movimiento sus manos cambiaban de posición. Con los hombros alzados, cada músculo de su cuerpo estaba tenso como un alambre, y todos sus nervios motores en acción. En respuesta, mis nervios ópticos se tensaron mientras registraba cada movimiento y cada palmo de su cuerpo. Cuando examiné su cabeza me di cuenta de por qué tenía un aspecto tan diferente. Se había cortado el pelo sobre la frente a cinco o seis centímetros de largo, alineando perfectamente las puntas y dejándose un flequillo como un telón, como hacen las chinas. El resto del cabello lo llevaba en un moño redondo y plano que le cubría la cabeza desde la coronilla hasta los lóbulos de las orejas, como la gran boina floja que lleva el dios Daikoku. Era un estilo de peinado totalmente nuevo para ella, y alteraba los contornos de su rostro hasta hacerlo casi irreconocible. Continuando con el estudio de su cara vi que también la forma de las cejas era distinta. En su estado natural eran espesas y anchas, y se destacaban en acusado relieve sobre la cara; pero esa noche formaban unos arcos finos y borrosos, en torno a los cuales aparecía una huella de maquinilla azul. Esos artificios los detecté en seguida, pero no pude explicar la magia que emanaba del color de sus ojos, sus labios y su piel. Las cejas tenían algo que ver con el sesgo occidental de sus ojos, pero al lado de eso tenía que haber algún otro truco. Sospeché que el secreto estaba en los párpados y las pestañas, pero no fui capaz de localizarlo exactamente. Tenía el labio superior dividido en el medio, como un pétalo de cerezo. El rojo de sus labios tenía un lustre fresco y natural que no se parecía al de una barra de labios corriente. En cuanto a la blancura del cutis, parecía ser el color natural de su piel; no había indicios de maquillaje blanco. Y de haberlo usado habría tenido que dárselo por todo el cuerpo, pues no sólo el rostro, sino los hombros, los brazos y hasta las puntas de los dedos eran inmaculados. Tuve la sensación de que aquella muchacha misteriosa podía no ser la propia Naomi, sino el espíritu de Naomi, de alguna manera transformado en una aparición de perfecta belleza.

—¿No te importará que suba a buscar mis cosas, verdad? —dijo la aparición. A juzgar por la voz era Naomi después de todo, no un fantasma.

—Está bien… No me importa, pero… —se me veía claramente aturullado. Añadí estridentemente—: ¿Cómo has abierto la puerta?

—¿Cómo? Con una llave.

—Pero si dejaste tu llave aquí.

—Ah, es que tengo llaves a montones, no una sola —de pronto acudió una sonrisa a sus labios rojos, y me lanzó una mirada que era a la vez coqueta y sarcástica—. No te lo había dicho, pero hice montones de llaves, así que no me molesta que te quedes con una.

—Pero a mí sí me molesta que vengas tan a menudo.

—No te preocupes. En cuanto me haya llevado todas mis cosas, no vendré ni aunque me lo ordenes —y girando sobre sus talones subió taconeando por la escalera al cuarto de arriba.

¿Cuántos minutos pasarían? Arrellanado en el sofá del estudio, yo esperé ociosamente a que volviera a bajar. ¿Fueron menos de cinco minutos, o fue media hora, o una hora? No tengo ni idea de cuánto tiempo transcurrió en ese intervalo. Sólo era consciente de la forma de Naomi, que perduraba como una sensación arrobada de placer, como el recuerdo de una música bella: el canto alto y puro de una soprano, que reverberase desde una sagrada esfera ajena a este mundo. Ya no era un asunto de deseo carnal ni de amor: lo que mi corazón sentía era un éxtasis sin límites que no tenía nada que ver con esas cosas. Reflexioné una y otra vez. La Naomi de esa noche era un objeto precioso de anhelo y adoración, totalmente incompatible con Naomi la sucia ramera, la zorra Naomi, a la que tantos hombres habían puesto motes soeces. Ante esta nueva Naomi, un hombre como yo sólo podía doblar la rodilla y rendir culto. Si las blancas puntas de sus dedos me hubieran rozado siquiera, me habría estremecido, no regocijado. ¿Con qué podría yo comparar aquel sentimiento para que mis lectores lo comprendan? Por ejemplo, un hombre viene a Tokio del campo y en la calle se da de manos a boca con su hija, que escapó de casa cuando era muy joven. La hija, ahora hecha una real hembra de ciudad, no reconoce a su padre en el raído labrador del campo, aunque él sí la reconoce. Pero sus posiciones sociales son ahora tan inmensamente diferentes que no se puede acercar a ella. Asombrado y colmado de vergüenza, se escabulle. Piénsese en la mezcla de soledad y gratitud que experimenta en ese momento. O bien, un hombre que ha sido rechazado por su novia se encuentra cinco o diez años después en el muelle de Yokohama cuando atraca un transatlántico y los pasajeros de regreso desembarcan. Inesperadamente la ve entre ellos, de vuelta, al parecer, de un viaje al extranjero. Pero no tiene valor para acercarse a ella: sigue siendo un estudioso sin dinero, mientras que ella ha perdido todo vestigio de su juventud silvestre. Ahora es una dama elegante, acostumbrada a la vida de París y los lujos de Nueva York, y hay entre ellos un abismo. Piénsese en el desprecio de sí mismo que en ese momento siente el estudioso rechazado, mezclado con la gratificación que le produce el inesperado éxito de ella.

Esas comparaciones no aclaran por completo mis sentimientos, pero quizá den al menos cierta idea. En cualquier caso, hasta ese momento la carne de Naomi había estado manchada con borrones indelebles por su pasado. Pero cuando esa noche la vi, los borrones se habían disuelto en la angélica blancura de su piel; lo que antes era asqueroso ya sólo de pensarlo, se había vuelto del revés, y yo me sentí inmerecedor de ser tocado por las puntas de sus dedos. ¿Era un sueño? Si no lo era, ¿quién le había enseñado a Naomi aquella magia? ¿Dónde había aprendido semejante hechicería, ella, que dos o tres días antes vestía un kimono barato y sobado?

Oí que bajaba taconeando enérgicamente por la escalera; los brillantes falsos de las puntas de sus zapatos se plantaron delante de mí.

—Volveré dentro de dos o tres días, Jōji —dijo. Aunque se había parado frente a mí, mantenía entre nosotros un metro de distancia y no dejaba que ni siquiera el borde de su vaporoso vestido me tocara—. Esta tarde he venido sólo por unos cuantos libros. No podría de ninguna manera cargar con todas esas cosas grandes, y menos así vestida.

Mi nariz detectó un olor débil pero conocido. Aaah, aquel olor; despertaba en mí evocaciones de países al otro lado del mar, de jardines exóticos y exquisitos. Era el olor de la profesora de baile, la condesa Shlemskaya. Naomi se había puesto el mismo perfume.

A todo lo que dijo sólo pude responder asintiendo con la cabeza. Aun después de que su forma volviera a desvanecerse en la oscuridad de la noche, mi agudo sentido del olfato persiguió su fragancia gradualmente disipada como se persigue un fantasma.

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