Naomi

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Ese día Naomi me hizo sentarme al otro lado de la mesa para que «ni un dedo la tocara», y, contemplando con regocijo la frustración que se pintaba en mi rostro, estuvo parloteando hasta bien entrada la noche. En el reloj dieron las doce.

—Voy a quedarme aquí esta noche, Jōji —dijo, en su tono burlón habitual.

—Como quieras. Mañana es domingo y estaré en casa todo el día.

—Pero recuerda que el hecho de que me quede no significa que vaya a hacer lo que tú quieras.

—Sobra decirlo. Tú no eres una mujer que haga lo que quieran los demás.

—Pero a ti te gustaría que sí lo fuera, ¿verdad? —dijo con su risilla—. Acuéstate tú primero. Y procura no hablar en sueños.

Cuando yo ya estaba arriba en mi habitación, ella subió al cuarto de al lado y echó el cerrojo a la puerta. Ni que decir tiene que yo estaba tan obsesionado con el cuarto de al lado que no me podía dormir. No había habido ninguna de aquellas tonterías cuando nos casamos, me dije; ella siempre estaba junto a mí. La idea me llenó de disgusto. Al otro lado de la pared, Naomi estaba afanosamente, quizá deliberadamente, haciendo vibrar la casa mientras extendía el futón, sacaba la almohada y se disponía a acostarse. Yo supe exactamente cuándo se soltó el pelo, cuándo se quitó el kimono y cuándo se puso el camisón. Después bajó el cobertor y se dejó caer en el colchón con un golpe sordo.

—Vaya estrépito —dije, mitad para mí y mitad para ella.

—¿Aún estás despierto? ¿No te duermes? —replicó ella inmediatamente desde el otro lado de la pared.

—Me va a costar trabajo dormir. Tengo muchas cosas en la cabeza.

—Ya tengo yo una idea general de lo que tienes en la cabeza, sin necesidad de que me lo cuentes —dijo riéndose.

—Realmente es extraordinario. Estás ahí, al otro lado de esta pared, y yo no puedo hacer nada.

—No tiene nada de extraordinario. ¿No es lo mismo que pasaba hace mucho tiempo, cuando por primera vez vine aquí? Entonces dormíamos así.

Tiene razón, pensé; hubo un tiempo en que fue así; los dos éramos tan puros entonces… Me estaba poniendo sentimental, pero no por ello se calmaba mi pasión. Al contrario, sólo podía pensar en el fuerte vínculo que nos unía. Sentí que jamás podría separarme de ella.

—Eras muy ingenua en aquellos tiempos.

—Y lo sigo siendo. Tú eres el retorcido.

—Di lo que quieras; no te vas a librar de mí.

Ella volvió a reír.

—¡Eh! —aporreé la pared.

—¿Qué haces? Oye, que esta casa no está en medio del campo. Haz el favor de no alborotar de ese modo.

—Esta pared me estorba. Quiero echarla abajo.

—¡Pero cuánto ruido! Los ratones andan alborotados esta noche.

—¿Qué esperas? Este ratón está histérico.

—No me gustan los ratones viejos.

—¡Lo que faltaba! Yo no soy viejo, tengo treinta y dos años.

—Y yo diecinueve. Cuando se tienen diecinueve años, treinta y dos es edad de anciano. ¿Por qué no te buscas otra mujer? Yo no diría nada. A lo mejor se te pasaba la histeria.

Dijera yo lo que dijese, Naomi se lo tomaba a guasa. Por fin dijo: «Ahora me voy a dormir», y empezó a emitir falsos ronquidos. Pronto dio la impresión de que efectivamente se había dormido.

Cuando a la mañana siguiente me desperté, Naomi estaba sentada junto a mi almohada con un camisón indiscreto.

—¿Te encuentras bien, Jōji? Anoche fue fatal, ¿verdad?

—Últimamente vengo teniendo esos ataques de histeria. ¿Te asustaste?

—Fue divertido. Quiero conseguir que lo repitas.

—Ahora estoy bien; me he recobrado por completo. Oye, qué día más bonito hace, ¿no?

—Sí. ¿Por qué no te levantas? Son más de las diez. Yo me levanté hace una hora y fui a darme un baño mañanero. Acabo de volver.

Desde donde estaba tendido la miré. La mujer que acaba de darse un baño no luce su verdadera belleza cuando acaba de salir, sino al cabo de quince o veinte minutos. Después de un baño caliente, la piel de cualquier mujer, hasta la más hermosa, parece llena de manchas, y las puntas de los dedos están rojas e hinchadas; pero cuando su cuerpo se ha enfriado hasta su temperatura debida, la piel empieza a tomar la translucidez de la cera cuando se está endureciendo. Naomi, que al volver del baño se había expuesto al viento del exterior, estaba entonces en el momento más bello. Su delicada piel, aunque todavía húmeda, tenía una blancura pura y vívida, y en torno a sus senos, oculta bajo el cuello del kimono, había una sombra como de acuarela azul clara. Su rostro refulgía como si se hubiera extendido sobre él una membrana de gelatina. Sólo las cejas estaban todavía mojadas. Sobre ellas, en su frente, el cielo invernal sin nubes se reflejaba en pálido azul a través de la ventana.

—¿Por qué has ido a bañarte tan temprano?

—¡A ti qué te importa! Ha sido delicioso.

Se palmeó alrededor de la nariz con las dos manos, y de pronto bajó la cabeza para poner la cara delante de mis ojos.

—¡Mira! ¿Tengo bigote?

—Sí.

—Debería haber aprovechado la salida para ir a que me afeitaran.

—Pero si no te gusta. ¿No decías que las mujeres occidentales no se afeitan nunca?

—Ahora es diferente. Últimamente en América todas se afeitan la cara. Mira mis cejas. Todas las americanas se las afeitan así.

—¿Es por eso por lo que recientemente te ha cambiado la cara? ¿Porque ahora tienes las cejas de otra forma?

—En efecto. Pero es un poco tarde para que te des cuenta —parecía preocupada—. Jōji, ¿de veras se te ha pasado la histeria? —preguntó a bocajarro.

—Sí, ¿por qué?

—En ese caso quiero pedirte un favor. Ahora sería demasiada molestia ir a la peluquería. ¿Querrías afeitarme tú la cara?

—Eso sólo lo dices para que me dé otro ataque, ¿verdad?

—No, lo digo en serio. No sería mucho pedir que hicieras eso por mí, ¿no? Claro que sería horrible si te diera otro ataque y me cortaras.

—¿Por qué no lo haces tú sola? Te presto una maquinilla.

—Eso no serviría. No es sólo la cara. Me quiero depilar también la nuca hasta los hombros.

—¿Por qué?

—Ya lo sabes. Cuando me pongo traje de noche llevo los hombros al aire —se descubrió los hombros sólo un poco—. Ves, me tengo que afeitar hasta ahí. Eso no lo puedo hacer yo sola.

Rápidamente se volvió a tapar los hombros. Aunque yo sabía que no era más que un truco, encontré difícil resistir la tentación. Naomi no quería afeitarse la cara; había ido a bañarse sólo por provocarme. Eso lo entendía yo perfectamente, pero afeitar su piel sería un reto totalmente nuevo. Ese día podría mirar su piel desde muy cerca; la podría tocar. La idea me dejó sin valor para decir que no.

Mientras yo calentaba agua en la cocina, la vertía en una jofaina y cambiaba la hoja de la Gillette, Naomi arrimó la mesa a la ventana, le puso encima un espejito, se sentó de rodillas con el trasero entre los pies, y se envolvió una toalla blanca grande alrededor del cuello. Yo, acercándome por detrás, humedecí la barra de jabón Colgate, y me disponía a empezar cuando me dijo:

—Jōji, no me importa que me afeites, pero con una condición.

—¿Una condición?

—Sí. No es nada difícil.

—¿Cuál?

—No quiero que lo utilices como excusa para pellizcarme por todas partes. Tienes que afeitarme sin tocarme la piel.

—Pero…

—No hay peros que valgan. No tienes que tocarme. Puedes enjabonarme con una brocha, y vas a usar una Gillette. En una peluquería que se precie, los ayudantes no te tocan.

—No me gusta que me confundan con un ayudante de peluquero.

—¡No seas insolente! Sé que estás deseando afeitarme. Pero si prefieres no hacerlo, yo no te obligo.

—No es que no quiera. Déjame afeitarte, por favor. No vamos a haber montado todo esto para nada.

Nada más podía decir mientras miraba la línea del pelo de Naomi, descubierta allí donde se había echado hacia atrás el cuello de la bata.

—Entonces, ¿aceptas mi condición?

—Sí.

—Absolutamente prohibido tocar.

—No tocaré.

—Si me tocas, aunque sólo sea rozarme, en ese mismo momento hemos terminado. Venga, guárdate la mano izquierda.

Hice lo que me ordenaba. Luego empecé a afeitarla alrededor de la boca, usando sólo la mano derecha.

Con los ojos fijos en el espejo se dejó afeitar. Embelesada, parecía estar saboreando la placentera sensación de la caricia de la cuchilla. Yo oía su respiración acompasada y soñolienta, y veía latir la carótida bajo su mentón. Estaba ya tan cerca como para que me pincharan sus pestañas. La luz de la mañana brillaba intensamente en el aire seco, al otro lado de la ventana; había la claridad suficiente para contar los poros de su piel, uno por uno. Jamás hasta entonces había escudriñado, con tanta luz, tan despacio y tan a fondo, los rasgos de la mujer que amaba. Vista así, su belleza tenía la grandiosidad de lo gigantesco. Me avasallaba con su volumen y su sustancia. Las rendijas de sus ojos, de temible longitud; la nariz, prominente como un edificio espléndido; las dos líneas marcadas que ascendían entre su nariz y su boca; y, bajo las líneas, los labios rojos, ricamente, profundamente cincelados. Aquello era la materia milagrosa conocida como «el rostro de Naomi», la materia que era la causa de mi ardor. Era algo extraño y admirable. Inconscientemente, yo empuñaba la brocha y levantaba con denuedo una espuma sobre la superficie de la materia. Una espuma que se movía tranquilamente, sin oponer resistencia y con blandura, por mucho que yo agitara la brocha.

En mi mano, la maquinilla iba reptando por la suave pendiente de la piel como un insecto de plata, desde la nuca hasta los hombros. La espalda entera de Naomi, blanca como la leche, se alzaba alta y ancha ante la vista. Ella conocía su cara, pero ¿sabía que su espalda era tan hermosa? Probablemente no. Yo lo sabía mejor que nadie; todos los días había lavado aquella espalda en la bañera. También entonces, como ahora, hacía espuma con el jabón. Esta espalda era un hito en la historia de mi amor. Mis manos, mis dedos habían retozado gozosos en aquella nieve heladoramente bella; la habían hollado libres y felices. Quizá todavía conservara algún vestigio…

—Jōji, te tiembla la mano. Contrólate.

La voz de Naomi me sorprendió de pronto. Me di cuenta de que me zumbaban los oídos, tenía la boca seca y mi cuerpo temblaba. «Me he vuelto loco», pensé. Mientras trataba de sobreponerme con todas mis fuerzas, la cara se me puso caliente y después fría.

Pero la broma de Naomi no acabó ahí. Cuando terminé de afeitarle los hombros, se recogió la manga, levantó el codo y dijo:

—Ahora debajo de los brazos.

—¿Cómo? ¿Debajo de los brazos?

—Eso es. Hay que afeitarse debajo de los brazos para vestirse a la europea. Está muy feo no hacerlo.

—¡Eres cruel!

—¿Por qué soy cruel? Qué hombre más gracioso. Espabila, que me está entrando frío después del baño.

En ese instante tiré la maquinilla y me abalancé a su codo. Debería decir que me abalancé a comerme su codo. Ella me rechazó con fuerza de un codazo, como si se lo esperara. Pero mis dedos tocaron algo…, resbalaron en el jabón. Ella volvió a empujarme hacia la pared con todas sus energías.

—¡Qué haces! —chilló estridentemente, poniéndose en pie. La miré a la cara. Quizá fuera porque todo el color había huido de la mía; también ella estaba pálida como el papel.

—¡Naomi! ¡Naomi! ¡No me atormentes más! ¡Haré todo lo que tú digas!

No tenía ni idea de lo que decía, pero seguí farfullando a borbotones, delirante. Naomi, tiesa como un poste, muda, atónita, me miraba sin pestañear.

Me tiré de rodillas a sus pies.

—¿Por qué no me respondes? ¡Di algo! ¡O si no, mátame!

—¡Eres un lunático!

—¿Y eso qué tiene de malo?

—¿Quién quiere tratar con un lunático?

—Entonces déjame ser tu caballo. Súbete a mi espalda como hacías antes. ¡Haz eso aunque no sea más! —y me puse a cuatro patas.

Por un momento Naomi pareció pensar que realmente me había vuelto loco: durante ese momento su rostro tuvo un tono ceniciento, y en sus ojos, que permanecían fijos en mí, hubo algo próximo al terror. Pero después, con una mirada audaz y decidida, saltó salvajemente a mi espalda.

—¿Satisfecho? —hablaba como un hombre.

—Sí, así está bien.

—¿Vas a hacer todo lo que yo diga?

—Lo haré.

—¿Vas a darme todo el dinero que necesite?

—Lo haré.

—¿Me vas a dejar hacer lo que quiera, y vas a dejar de meter las narices en todo?

—Lo haré.

—¿Vas a dejar de llamarme «Naomi» y me vas a llamar «señorita Naomi»?

—Sí.

—¿Seguro?

—Sí, seguro.

—Está bien. Yo te trataré como a un ser humano, no un caballo. Pobrecito.

Pronto Naomi y yo estuvimos cubiertos de jabón…

—… Ahora sí somos marido y mujer. No permitiré que te vuelvas a escapar —dije.

—¿Tanto te molestó que me escapara?

—Sí, mucho. Por un momento pensé que no ibas a volver.

—¿Ves ahora el miedo que puedo dar?

—Demasiado bien.

—Entonces no se te olvidará lo que dijiste hace un momento, ¿no? Me vas a dejar hacer lo que yo quiera. Podrás decir «marido y mujer», pero yo no pienso formar parte de un matrimonio rígido y cursi. Me volvería a escapar.

—A partir de ahora serás «la señorita Naomi».

—¿Me dejarás ir a bailar?

—Sí.

—¿Y puedo tener muchos amigos? ¿No te quejarás como hacías antes?

—No, ya no.

—Pero ya no veo a Ma-chan.

—¿Has roto con Kumagai?

—Sí. Es odioso. De ahora en adelante me dedicaré a los occidentales. Son mucho más divertidos que los japoneses.

—¿Ese tipo de Yokohama que se llama McConnell?

—Tengo montones de amigos occidentales. Y, oye, McConnell no tiene nada de raro.

—Bueno, no sé…

—Eso es lo malo de ti. Eres muy desconfiado. Si yo lo digo, créeme y se acabó. ¿Estamos? ¡A ver! ¿Me crees o no?

—¡Te creo!

—Hay otra cosa más. ¿Qué piensas hacer después de irte de la compañía?

—Pensaba volverme al campo si me abandonabas, pero ahora no lo haré. Venderé mi propiedad del campo y me traeré aquí el dinero.

—¿Cuánto podrá ser eso?

—Puedo sacarle hasta doscientos o trescientos mil yenes.

—¿Nada más?

—Para nosotros dos es bastante, ¿no?

—¿Podemos vivir con lujo y darnos buena vida?

—Bueno, no podemos sólo darnos buena vida. Tú puedes, pero yo tengo intención de abrir un despacho y trabajar independientemente.

—Yo no quiero que metas todo ese dinero en tu trabajo. Tendrás que apartar lo que haga falta para mantenerme con lujo. ¿De acuerdo?

—Sí, de acuerdo.

—¿Apartarás la mitad, entonces? ¿Si son trescientos mil, ciento cincuenta mil; y si son doscientos mil, cien mil?

—No dejas nada al azar, ¿eh?

—Naturalmente. Pongo antes las condiciones. ¿Te parece bien? ¿Estás de acuerdo? ¿O no estás dispuesto a llegar hasta ahí para tenerme por esposa?

—Claro que estoy dispuesto.

—Si no estás dispuesto, dilo. Todavía estás a tiempo.

—Estoy de acuerdo, estoy de acuerdo.

—Hay una cosa más. No podemos seguir viviendo en una casa como ésta. Quiero mudarme a una casa grande y moderna.

—Lo haremos, por supuesto.

—Quiero vivir en una casa occidental en una calle donde vivan occidentales, una casa con una alcoba bonita y un comedor, cocinera, chico de los recados…

—¿Tú crees que hay casas así en Tokio?

—En Tokio no; en Yokohama. Se alquila una en el Bluff de Yokohama. Fui a verla el otro día.

Entonces fue cuando me di cuenta de que Naomi lo tenía todo pensado. Desde el primer momento había hecho sus planes cuidadosamente y me los había ido vendiendo.

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