Naomi

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Desde entonces han pasado tres o cuatro años.

Nos mudamos a Yokohama, alquilando la casa occidental que Naomi ya había encontrado en el Bluff; pero pronto, acostumbrándose cada vez más al lujo, dijo que era pequeña, y en vista de ello compramos una casa en Hommoku, con muebles y todo, que había estado ocupada por una familia suiza. Posteriormente, todo lo del Bluff se lo tragó el fuego cuando el gran terremoto, pero gran parte de Hommoku se salvó. Aparte de algunas grietas en las paredes, nuestra casa prácticamente no sufrió daños. Nunca se sabe por dónde soplará la fortuna. En esa misma casa seguimos viviendo hoy.

Como había pensado, yo me despedí de la compañía de Ōimachi, liquidé mi propiedad en el campo, y, con algunos antiguos compañeros de estudios, formé una sociedad limitada de fabricación y venta de maquinaria eléctrica. No necesito ir a la oficina todos los días; mis amigos se encargan de la mayor parte del trabajo, en compensación por haber sido yo el que hizo la mayor inversión. Pero no sé por qué a Naomi no le gusta tenerme en casa todo el tiempo, así que cada día, aunque no tenga ganas, me doy una vuelta por allí. A eso de las once de la mañana salgo de Yokohama para Tokio, me estoy dos o tres horas en la oficina de Kyōbashi, y vuelvo a casa a eso de las cuatro de la tarde.

Antes yo era muy trabajador y madrugador, pero últimamente no me levanto nunca antes de las nueve y media o las diez. Lo primero que hago, todavía en pijama, es acercarme a la puerta de la habitación de Naomi y tocar suavemente con los nudillos. Como ella es todavía más dormilona que yo, unas veces está medio despierta a esas horas y responde con un débil «hummm», y otras veces está dormida como un tronco. Si hay respuesta, entro y le doy los buenos días; si no, me voy directamente a la oficina.

Lo de dormir en habitaciones separadas fue idea de Naomi. El tocador de una señora es sagrado, dijo; ni siquiera un marido debe invadirlo sin permiso. Escogió la habitación más grande y me asignó a mí la pequeña contigua. En realidad no se comunican; entre las dos hay un baño y un aseo, por los que hay que pasar para ir de la una a la otra.

Naomi se queda en la cama hasta pasadas las once, fumando o leyendo el periódico. Su marca de cigarrillos es Dimitrino finos; su periódico, el Miyako. También lee revistas como Classic y Vogue. En realidad no las lee; estudia las fotografías de diseños y modas occidentales. Su habitación, abierta a levante y a mediodía, tiene mucha luz al comienzo de la mañana. Al pie de su terraza se extiende la costa de Hommoku. La cama de Naomi está en el centro de la habitación, que tendría cabida hasta para veinte esteras si estuviera puesta a la japonesa. No es una cama barata, corriente: procedía en su origen de una embajada de Tokio, y tiene dosel y cortinas de gasa blanca. Naomi parece dormir con sueño más profundo desde que la compramos; pasa en la cama todavía más horas que antes.

Antes de lavarse la cara por la mañana, toma té negro con leche en la cama mientras la doncella le prepara el baño. Se levanta, se va derecha al baño y después se tumba otro rato y recibe un masaje. Tras eso se peina, se hace las uñas, se arregla la cara con cantidad de lociones y utensilios, y medita sobre qué kimono ponerse. Viene a ser la una y media cuando pasa al comedor.

Después de comer no tiene prácticamente nada que hacer hasta la caída de la tarde. A esa hora siempre tiene algo, ya sea acudir a una invitación, recibir a algún invitado o ir al baile de un hotel. Cuando llega la hora se vuelve a maquillar y se cambia de kimono. Si sale a bailar es cosa seria: entonces se baña y, con la colaboración de la doncella, se aplica maquillaje blanco en todo el cuerpo.

Las amistades de Naomi han cambiado con frecuencia. Hamada y Kumagai dejaron totalmente de venir. McConnell pareció ser su favorito durante un tiempo, pero no tardó en ser sustituido por un tal Dugan. Después de Dugan tuvo un amigo llamado Eustace. Este hombre era todavía más desagradable que McConnell. Se le daba muy bien ganarse a Naomi. Una vez yo me enfadé tanto que le zurré en un baile. Se armó un escándalo; Naomi se puso del lado de Eustace y me gritó: «¡Lunático!». Yo perdí los estribos y perseguí a Eustace. Me sujetaron entre todos, chillando: «¡George! ¡George!» (me llamo Jōji, pero los occidentales me llaman George). Eustace dejó de venir por casa después de aquello; pero Naomi me impuso una nueva condición, y tuve que aceptarla.

Ni que decir tiene que ha habido amigos nuevos desde Eustace, pero yo me he vuelto tan dócil que hasta a mí me sorprende. Parece que cuando una persona pasa por una experiencia aterradora, la experiencia se convierte en una obsesión que nunca se disipa. Yo todavía no puedo olvidar la época en que Naomi me dejó. Sus palabras resuenan en mis oídos: «¿Ves ahora el miedo que puedo dar?». Siempre supe que era voluble y egoísta; si se le quitaran esos defectos perdería valor. Cuanto más pienso que es voluble y egoísta, más adorable me parece, y más atrapado me tiene. Ahora comprendo que si me enfadara sólo saldría perdiendo.

Cuando pierdes la confianza en ti mismo no hay nada que hacer. En mi posición subordinada, yo no puedo competir con Naomi en el inglés. Sin duda ella lo ha ido perfeccionando porque lo practica. Tiene un aire extrañamente occidental cuando se la ve perorando en inglés y haciéndose simpática a los asistentes a una fiesta. Yo muchas veces no entiendo lo que dice. Su pronunciación siempre ha sido buena. A veces me llama George.

La crónica de nuestro matrimonio acaba aquí. Si les parece que lo que he contado es una tontería, ríanse; por favor, no se priven. Si les parece que encierra una moraleja, aplíquense la lección. Por mi parte, lo que piensen de mí no importa; yo estoy enamorado de Naomi.

Naomi va a cumplir veintitrés años y yo tengo treinta y seis.

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