Naomi

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Me habría parecido improbable que en el trabajo se conociera mi disipación. En mi vida había una separación total entre la casa y la oficina. Es verdad que tenía siempre la imagen de Naomi en la cabeza mientras estaba trabajando, pero no hasta el punto de afectar a mi rendimiento, y menos aún de llamar la atención. Estaba seguro de que mis compañeros seguían viéndome como un caballero.

Pero una tarde oscura, cuando acababa la estación de las lluvias, se celebró una fiesta en el Seiyōken de Tsukiji para despedir a un colega ingeniero llamado Namikawa, al que la compañía enviaba al extranjero. Yo, como de costumbre, asistí sólo por cortesía. Acabada la cena pasamos del comedor al salón de fumadores, y empezó la charla de sobremesa con las copitas de licor. Cuando juzgué que ya me podía marchar, me levanté.

—¡Siéntate aquí, Kawai!

S… me detuvo con una ancha sonrisa. Estaba un poco bebido, ocupando un sofá junto a T…, K… y H…, y pretendía que yo me sentara en medio de ellos.

—Vamos, no salgas corriendo de esa manera. ¿Tienes que ir a algún sitio, con lo que llueve?

Y me volvió a sonreír de oreja a oreja, mientras yo permanecía parado.

—No, no es eso, pero…

—¿Entonces te vas directamente a casa? —dijo H…

—Sí, disculpadme. Vivo en Ōmori, y las carreteras están muy mal con este tiempo. Si no me voy pronto no encontraré un rickshaw.

—Te ha salido muy bien —esta vez era T…, que se estaba riendo—. Escucha, Kawai, ya estamos al cabo de la calle.

—¿Cómo?

No sabiendo a qué se refería, me asusté bastante.

—La verdad es que no lo esperábamos… siempre se te había tenido por un caballero… —ahora era K… el que hablaba, ladeando la cabeza como si estuviera muy impresionado—. Pero, claro, los tiempos adelantan, y Kawai se nos ha aficionado al baile.

—Escucha, Kawai —S… me habló al oído—. ¿Quién es esa belleza con la que sales? También a nosotros nos gustaría conocerla.

—No es esa clase de mujer.

—Pero he oído que es una actriz del Imperial. ¿No es así? También se dice que es actriz de cine. Eurasiática, según algunos. ¿Por dónde se mueve? No te dejaremos ir mientras no nos lo digas —haciendo caso omiso de mi cara de pocos amigos y mi confuso balbuceo, S… se echó adelante en el asiento y me interrogó con gran seriedad—. A ver, ¿qué pasa? ¿Es que sólo quedas con ella para ir a bailar?

Un poco más y le habría gritado: «¡Imbécil!». Yo había creído que nadie de la oficina se enteraría. Pero, para mi sorpresa, no sólo sabían de la existencia de Naomi; a juzgar por la manera de expresarse de S…, un calavera notorio, ni siquiera pensaban que Naomi y yo estuviéramos casados. Creían que era la clase de mujer que acudiría a su llamado cuando a ellos les apeteciera. «¡Cretino!», estuve a punto de vociferar, pálido de ira, en respuesta a aquella afrenta intolerable. «¡Cómo te atreves a hablar así de una mujer casada!» La verdad es que por un momento palidecí.

—¡Anda, Kawai, cuéntanoslo! —H… me atosigaba sin piedad, contando con la blandura de mi carácter. Se volvió a K…—: ¿Dónde dijiste que habías oído hablar de ella?

—A un estudiante de Keio.

—¿Y qué te dijo?

—Es un pariente mío, fanático del baile. Se pasa la vida en los salones de baile, y de ahí la conoce.

—¿Cómo se llama? —preguntó T…, inclinándose hacia K…

—Se llama… déjame que lo piense… era un nombre raro… Naomi… creo que era Naomi.

—¿Naomi?… Entonces quizá sea eurasiática —S… me miró con sorna—. Si es eurasiática, no será actriz.

—En cualquier caso, por lo que he oído es bastante ligera de cascos. Dicen que ha traído al retortero a unos cuantos estudiantes de Keio.

Yo estaba aterrado, y, aunque trataba de mantener una sonrisa forzada, me temblaba la boca; pero cuando las explicaciones de K… llegaron a ese punto, la sonrisa se me heló en la cara y sentí como si los ojos me rodaran en las órbitas.

—¡Uy, uy, eso suena bien! —exclamó S…, embelesado—. ¿Y ese estudiante pariente tuyo se trae algo con ella?

—No que yo sepa, pero dijo que dos o tres de sus amigos sí.

—Para, para, que Kawai se va a preocupar. ¡Mira qué cara se le ha puesto!

Al decir eso T…, todos me miraron y se echaron a reír.

—¿Y por qué no vamos a preocuparle un poco? Ha sido un mal amigo por monopolizar una belleza así y ocultárnosla.

—¿Qué dices a eso, Kawai? Un caballero debe tener alguna preocupación picante de vez en cuando, ¿eh?

Todos se rieron.

Yo ya no estaba enfadado, ni oía siquiera lo que decían. Sólo era consciente de la risa que resonaba en mis oídos. En aquel momento toda mi confusión giraba en torno a la mejor manera de salir de aquella situación. ¿Debía llorar? ¿Debía reírme? Si decía algo fuera de tono, ¿no me ridiculizarían aún más?

Cuando escapé del salón de fumadores iba como sonámbulo. Mis pies no tocaron el suelo hasta que llegué a la calle enfangada y la lluvia fría cayó sobre mí. Huí hacia el Ginza, temeroso de que alguien me siguiera.

En el primer cruce después de Owarichō, torcí y eché a andar hacia Shimbashi. Más exactamente, mis piernas se movieron inconscientemente en esa dirección; mi cabeza no tuvo nada que ver en ello. Las luces de las farolas se reflejaban en el pavimento mojado y me cegaban los ojos. A pesar del mal tiempo, parecía haber mucha gente en la calle. Una geisha bajo un paraguas; una jovencita con pantalones; tranvías y automóviles…

¿Naomi una sinvergüenza? ¿Naomi liada con estudiantes?… ¿Era posible? Sí, enteramente posible. Dado el comportamiento reciente de Naomi, lo extraño habría sido no pensarlo; yo mismo había estado secretamente preocupado. Pero me tranquilizaba la presencia de tantos amigos del sexo masculino a su alrededor. Naomi era una niña; era muy activa. Como ella misma decía: «Yo soy un chico». Lo único que pasaba era que le gustaba reunir a un montón de chicos y hacer el indio con ellos, alegre e inocentemente. Si hubiera tenido alguna intención ulterior, no habría podido ocultarla de tantas miradas. Seguramente ella… Sí, pero yo no me podía quedar en un «seguramente».

Pero seguramente… seguramente no era cierto. Naomi sería demasiado descarada, pero tenía un carácter noble. Eso yo lo sabía muy bien. Exteriormente me trataba con superioridad, pero me estaba agradecida por haberla criado desde los quince años. De noche, en la cama, me repetía una y otra vez, con lágrimas en la voz, que jamás me traicionaría. Yo no podía dudar de su palabra. Aquella historia de K…, lo mismo se la habían inventado algunos bribones de la oficina para gastarme una broma. Qué alivio sería eso… ¿Quién era el estudiante pariente de K…? ¿Naomi había tenido relaciones con dos o tres de sus amigos? ¿Con dos o con tres?… ¿Hamada? ¿Kumagai?… Esos dos eran los más sospechosos. Pero en ese caso, ¿por qué no reñían? ¿Por qué venían a mi casa juntos, no por separado, y jugaban tan contentos con Naomi? ¿Podría ser una estratagema para engañarme? ¿O acaso Naomi les manipulaba tan bien que ninguno de los dos sospechaba del otro? No, más importante que eso: ¿era posible que Naomi hubiera caído tan bajo? ¿Si hubiera estado liada con los dos, habría sido capaz de aquella actuación desvergonzada la noche que se quedaron a dormir? En ese caso, era mejor actriz que ninguna prostituta…

Sin enterarme de lo que hacía crucé el puente de Shimbashi y caminé por Shibaguchi hasta el puente de Kanasugi, metiéndome en todos los charcos. La lluvia amurallaba el mundo y me cercaba por todos lados; el agua que se escurría de mi paraguas caía sobre los hombros de mi impermeable. Así llovía la noche que habíamos dormido todos juntos. Y también la noche en que por primera vez abrí mi corazón a Naomi en el Café Diamante: entonces era primavera, pero llovía así. Esta noche, ¿habría alguien en la casa de Ōmori, una vez más, mientras yo caminaba empapado? ¿Otra invitación a quedarse a dormir? De pronto me entró la inquietud. Hamada y Kumagai estarían tirados en el sofá con Naomi entre los dos, contando sus chistes estúpidos; y la desvergonzada escena que se estaría desarrollando en el estudio se dibujó vívidamente ante mis ojos.

«Vamos, no es hora de perder el tiempo», me dije, y corrí a la estación de Tamachi. Un minuto, dos, tres… Por fin llegó el tren; nunca hasta entonces se me habían hecho tan largos tres minutos.

¡Naomi, Naomi! ¿Por qué la había dejado sola aquella noche? No estaba conmigo, ése era el problema; eso era lo peor… Pensé que con sólo verla mis nervios se calmarían un poco. Rogué al cielo que, al oír su voz generosa y ver sus ojos inocentes, mis dudas se desvanecieran.

Pero entonces, ¿qué debía decir si ella quisiera tener otra reunión nocturna semejante? ¿Qué actitud debería adoptar hacia ella a partir de entonces, y hacia la chusma que llevaba detrás, Hamada, Kumagai y el resto? ¿Debería desafiar sus iras y atreverme a vigilarla más estrechamente? Si se sometía, muy bien; pero ¿y si se sublevaba? No, eso no iba a pasar. Yo le diría: «Unos compañeros de la oficina me han estado diciendo esta noche las cosas más insultantes. Quiero que te conduzcas con un poco más de cuidado, para no dar lugar a malentendidos». Esta situación era distinta de otras. Probablemente Naomi obedecería, en aras de su buen nombre. Pero si se mostraba indiferente a su buen nombre y a los malentendidos, entonces realmente habría que sospechar. La historia de K… sería verdad. En ese caso… Ah, en ese caso…

Tranquilizándome hasta donde podía y pugnando por pensar fríamente, contemplé esta última posibilidad. Si resulta que me ha engañado, ¿podré perdonarla? La verdad es que era ya incapaz de pasar sin ella un solo día. Si se arrepentía y se disculpaba por haber actuado mal, yo no seguiría condenándola, ni tendría derecho a hacerlo, porque compartía la culpa de su extravío. Pero si se ponía terca —y conmigo tendía a serlo especialmente—, ¿daría su brazo a torcer aunque yo la pusiera frente a la evidencia? Eso era lo que me preocupaba. Y aun en el supuesto de que cediera, ¿qué seguridad podría tener yo de que no iba a volver a las andadas, pensando que yo era un calzonazos, y repetir los mismos errores una y otra vez? ¿Y si la terquedad de los dos nos obligaba a separarnos? Eso era lo que más miedo me daba. Dicho en plata, me producía mucha más angustia que su honestidad. Si yo quería someterla a interrogatorio, o gobernarla, habría que correr ese riesgo. Si me dijera: «Pues me voy», habría que estar preparado para decirle: «Pues vete si quieres».

Sabía que en ese aspecto Naomi estaba en una posición tan débil como la mía. Podía vivir a todo plan mientras estuviera conmigo, pero si la echaba no tendría otro sitio donde ir que aquella casa miserable de Senzoku. Entonces no habría nadie que se molestara mucho por ella, a menos que realmente se convirtiera en prostituta. En otro tiempo pudo ser diferente; pero ahora, malcriada y orgullosa, no sería capaz de llevar ese tipo de vida. Hamada o Kumagai podrían ofrecerse a darle cobijo, pero ella sabía que un estudiante no podía proporcionarle los mismos lujos que yo. Desde ese punto de vista era bueno que yo la hubiera aficionado al lujo.

Pensándolo bien, Naomi había dado marcha atrás aquella vez que rompió el cuaderno durante nuestra clase de inglés y yo le dije iracundo que se marchara. Habría sido duro para mí que se fuera, pero todavía más duro para ella. ¿Qué habría sido de ella sin mí? Si me hubiera dejado, habría acabado en lo más bajo de la sociedad, otra vez en el último escalón. Esa perspectiva debía aterrorizarla hoy no menos que ayer. Tenía ya diecinueve años. Ahora que es mayor, y que conoce el mundo un poco mejor, verá el peligro con más claridad, me dije. Si no estoy equivocado, podrá amenazar con dejarme, pero no será capaz de llevarlo hasta el final. Sabe muy bien que yo no me dejaría engañar por una bravata tan transparente.

Cuando bajé en la estación de Ōmori ya había recuperado algo de mi valor. Pasara lo que pasara, Naomi y yo no estábamos destinados a separarnos. De eso estaba seguro.

Al llegar a la puerta de casa vi que mis ominosas imaginaciones estaban completamente descaminadas. El estudio estaba a oscuras y en absoluto silencio: no parecía haber ningún visitante; sólo se veía una luz en el piso de arriba.

Estaba sola. Me sentí aliviado. Qué bendición, no pude por menos de pensar.

Abrí la cerradura, entré e inmediatamente encendí la luz del estudio. Aunque la habitación estaba tan revuelta como de costumbre, no había indicios de que hubiera recibido a nadie.

—Naomi, ya estoy en casa…

No respondió. Subí la escalera y la encontré apaciblemente dormida en la mayor de las dos habitaciones. No tenía nada de raro: muchas veces se metía debajo de las sábanas cuando estaba aburrida, de día o de noche, y se quedaba dormida leyendo una novela. La visión de su rostro inocente me tranquilizó.

¿Me está engañando? ¿Es posible?… ¿Esta niña, que respira aquí tranquilamente ante mi vista?…

Con cuidado para no despertarla, me senté junto a su almohada, contuve el aliento y contemplé subrepticiamente su forma dormida. En los tiempos de antaño, una zorra podía engañar a un joven tomando la forma de una princesa y no revelar su verdadero ser hasta que se quedaba dormida. Recordaba haber oído aquellos cuentos en mi niñez. Naomi, que tenía el sueño inquieto, se había quitado la colcha y la tenía entre los muslos. Tenía un codo doblado, y la mano apoyada como una ramita torcida sobre el seno descubierto. El otro brazo se extendía graciosamente hacia mis rodillas. La cabeza, inclinada hacia el brazo extendido, amenazaba con resbalar de la almohada en cualquier momento. Junto a su nariz había un libro abierto. Era la novela Descendientes de Caín de Arishima Takeo, «el mayor escritor de hoy», según ella. Mis ojos iban y venían entre el blanco puro del papel occidental del libro y la blancura de su pecho.

El cutis de Naomi parecía amarillo un día y blanco al día siguiente; pero era extraordinariamente límpido cuando estaba profundamente dormida o acababa de despertar, como si toda la grasa de su cuerpo se hubiera derretido. La noche se suele asociar con la oscuridad, pero para mí la noche siempre traía el recuerdo de la blancura del cutis de Naomi. A diferencia de la blancura luminosa y sin sombras del mediodía, era una blancura envuelta en harapos, entre cobertores sucios, feos, sobados; y eso me la hacía todavía más atractiva. Mientras yo lo contemplaba, su pecho, en la sombra que arrojaba la pantalla de la lámpara, se erguía vívidamente, como un objeto en las profundidades de un agua translúcida. También su rostro, de día radiante y caleidoscópico, mostraba un gesto misterioso, un ceño melancólico, como el de quien acaba de tragarse una medicina amarga o ha sido estrangulado. Me encantaba su cara dormida. «Pareces otra persona cuando estás dormida», le decía a menudo, «como si estuvieras teniendo un sueño terrible». También su mascarilla mortuoria sería hermosa, me decía a mí mismo. Si Naomi fuera una zorra y su verdadera forma fuera así de hechicera, me habría dejado encantar con entusiasmo.

Permanecí allí sentado cerca de media hora. La mano de Naomi, con la palma extendida desde la sombra de la pantalla hacia la luz, estaba medio cerrada, como un capullo a punto de abrirse. Yo veía claramente el latir de su pulso en la muñeca.

—¿Cuándo has vuelto?… —su respiración tranquila y acompasada se agitó levemente y abrió los ojos. Le quedaba un punto de melancolía.

—Ahora mismo…, hace un ratito.

—¿Por qué no me despertaste?

—Te llamé, pero como seguías durmiendo he estado en silencio.

—¿Y qué hacías ahí sentado? ¿Verme dormir?

—Sí.

—¡Qué gracioso eres!

Se rió ingenuamente, como un niño, y puso su mano extendida en mi regazo.

—Me he aburrido aquí sola. Pensé que podría venir alguien, pero no ha venido nadie… Papi, ¿vienes a la cama?

—No sería mala idea.

—¡Anda, sí! Por quedarme dormida así, me han devorado los mosquitos. ¡Mira esto! ¡Ráscame aquí!

Hice lo que me mandaba y le rasqué los brazos y la espalda.

—Gracias. Ah, cómo pica… ¿Querrías hacer el favor de acercarme el camisón de ahí? ¿Y ponérmelo?

Fui por el camisón, la abracé mientras ella permanecía tumbada con los brazos extendidos, y la alcé en vilo. Mientras le soltaba la faja y le cambiaba el kimono por el camisón, se relajó y dejó colgar inertes los brazos y las piernas, como un cuerpo muerto.

—Pon el mosquitero, Papi, y date prisa en venir…

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