Naomi

Naomi


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No es necesario entrar en detalles sobre nuestra charla de almohada de aquella noche. Cuando Naomi supo lo que había pasado en Seiyōken, no le dio demasiada importancia. «¡Qué ordinariez!», dijo con severidad. «¡No saben nada!» El problema era que la gente todavía no comprendía el baile de sociedad. Si un hombre y una mujer bailaban enlazados, la gente daba por hecho que estaban teniendo una relación inmoral y empezaba a propalarlo. Los periódicos reaccionarios publicaban artículos sin fundamento que daban mala fama a los bailes de salón, y de ahí que la mayoría de la gente hubiera llegado a la conclusión de que eran insanos. Tendríamos que resignarnos a oír aquella clase de cosas.

—Además, Jōji, yo no he estado ni una vez a solas con otro hombre. ¿No está bien eso?

Salíamos a bailar juntos, jugábamos en casa juntos, y ella jamás recibía a un hombre solo estando yo fuera. Si alguno venía solo, le decía: «Lo siento, hoy estoy sola en casa», y el visitante, respetuoso, se marchaba. Ninguno de sus amigos cometía la falta de educación de quedarse. Y entonces añadió:

—Yo podré ser egoísta, pero sé lo que está bien y lo que está mal. Podría engañarte si quisiera, pero jamás haría una cosa así. Todo está abierto y a la vista, Jōji. Nunca te he ocultado nada.

—Lo sé. Sólo que ha sido desagradable que me dijeran esas cosas.

—¿Y qué quieres que le hagamos? ¿Estás diciendo que dejemos de ir a bailar?

—No es necesario, pero tú deberías tener cuidado para que la gente no lo interprete mal.

—Pero si acabo de decirte todo el cuidado que he tenido con mis amigos.

—De acuerdo; pero no soy yo el que lo interpreta mal.

—Si tú me entiendes, lo que digan los demás no me preocupa. De todos modos no les gusto, porque soy una bruta y no tengo pelos en la lengua.

A continuación repitió, con voz sentimental y melosa, que lo único que ella quería era que yo la quisiera y confiara en ella; que era natural que hiciera amistades masculinas, porque ella no era la típica mujer. Ella prefería a los hombres porque eran más abiertos y menos retorcidos, y por eso todos sus amigos eran hombres. Pero no tenía sentimientos impropios hacia ellos, en absoluto: ni sensuales ni románticos. Y por último, llorando copiosamente, pronunció las frases de rigor: «Nunca he olvidado la deuda que tengo contigo por haberme educado», y: «Yo pienso en ti a la vez como padre y marido». Después me hizo enjugar sus lágrimas y me comió a besos.

Pero curiosamente, ya fuera por designio o por casualidad, en el curso de aquella larga conversación jamás habló de Hamada ni de Kumagai. Yo incluso había pensado sacar a colación sus nombres para ver qué cara ponía, pero se me pasó la ocasión de hacerlo. Claro está que no me creí todo lo que dijo, pero una vez que empiezas a dudar tampoco es fácil saber con qué quedarte. No había ninguna necesidad de escudriñar el pasado con lupa; ahora lo único que tenía que hacer era estar atento y vigilarla más… No, al principio yo estaba decidido a mostrarme firme; pero ella gradualmente me fue llevando a esa posición vaga. Ahogado en lágrimas y besos, aun así tenía mis reservas cuando oía sus susurros entre sollozo y sollozo; sospechaba que me mentía; pero al final sus palabras empezaron a sonar sinceras.

Después de aquello vigilé un poco más el comportamiento de Naomi. Poco a poco, tan despacio que no parecía calculado, dio la impresión de reformarse. Seguíamos yendo a bailar, pero no tan a menudo como antes; y cuando íbamos bailábamos menos y volvíamos más temprano. Las visitas dejaron de ser una plaga. Cuando yo volvía de la oficina la encontraba sola, leyendo una novela, haciendo punto, escuchando tranquilamente el gramófono o plantando flores en el jardín.

—¿Hoy has vuelto a quedarte sola en casa?

—Sí, solita. No ha venido nadie.

—¿Y no te has aburrido?

—Si sé desde el principio que voy a estar sola, no me aburro. No me molesta.

Y añadió:

—Me gusta divertirme, pero tampoco me importa estar sola. Cuando era pequeña no tenía amigas. Siempre jugaba yo sola.

—Ahora que lo dices, sí tenías ese aspecto. Casi nunca hablabas con las demás en el Café Diamante. Hasta parecías un poco sombría.

—Efectivamente. Actúo como un chicazo, pero mi verdadera personalidad es sombría… ¿No te gusta verme sombría?

—Que estés tranquila me parece muy bien, pero sombría preferiría no verte.

—Ya, pero ¿no es mejor que ser una loca, como era antes?

—Eso no te lo voy a negar.

—Ahora soy buena, ¿verdad que sí?

De repente corría hacia mí, me echaba los brazos al cuello y me besaba tan violentamente que se me iba la cabeza.

—¿Qué te parece? —le decía yo—. Hace mucho que no salimos a bailar. ¿Vamos esta noche?

—Bueno, como quieras… Si te apetece, Jōji —respondía ella vagamente, con la cara muy seria; o, a menudo—: ¿Por qué no vamos mejor al cine? Hoy no me apetece bailar.

Volvió la vida inocente y feliz que habíamos compartido cuatro o cinco años antes. Solos, Naomi y yo íbamos a Asakusa casi todas las noches. Nos metíamos en un cine y cenábamos en un restaurante camino de casa. Durante la cena recordábamos nostálgicamente nuestro pasado juntos. «Eras tan pequeña que te sentabas en la barandilla del cine Imperial y veías la película con una mano puesta sobre mi hombro», decía yo. Y Naomi decía: «La primera vez que viniste al café, no hacías más que estar allí sentado con cara reconcentrada y mirándome. Me pusiste nerviosa».

—Por cierto, Papi, ya no me bañas nunca. En esa época siempre me lavabas.

—Tienes razón. Sí que lo hacía.

—¿Qué es eso de «Sí que lo hacía»? ¿Es que ya no lo piensas volver a hacer? ¿Ya no te interesa bañarme, ahora que he crecido tanto?

—No es eso, en absoluto. Te bañaría ahora mismo, pero la verdad es que me reprimo.

—¿Ah, sí? Pues báñame. Quiero volver a ser tu bebé.

Afortunadamente esa conversación tenía lugar a comienzos de la estación cálida. Yo volví a arrastrar la bañera occidental hasta el estudio, desde el rincón de la leñera donde había ido a parar, y empecé a bañar otra vez a Naomi. «Mi bebé grande», decía en aquellos tiempos; pero ahora, al estirarla cuan larga era en la bañera, vi que había madurado en una mujer adulta espléndida. Suelto, su cabello voluptuoso se extendía lujosamente, como las nubes de lluvia al atardecer; su carne redonda formaba hoyuelos en las articulaciones. Sus hombros estaban más hechos; el pecho y las caderas tenían más bulto y eran más flexibles, y las piernas parecían más largas que nunca.

—¿He crecido o no, Jōji?

—Ya lo creo que has crecido. Estás casi tan alta como yo.

—En seguida te pasaré. Cuando el otro día me pesé, pesaba cincuenta y tres kilos.

—¡Asombroso! Yo sólo peso alrededor de cincuenta y nueve.

—¿De verdad pesas más que yo? Si eres como una gamba.

—Claro que peso más. Seré una gamba, pero los hombres tenemos una estructura más fuerte.

—Entonces, ¿te atreverías aún a hacer de caballito y darme un paseo? Eso lo hacíamos mucho al principio, dar una cabalgada por la habitación…

—Entonces pesabas poco. Unos cuarenta y cinco kilos, diría yo.

—Ahora te hundiría.

—No digas tonterías. Si eso crees, monta y verás.

El resultado fue que jugamos al caballito como en otros tiempos.

—La montura está lista —dije, poniéndome a cuatro patas. Naomi cargó sus cincuenta y nueve kilos sobre mi espalda y me puso en la boca la toalla a modo de rienda.

—¡Qué caballito más enclenque estás hecho! ¡Rápido! ¡Galopa, galopa! —gritó feliz, enroscando las piernas alrededor de mi tripa y tirando de la rienda. Yo estaba resuelto a no hundirme bajo su peso; sudando y sin resuello di una vuelta a la habitación. Ella siguió con la broma hasta que me vio reventado.

—Jōji, ¿este verano no podríamos volver a Kamakura? Ha pasado mucho tiempo —esto era a comienzos de agosto—. Yo quiero ir; nunca hemos vuelto.

—Tienes razón. No hemos ido desde entonces, ¿verdad?

—No; así que vamos a Kamamura este año. Es nuestro lugar especial.

¡Qué feliz me hicieron aquellas palabras! Como ella decía, nuestra luna de miel —sí, fue una luna de miel— había sido en Kamakura. Ningún otro lugar era tan especial para nosotros como era Kamakura. Todos los años desde entonces habíamos ido a alguna parte huyendo del calor, pero yo me había olvidado por completo de Kamakura. Naomi había tenido una idea brillante.

—¡Vamos, sí, vamos! —asentí sin pararme a pensar.

Apenas lo decidimos, pedí diez días de permiso en la empresa. Cerramos la casa de Ōmori y a comienzos de mes partimos hacia Kamakura. Alquilamos una casita adosada a un vivero que se llamaba Shokusō, en la calle que va desde la carretera de Hase hacia la villa imperial.

Al principio yo había pensado que esta vez podíamos alojarnos en un buen hotel; desde luego, no repetir en un sitio como el Pabellón Olas de Oro. Acabamos en habitaciones de alquiler porque un día Naomi me informó sobre la casita del vivero. «La señorita Sugizaki me ha hablado de una cosa que sería perfecta para nosotros», empezó. Los hoteles eran caros y no había intimidad. Siempre era mejor alquilar una casa. Daba la casualidad de que el pariente de la señorita Sugizaki, el que era ejecutivo de la Oriental Petroleum, podía dejarnos un sitio que había alquilado pero no utilizaba. Sería una fórmula ideal. El ejecutivo había reservado el lugar para junio, julio y agosto, por un total de quinientos yenes; lo había ocupado durante todo el mes de julio, pero ya estaba cansado de Kamakura y le encantaría alquilarlo a quien lo quisiera. Y si era un amigo de la señorita Sugizaki, le daba igual el dinero. Tal era la historia que me contó Naomi.

—Anda, vamos a cogerlo —dijo—. No encontraremos un lugar mejor. Y no nos cuesta nada, así que podemos estarnos todo el mes.

—Pero yo no puedo estar tanto tiempo sin ir a trabajar.

—Bueno, pero puedes ir en tren desde Kamakura. ¿Por qué no? ¿Te parece?

—¿No deberías ir a echarle una ojeada a ver si te gusta?

—De acuerdo, mañana mismo voy. ¿Podemos tomarlo si me gusta?

—Sí, pero a mí no me parecería bien no pagar. Habrá que arreglar eso de alguna manera.

—Ya lo sé. Tú estás ocupado, así que si nos decidimos yo hablaré con la señorita Sugizaki y le pediré que acepte una cantidad. Habrá que pagar cien o ciento cincuenta, en todo caso.

Y de esa manera Naomi aceleró los trámites ella solita. Se acordó la suma de cien yenes, y ella misma se encargó de hacer el pago.

Yo tenía mis reservas, pero la casa me pareció mejor de lo que esperaba cuando la vi. Era una construcción de una planta, separada de la casa principal, con dos habitaciones de cuatro por cuatro y tres por tres esteras respectivamente, entrada, baño y cocina. Tenía su propio acceso desde el jardín y la calle, por lo que no era necesario tratar con la familia dueña del vivero. Era como si estuviéramos los dos poniendo una casa nueva. Por primera vez en mucho tiempo me volví a sentar sobre esteras nuevas, al más puro estilo japonés. Cruzando las piernas frente al brasero, me sentí rejuvenecer.

—Esto es maravilloso. Me siento como en mi casa.

—¿Verdad que es una casita mona? ¿Cuál te gusta más, ésta o la de Ōmori?

—Ésta es mucho más cómoda. Siento como si me pudiera quedar aquí indefinidamente.

—¿Lo ves? Por eso te dije que debíamos alquilarla —Naomi estaba muy satisfecha consigo misma.

Un día, quizá el cuarto de nuestra estancia, fuimos a la playa por la tarde, estuvimos nadando cerca de una hora, y estábamos después tumbados en la arena cuando sobre nuestras cabezas se oyó una voz que decía: «¡Señorita Naomi!».

Era Kumagai. Al parecer acababa de salir del agua: el traje de baño mojado se le pegaba al pecho, y por las peludas corvas le escurría el agua salada.

—¡Ma-chan! ¿Cuándo has venido?

—Hoy. Me pareció que eras tú.

Y, volviéndose hacia el agua, levantó un brazo y llamó:

—¡Eh-eh!

—¡Eh-eh! —respondió alguien desde el agua.

—¿Quién es el que está nadando ahí?

—Hamada. Hamada, Seki y Nakamura: hemos venido los cuatro.

—¡Qué estupendo! ¿Dónde os hospedáis?

—No somos tan elegantes. Como hacía calor, hemos venido a pasar el día, nada más.

Mientras hablaban llegó Hamada.

—¡Hola! ¡Cuánto tiempo! Siento no haber dado señales de vida. Señor Kawai, ¿ya no van nunca a bailar?

—Bueno, no es eso exactamente. Naomi dice que está un poco cansada de bailar.

—Ya. Qué pena. ¿Y cuánto tiempo llevan aquí?

—Sólo dos o tres días. Hemos alquilado una casita de un vivero cerca de Hase.

—Un sitio maravilloso —dijo Naomi—. Gracias a la señorita Sugizaki, lo tenemos para todo el mes.

—¡Qué maravilla! —dijo Kumagai.

—Entonces, ¿estarán aquí algún tiempo? —dijo Hamada—. También hay bailes en Kamakura. Hoy mismo hay uno en el Hotel Kaihin. Yo iría si tuviera pareja.

—Yo no quiero ir —dijo Naomi tajantemente—. No quiero ni pensar en bailar mientras haga tanto calor. A lo mejor cuando refresque un poco.

—Seguramente tienes razón; el verano no es época de ir a bailar —y luego, titubeando, Hamada añadió—: ¿Qué hacemos, Ma-chan? ¿Te apetece volver al agua?

—Yo no, estoy muy cansado. Vámonos. Si ahora nos acercamos por allá y descansamos un poco, para cuando volvamos a Tokio se habrá hecho de noche.

—¿Acercaros dónde? —preguntó Naomi a Hamada—. ¿Hay algo interesante?

—No demasiado. Es una villa que tiene el tío de Seki en Ōgigayatsu. Hoy nos arrastró a todos allí, y dicen que nos invitan a cenar, pero es todo tan solemne y protocolario que estamos pensando fugarnos sin comer.

—¿Ah, sí? ¿Son así de estirados?

—Insufrible. La criada se agacha y hace la reverencia de los tres dedos. Es deprimente. Aunque nos invitaran, no podríamos probar bocado… Vámonos, Hamada. Podemos tomar algo en Tokio.

Pero Kumagai no hizo ademán de levantarse; siguió sentado, llenándose la mano de arena y derramándola sobre sus piernas.

—Bueno, entonces, ¿qué tal si os quedarais a cenar con nosotros esta noche? Ya que habéis venido hasta aquí…

Naomi, Hamada y Kumagai habían enmudecido, y yo pensé que había que decir algo para romper el silencio.

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