Nano

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Nano, S. L., Boulder, Colorado

Viernes, 17 de mayo de 2013, 2.12 h

A pesar del ruido que había en la habitación, Zach Berman estaba casi dormido de pie. Dos entrenadores chinos daban instrucciones a gritos a un par de ciclistas encorvados sobre unas bicicletas de carreras convertidas en estáticas gracias a varios soportes. Los dos ciclistas estaban conectados a una batería de instrumentos, y mientras pedaleaban con furia les devolvían los gritos a sus entrenadores suplicándoles que les permitieran parar. Al menos aquello era lo que Berman deducía gracias al poco mandarín que había conseguido aprender. El ambiente del laboratorio estaba tan cargado que los ciclistas sudaban profusamente, y en esa atmósfera la somnolencia de Berman iba en aumento.

Llevaba horas viendo a los científicos y los entrenadores intentando reproducir las condiciones en las que el sujeto podía sufrir una parada cardíaca como la que el corredor y ya dos ciclistas habían sufrido en el exterior. De hecho, el ciclista que había sufrido el episodio era uno de los participantes del experimento. Pero por más que los científicos se esforzaban y ajustaban las dosis, los niveles de hidratación, las condiciones de estrés y de marcha, transcurridas diez horas los dos hombres seguían pedaleando con la misma fuerza y quejándose con la misma intensidad sin que se hubiera registrado cambio alguno en su relativamente lento ritmo cardíaco ni en su respiración.

Berman llevaba unos cuantos días muy ajetreados. A pesar de las estrictas órdenes dadas a todos los sujetos para que no salieran solos por muy seguros que se sintieran, allí estaba él, con otro problema que solucionar. La crisis del ciclista había surgido apenas unas semanas después del colapso público del corredor, pero Berman creía haberse impuesto y superado el torbellino de preguntas llegadas desde China. Que surgiera otro episodio similar resultaría, como mínimo, muy inoportuno. Sus patrocinadores creían que la tecnología estaba casi a punto, de modo que cualquier tropiezo técnico como aquel ponía en duda el proyecto en su totalidad. Berman sabía que no podía aportar gran cosa desde el punto de vista científico, pero tenía que estar allí para supervisar el trabajo, porque mantenerse al margen y devanarse los sesos pensando en qué iba mal le resultaba insoportable. Su único consuelo provenía de que era mejor que ocurriera en aquel momento y no cuando fuera realmente importante.

El otro asunto que lo llevaba de cabeza era que no podía dejar de pensar en Pia. Los planes de emergencia puestos en marcha por el responsable de seguridad de la empresa habían funcionado sin problemas. En cuanto el ciclista se derrumbó, el equipo subió a la furgoneta y se preparó para recogerlo. Gracias al contacto que tenían en el Boulder Memorial sabían que la ambulancia les llevaba ventaja. Pero aun así lograron quitarles al ciclista de las manos sin problemas. La situación parecía estar controlada cuando el jefe de seguridad recibió un informe que decía que el jefe de Urgencias del hospital y «cierta joven» parecían haber salido en su búsqueda.

Cuando su jefe de seguridad lo llamó para decirle que podía «ocuparse del asunto», Berman le dio luz verde a regañadientes. Pagaba generosamente a sus subordinados para que se hicieran cargo de problemas como aquel. Su encargado de seguridad le había dicho que no se preocupara, que no había la menor posibilidad de que el suceso no fuera considerado un accidente y que, en caso de que fuera necesario, también podría ocuparse de eso último.

Más tarde se había enterado de que Pia se había visto involucrada en un accidente de coche en aquella misma carretera y rápidamente dedujo que acompañaba al médico en el vehículo que perseguía al ciclista. Sabía que había sido ella la que había encontrado al corredor y que había bombardeado a Mariel Spallek con preguntas al respecto, pero había acabado por convencerse a sí mismo de que no había motivos para preocuparse. Sin embargo en aquellos momentos no estaba tan seguro. De todas maneras, se dio cuenta de que se alegraba de que estuviera viva, porque el asunto que tenía pendiente con ella superaba a cualquier tipo de amenaza que la joven pudiera representar.

Ante todo, deseaba restaurar su masculinidad ante ella. En su casa, cuando prácticamente se había invitado sola a cenar, su actitud seductora lo había vuelto loco. El hecho de haberse desmayado igual que un adolescente inmaduro había supuesto un golpe terrible para su ego. Confiaba en recuperar la oportunidad perdida cuando ella estuviera mejor y saliera del hospital, y no dejaba de repetir en su mente las imágenes de su erótico baile. En cuanto a la curiosidad de la chica, confiaba en poder ocuparse de ella a su manera. Al fin y al cabo, se había encargado sin problema de Whitney y Mariel una vez se cansó de recibir sus favores.

Se frotó los ojos y tomó un sorbo de café frío de la taza que le habían llenado unas tres horas antes. Entonces se le ocurrió que quizá aquellos ataques cardíacos no fueran más que anomalías, casos aislados que carecían de explicación y quedarían compensados desde el punto de vista estadístico. Si ese fuera el caso, no podría evitar que la angustia lo consumiera mientras esperaba a que se produjera el siguiente. En consecuencia, decidió que haría que los entrenadores amenazaran de forma más convincente a los sujetos para asegurarse de que nunca salían solos y que los infractores recibirían castigos más severos, de manera que si volvía a producirse uno de aquellos desastres médicos nadie se enteraría y fijaría su atención en Nano.

De repente Whitney Jones lo sacudió con fuerza agarrándolo del hombro y lo sacó de su ensimismamiento. Había entrado en el laboratorio sin que él la viera u oyera.

—¿Se encuentra bien, señor Berman? Parece estar a punto de desmayarse.

—No, Whitney, estoy bien. ¿De dónde has salido? ¿Qué haces todavía levantada?

—Debo estarlo si usted lo está. Y me alegro de que así haya sido. Estaba esperándolo en el despacho y he cogido una llamada que entraba por su línea privada. Le he dicho a la persona que telefoneaba que lo encontraría. Tiene que acompañarme, volverá a llamar en cualquier momento.

—¿Qué ocurre? ¿Más problemas?

—Sí, eso me temo. Era Klaastens, el entrenador del equipo de ciclismo. Ha dicho que era muy urgente y que tenía que ver con uno de los ciclistas chinos.

—¡Mierda! —masculló Berman—. Espero que no sea otro ataque cardíaco. ¿No ha dado más detalles?

—No, no lo ha hecho, y yo tampoco he querido forzarlo. Ha insistido en hablar con usted. Dijo que había intentado llamarlo a su casa, pero que no había contestado nadie.

—¿Cómo demonios ha conseguido el número de mi línea privada del despacho? —Ese teléfono estaba reservado para unos cuantos colaboradores de confianza y ciertos dignatarios chinos de alto rango. Klaastens no formaba parte de ninguno de los dos grupos—. ¡Le di el teléfono de casa, pero no el de mi despacho!

—No lo sé, podrá preguntárselo usted mismo cuando hable con él. —Whitney le hizo un gesto para que saliera de la habitación—. Volverá a llamar dentro de quince minutos, así que será mejor que se dé prisa.

Berman apenas podía poner un pie delante del otro, pero sabía que debía regresar a su despacho si quería hablar con Klaastens. Su línea privada se saltaba la centralita de Nano, de modo que no podía contestar desde el laboratorio aeróbico. Además, todas las llamadas de móviles y la transmisión de datos estaban excluidas de aquella zona gracias a uno de los productos de la casa, una pintura que bloqueaba las radiofrecuencias.

Apenas había entrado en su despacho cuando su teléfono directo volvió a sonar. Dejó que diera tres timbrazos para tener tiempo de respirar hondo antes de contestar.

—Sí…

—Señor Berman, soy Victor Klaastens.

—¿Cómo ha conseguido este número? —Su enfado ante lo que consideraba un problema de seguridad lo había espabilado. Quería estar absolutamente seguro de que su línea directa no se pinchaba jamás.

—Señor Berman, por favor, puede que no disponga de sus recursos, pero no soy estúpido. Debería escuchar lo que tengo que decirle, porque es más importante que un número de teléfono restringido. Y no se preocupe, nadie puede rastrear esta llamada ni el lugar desde donde la estoy haciendo.

—Muy bien, diga lo que tenga que decir.

—Se trata de uno de sus ciclistas, Han, se ha lesionado.

—¿Lesionado? ¿Cómo? ¿El corazón…? —Se interrumpió para no desvelar más.

—¿El corazón? Es curioso que lo mencione. Pero no, no es el corazón, sino el tendón de Aquiles. Me temo que sufre una rotura total.

—Qué raro.

Era un alivio que no fuera un problema cardíaco, que era lo que se esperaba. Una rotura del tendón de Aquiles era una lesión que podía sufrir cualquier atleta que forzara sus límites, y por lo tanto resultaba menos preocupante de cara a los chinos. Pero al mismo tiempo constituía un problema, y ya no necesitaba más obstáculos en aquellos momentos. ¿Acaso se trataba de otra lesión anómala? ¿La sufrían los ciclistas en alguna ocasión? ¿No era más propia de los deportes de contacto? Aunque no fuera resultado directo del programa, ¿qué iba a decir China de aquello? Mierda.

—¿Señor Berman? —preguntó Klaastens, que no sabía si Zach seguía al aparato.

—¿Y dice que es una rotura completa?

—Sí, ha ocurrido esta mañana mientras hacía ejercicios aeróbicos en la bicicleta estática para calentar. Ni siquiera se estaba forzando. Estaba perfectamente y de repente dijo que había notado como si lo hubieran golpeado con fuerza en la pantorrilla. Lo siento, sé que no es lo que deseaba escuchar.

—¿Y Han? ¿Qué va a hacer?

—Lo han llevado al hospital, desde luego, pero no se quedará mucho tiempo allí. Hablé un momento con uno de los médicos. Me dijo que tenían que esperar a que bajara la inflamación y que después podrían operarlo si así lo deseábamos, pero que podíamos esperar. La lesión también puede tratarse sin cirugía, solo que en ese caso tarda más en sanar.

—Está bien, no hagan nada. Viajaré a Milán el día 27 para la última etapa del Giro. ¿Podrá esperar hasta entonces?

—Soy el entrenador, no el médico, así que no lo sé. Es una lástima, porque Han lo estaba haciendo bien, parecía cómodo. Creo que tiene más potencial que Bo. Podrá volver la próxima temporada, y más fuerte.

—La próxima temporada… —dijo Berman tanto para Klaastens como para sí mismo.

Sabía que si la siguiente fase de su plan maestro fracasaba no habría siguiente temporada.

—Entonces nos veremos en Milán el 27, señor Berman. —Klaastens esperó una respuesta, pero Berman ya había colgado.

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