Mortal

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Capítulo catorce

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Capítulo catorce

POR DEBAJO LA VISTA del elevado precipicio de piedra caliza que dominaba el valle Seyala, finalmente la juerga había cedido ante el sueño. El golpeteo de los grandes tambores nómadas al ritmo de los corazones que se esforzaban lo más rápido que les era posible alrededor de la hoguera, se había desacelerado y reducido a un cabeceo rítmico hasta finalmente aquietarse. Las canciones habían llegado a sus últimos sones, y los ecos de llamadas aullantes habían cesado. Los amantes se habían escapado del campamento y habían regresado a las oscurecidas yurtas para ir a yacer en brazos de sus amores.

En el valle Seyala se mantenía la misma promesa de vida que se preparaba a irrumpir en el escenario mundial. O así lo creían todos. ¿Qué pasaría si supieran que otra clase de vida había llegado a ese escenario con su rugido propio y extraño?

El pánico se esparciría por el campamento como un reguero de pólvora. Y por tanto no lo deberían saber.

Dentro de cuatro días, la Concurrencia anual coparía el campamento en una noche de juerga desenfrenada en anticipación al venidero reinado de Jonathan. No se podía permitir que nada frustrara las esperanzas y los sueños que se celebrarían esa noche.

Rom miró al cielo. Sus ojos estaban llorosos por la cabalgata y también adoloridos por la fatiga. En cuatro cortas horas, el amanecer iluminaría esta meseta, pero pasaría una hora más antes de que la misma luz ingresara al durmiente valle abajo.

Al lado de él, Roland sacó un frasco de la silla de montar. Ninguno de ellos había hablado durante el viaje a casa respecto al desastre de la noche anterior. Rom había enviado a Jonathan y a Jordin al campamento delante de ellos y luego había ido con su segundo hasta el mirador, un lugar donde a menudo discutían asuntos a solas, lejos de los curiosos ojos y oídos mortales de los demás. El nómada tomó un largo trago y le pasó el frasco a Rom, quien no le hizo caso. Había perdido su apetito por comer o beber.

—Toma un poco —sugirió Roland—. Lo necesitas.

Rom aceptó el frasco y apuró un trago. Era vino, no agua. Por un momento pensó en escupirlo, pero luego prefirió tragárselo.

Durante nueve años, la senda que siguieron había sido muy clara: llevar a Jonathan otra vez a Bizancio para reclamar su cargo como soberano del mundo el día en que cumpliera dieciocho años. Esto había sido sencillo, aunque el muchacho nunca había sido tan ingenuo para creer que no encontrarían al menos un poco de oposición. Pero ahora…

No podía quitarse de encima la imagen de Feyn con el anillo del cargo en la mano. El extraño giro de los labios femeninos cuando le dijo que salvara a quienes lo necesitaban. La manera en que había gritado para llamar al guardia.

Ella había dado su vida por esta misma causa, ¡por causa de la vida misma! ¿Cómo pudo negarse a aceptarla de la venas de Jonathan?

¿Y por cuánto tiempo le negaría al joven su lugar en el trono?

El líder tomó otro trago del frasco y lo puso sobre la roca a su lado. Roland se hallaba de pie a su derecha, con el pulgar enganchado en el cinturón que contenía la vaina de la espada, mirando hacia el valle.

—Jonathan cumple dieciocho años dentro de seis días —comentó Rom al fin—. Esto no cambia nada.

—Jonathan no puede sucederla ahora.

—Tiene que hacerlo. Nació para reinar.

—Y por eso empieza la última batalla por el poder —opinó Roland.

—No habrá lucha por el poder —declaró tajantemente Rom—. No del modo en que lo crees.

—Lo creo solamente de una forma: o ganamos o perdemos.

Rom se volvió hacia el valle y se pasó una mano por el cabello, que llevaba suelto excepto por algunas trenzas que designaban su rango entre los nómadas.

—Si Jonathan no puede gobernar ya estamos perdidos. Y yo no puedo aceptar eso.

Roland lo miró estoicamente.

—No he dicho que Jonathan no pueda gobernar, sino que no puede suceder a Feyn. El gobierno de ella cambia la sucesión. Incluso si muere ahora, Saric se convierte en soberano. Saric ha asegurado su propio poder. ¿O me estoy perdiendo algo?

Rom se frotó el rostro con una mano.

No. Él no se había perdido nada. Efectivamente Saric había arrebatado la supremacía sin previo aviso ni recurso.

—Lo único que sé es que Jonathan debe llegar al poder.

—¿Debe hacerlo?

—¿Qué estás sugiriendo? —indagó Rom girando bruscamente la cabeza para mirar a su amigo.

—¿Cómo sabemos que Jonathan «debe» llegar al poder?

—¿Qué quieres decir con cómo sabemos que él debe llegar al poder? —exigió saber Rom—. ¿Cuestionas esto ahora? ¿Después de todos estos años?

—No —contestó Roland girando el rostro hacia el oscuro valle—. Pero no siempre estoy seguro de cómo se ve ese poder. La sangre mortal gobernará este mundo, eso lo sé muy bien. Y en ese sentido, Jonathan ya ha ascendido… en medio de nosotros. Estamos vivos, y el resto del mundo está muerto. Viviremos un largo tiempo mientras generaciones de amomiados llegan y se van. Nuestro poder es supremo. Mientras tanto, la sangre de Jonathan se fortalece cada vez más… es imposible predecir cuán poderosos nos volveremos los mortales. En ese sentido, Jonathan ya gobierna a través de nuestra sangre. Y quizás sea privilegio nuestro gobernar con él.

—La soberanía es derecho de él, no nuestro. Por el Creador, ¿qué estás sugiriendo?

—Solo que podríamos estar poniendo sobre el joven una carga que no debe llevar —contestó Roland poniéndose en cuclillas y entornando la mirada hacia Rom—. ¿Crees sinceramente ver un gobernante en ese muchacho?

Rom hizo una pausa.

—Oíste lo que sucedió en la Basílica de las Torrecillas —objetó el nómada recogiendo una piedrecita y lanzándola con el pulgar por el borde del precipicio.

El joven no había pronunciado una palabra, pero Rom había cuestionado en voz baja a Jordin durante el viaje de regreso al valle. Él había visto a Jonathan mirando dentro del transporte de la Autoridad de Transición, y había notado la forma en que él se quedó adherido al piso, sordo, arriesgándose. Arriesgando a todos. Jordin, siempre protectora de Jonathan, no brindó más detalle que la empatía de Jonathan por una niña capturada por la Autoridad de Transición.

—Él tiene una fascinación antinatural por los amomiados —explicó Roland.

La crudeza de esas palabras irritaba… porque eran ciertas.

Rom mismo había conocido una vez a una chica como la del carromato, quien fácilmente pudo haber ido a parar al mismo lugar. Una niña destinada para cosas más grandes que desaparecer detrás de puertas institucionales.

Pensar en Avra ya no dolía, pero sí le reforzaba la determinación. Ella también había dado su vida por esta causa, había sido la primera entre todos en hacerlo. La muerte de la joven no sería en vano, no lo sería nunca mientras Rom viviera.

El joven tenía que llegar al poder.

—Él es el dador de vida. ¿Qué esperas? Quizás todos deberíamos estar fascinados con esto.

—Es autodestructivo. Aquí hay mucho más en riesgo que unos cuantos amomiados, Rom. Él pone en riesgo su propia seguridad, y en consecuencia al futuro reino mortal. ¿Ves un líder en eso?

—Veo a un soberano que comprende más el amor de lo que comprendemos todos nosotros. No puedo creer que esté oyendo esto de ti… de ti, mejor que nadie. Los nómadas gobiernan por línea de sangre. Así pasará con Jonathan. La única razón de que Feyn sea soberana ahora se debe a la interferencia de Saric. Juraste tu vida a Jonathan. Este no es el momento de cuestionar.

—¿Te atreves a cuestionar mi lealtad? —objetó Roland levantándose, con la mandíbula tensa—. ¡Defenderé el legado de Jonathan con mi muerte! Pero hay más de una forma de gobernar, Rom. Jonathan nos hizo mortales. Tenemos su sangre en nuestras venas. Nosotros somos su legado. Si algo le sucede a él, estamos obligados a honrar y defender ese legado. Así tendremos las de ganar. Algo menos que eso, algo que traiga muerte a los mortales, constituye una derrota para nosotros.

—¿Y qué de Jonathan?

—Jonathan…

—¿Lo defenderás o no?

—¡Sí! No me ofendas cuestionando mi lealtad.

—Perdóname —se excusó Rom exhalando una larga respiración a través de la nariz—. No deseo dirigir mi frustración hacia ti.

—Tu frustración está justificada. Pero la realidad es que tengo razón. Todo ha cambiado. Una gran lucha por el poder ha comenzado. Este no vendrá sin problemas. Y por tanto debemos considerar todas las opciones, incluyendo la posibilidad de que Jonathan quizás no sea soberano dentro de seis días. Existen otras maneras de ganar esta guerra.

—¿Ahora la llamas guerra?

—¿Acaso es otra cosa? —contraatacó Roland encogiendo los hombros.

Lo que el príncipe nómada decía tenía sentido.

—No vamos a derramar sangre por el momento —opinó Rom—. Viste lo fuertes que eran los sangrenegras. Y qué veloces.

—Ellos solo tienen unos cuantos miles.

¿Solo? Nosotros solo tenemos setecientos guerreros.

—La mayoría de ellos nómadas y magníficos peleadores —añadió Roland mirándolo con las cejas arqueadas—. Mis hombres pueden derrotar a tres mil sangrenegras, te lo aseguro.

—Ni siquiera sabemos dónde están.

—No, pero podemos llegar hasta Saric.

—¿Cómo?

—A través de su títere en la Fortaleza —aseguró Roland—. Déjame llevar veinte hombres y te traeré la cabeza del tipo en un plazo de dos días.

—Matamos a Saric y su colmena vendrá tras de nosotros en un enjambre —objetó Rom meneando la cabeza de lado a lado—. No podemos arriesgarnos a una guerra sin cuartel… no por ahora.

Roland parecía preparado para esta respuesta.

—Por lo menos insisto en enviar a nuestros exploradores más allá de nuestro perímetro en busca del resto de los sangrenegras de Saric. Es un riesgo, pero no podemos sentarnos a esperar.

—Está bien. Pero no arriesguemos más. No, estando tan cerca nuestro objetivo.

—Pero nuestro objetivo acaba de cambiar. Saric tiene que morir.

—¿Es esa tu única sugerencia? ¿Asesinar a Saric e involucrar a su ejército?

—¿Tienes alguna otra? —quiso saber el príncipe nómada, analizándolo.

—Sí.

—¿Cuál?

Aquí iba, entonces.

—Agarrémosla.

—¿A quién? —indagó Roland mirándolo por un instante.

—A Feyn.

—Agarrar a Feyn. Sencillamente así. ¿Crees que Saric simplemente la va a entregar? ¡Ella es la soberana del mundo!

—Sí. Creo que lo hará.

—Y suponiendo que Saric hiciera algo tan insensato, ¿qué planeas hacer con ella? ¿Seducirla?

—Hablaré en serio con ella —declaró Rom alcanzando el frasco.

—Sé que una vez tuviste algo con ella y no puedo decir que te culpo —expresó Roland haciendo una mueca en la comisura de los labios—. Pero cualquier cosa que haya pasado, ya pasó. Ya la has visto.

—No tuve nada con Feyn antes. Pero la mujer tiene en ella sangre antigua. El Creador lo sabe, ¡yo se la di! Dame unas horas con Feyn y haré que recuerde quién es y por qué murió.

—Ya has visto su mirada. Ella no nos ayudará.

—Lo hará —aseguró Rom, pero incluso mientras lo decía sintió otra vez esa vaga sensación de pánico entrometiéndosele.

Los ojos de Feyn, que una vez tuvieran el famoso color gris de la nobleza, atormentaban los recuerdos de Rom. Esos ojos habían sido el distintivo de ella para el mundo antes de que la alquimia de Saric los oscureciera. La verdadera Feyn debía existir en alguna parte debajo de esas lúgubres profundidades.

—Ella es el peón de Saric. Él es ahora su creador —insistió Roland.

—No. Feyn tiene sangre antigua en su interior.

—Ahora tiene en su interior la sangre de su creador.

—¡Yo fui su creador! —gritó Rom.

Roland mantuvo firme la mirada, pero no dijo nada.

Rom se dio la vuelta y relajó sus puños cerrados. Había cavilado en eso una y otra vez durante el viaje de regreso… la manera en que Feyn había mirado a Jonathan. La lágrima en el ojo de ella. Algo la había conmovido. La forma en que había titubeado antes de llamar al guardia. Feyn era leal a Saric, pero también estaba confundida. Desorientada. En un contexto más libre, sin duda alguna vería la verdad. No había otra manera de hacer las cosas sin arriesgarse a una guerra sin cuartel.

—Ella es nuestro mejor plan.

—Nuestro mejor plan es actuar ahora. Caerle encima a Saric como un martillo. Matarlo. Esperar que sus sangrenegras vengan furiosos y aplastarlos de un solo golpe.

—No comprometeré nuestro destino a una simple campaña que podría resultar desacertada e invitar a la hostilidad militar hacia Jonathan… no mientras tengamos otras opciones.

—Arrebatar a Feyn de manos de Saric, suponiendo incluso que esto fuera posible, ¡tendrá exactamente el mismísimo efecto!

—No se la arrebataremos a Saric.

Roland arqueó las cejas.

—Saric nos la entregará.

—Nos la entregará. Por supuesto. ¿Por qué no lo pensé antes?

—Quizás porque tu mente está en la sangre. Tal vez porque no te has enredado antes con ese monstruo como lo he hecho yo. Posiblemente porque no conoces a Feyn como la conozco yo.

—Como la conocías, querrás decir —objetó Roland, luego suspiró, entrecerrando los ojos ante el sol naciente y mirando luego a Rom—. ¿Cómo entonces lograrás que Saric entregue a la soberana del mundo a sus enemigos? Ilumíname.

—Yo no lo haré —declaró Rom andando con las manos en las caderas—. Lo harás tú.

—¿Yo?

—Sí. Tú solo.

—Ya veo. ¿Y cómo lo hago?

—Le ofreces lo que él desea.

—¿Y qué es?

Rom vaciló un instante, presa de un sentimiento de traición ante la simple idea de lo que él estaba a punto de expresar.

—Jonathan —dijo.

La mirada imperturbable de Roland se mantuvo firme. Por un momento, ninguno de los dos habló.

—Él nunca lo creerá.

—A nunca me creerá. Pero tú, el salvaje príncipe nómada con ambición y sangre en sus venas…

—Sospecharía que se trata de una trampa. El hombre no es ningún idiota.

—Desde luego que sospechará que es una trampa —manifestó Rom.

—¿Cómo me acercaría siquiera…?

—Haciendo exactamente como lo digo —interrumpió Rom—. Conozco el Orden. Conozco a los nobles y conozco a Saric. Te expondré todo el plan y podrás juzgarlo como quieras. Lo único que te pido es que saques de tu mente las ideas de guerra. Sígueme en esto, Roland. Puedo ordenártelo, pero te lo estoy pidiendo. Por el bien de Jonathan.

—Por el bien de los mortales —corrigió Roland lentamente cruzando los brazos—. Está bien. El asunto es Feyn. Suponiendo que has pensado en todo.

—Así es.

El sonido de cascos dispersando piedras repicó detrás de ellos, y Rom se giró, con la mano ya en el cuchillo.

—Tranquilos —dijo el anciano custodio; su voz rechinó en medio de la noche.

—¿Qué pasa, Libro? —preguntó Rom dando un paso adelante mientras el caballo del recién llegado se dirigía hacia ellos a esa hora de la madrugada.

El viejo detuvo el animal y se deslizó con cautela hacia el suelo sin contestar.

—¿Quién te dijo que estábamos aquí? —inquirió Rom.

—¿No crees que sé dónde buscar? —contestó el hombre levantando la mirada y ajustando la túnica donde se le había fruncido alrededor de las caderas.

Rom intercambió una rápida mirada con Roland y luego se dirigió al custodio.

—¿Y bien?

—Tengo noticias.

—¿Qué noticias?

—Acerca de la sangre de Jonathan.

Ambos hombres esperaron mientras el custodio parecía escudriñar el cielo occidental aún oscuro.

—¿Bien? —objetó Rom al fin—. ¿Qué pasa con la sangre de Jonathan?

—La sometí a prueba con la del sangrenegra, y no hay ninguna duda al respecto.

—¿Respecto a qué, amigo?

—Que su sangre es venenosa para estos sangrenegras. Hasta una gota de sangre de Jonathan mataría a uno de ellos.

El aspecto venenoso era obvio, aunque no así la cantidad necesaria. ¿Por qué entonces la urgencia?

La imagen de Jonathan ofreciendo su sangre a Feyn resplandeció de pronto en la mente de Rom con una punzada de pánico.

No. Ella tenía la sangre antigua en sus venas.

—Has venido aquí a decirnos lo que hemos presenciado con nuestros ojos —objetó Roland.

—No. Hay algo más.

—¿Qué?

—La sangre mortal, cualquier sangre mortal, no solamente la de Jonathan, también mataría a esos sangrenegras.

—Entonces puedo matarlos a todos ellos solamente con mi propia sangre —opinó Roland arqueando una ceja—. Tenemos una nueva arma.

—Sí. Y en realidad tu sangre, como nómada, los mataría más rápidamente que la de Jonathan.

Roland entrecerró los ojos, y Rom prácticamente pudo oír los pensamientos girándole a través de la mente como un anacoreta del desierto.

—¿Qué significa que los mataría más rápidamente? ¿Es posible eso?

El custodio giró la mirada hacia Rom.

—Porque su sangre y la tuya, la de todos nosotros, es ahora más fuerte que la del muchacho.

—¿Más fuerte? —exclamó Rom, parpadeando—. Eso es imposible…

—No, amigo mío. He revisado una y otra vez. La sangre de Jonathan es más débil ahora que hace dos semanas cuando saqué una muestra por última vez. Los efectos de su sangre están disminuyendo. A un ritmo rápido. Todos los indicadores clave se están invirtiendo.

Rom miró al anciano. ¿Cómo era posible esto? ¡Debía de haber una equivocación! Pero el custodio no cometía equivocaciones para luego cabalgar hacia los precipicios a anunciarles su secreto.

—Lo que estoy diciendo es que cualquiera que tome la sangre de Jonathan hoy no vivirá tanto como aquellos que la tomaron hace un mes —afirmó el viejo—. Sus emociones no serían tan vibrantes, su vista no sería tan brillante como hubiera sido de haber tomado sangre de cualquiera de nosotros.

—Por tanto, la sangre de Jonathan se está volviendo obsoleta —opinó Roland.

—¡No! ¡Imposible!

—No —refutó el custodio—. Obsoleta no. Pero sin duda menos potente.

—Entonces… —comenzó a decir Roland dando un paso adelante.

—¡Entonces nada! Esto solamente aumenta nuestra necesidad de que el muchacho esté en el poder. Él es soberano y reinará como soberano. Hasta entonces, nadie sabrá esto. ¿Entienden? ¡Ni un alma!

Rom se puso a caminar, frenético, con la mente inundada de inquietudes imposibles. De pronto se detuvo en seco frente al custodio.

—Extrae otra muestra a la primera luz —continuó, antes de volverse hacia Roland—. Feyn. La obtendrás. Inmediatamente.

Roland miró a Rom y luego al custodio, y después al primero.

—Dime cómo —anunció, asintiendo con la cabeza.

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