Mortal

Mortal


Capítulo quince

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Capítulo quince

ESA NOCHE, ROLAND DURMIÓ con dificultad. Cuando finalmente sus sueños lo aislaron del mundo se llenaron de imágenes de muerte. De amomiados y sangrenegras abarrotando la tierra en busca de ese pequeño remanente de mortales que esperaban una errónea promesa de dominio.

Antes de regresar al campamento había pasado otra hora con Rom, revisando paso a paso la forma en que podrían obtener a Feyn. El plan estaba lleno de disparates, pero no más que ir directamente tras Saric o dar un golpe de estado al Orden mismo, ideas que habían surgido en la mente de Roland en sus momentos más trascendentales.

Que eran más frecuentes de lo que quería admitir.

No obstante, un conflicto con Saric costaría muchas vidas mortales. Y aunque un golpe podría asegurar el poder en la Fortaleza, ese poder requeriría fuerza para mantenerlo.

Al final, Rom tenía razón: el mejor camino, aunque no el más probable, para la ascensión de Jonathan al poder sería a través de que Feyn renunciara a su cargo. O, en su defecto, alguna clase de acuerdo irrevocable que concediera el poder a Jonathan en lugar de ella. En cualquier caso tendrían que contender con Saric y sus sangrenegras, pero hacerlo de ese modo, desde una sede del poder político, sería mucho más fácil que como marginados sociales.

Roland no estaba seguro de cómo Rom planeaba manejar el asunto con Feyn una vez que la tuviera en su poder, pero su insistencia en que no tenían nada que perder tenía fundamento. Si la táctica fallaba podían recurrir a medidas más hostiles.

Sin embargo, ninguno de esos pensamientos fue lo que le impidió dormir una hora completa mientras yacía solo en sus aposentos personales. El príncipe de los nómadas poseía tres yurtas: una para sus dos concubinas que había elegido por su fertilidad y salud a fin de tener herederos; otra para su esposa, Amile, quien le había dado dos niñas y usaba con supremo orgullo su posición como la única esposa de Roland; y la última yurta para su cargo como gobernante de todos los nómadas.

Roland se había retirado temprano en la mañana a su última yurta y se había reclinado sobre una estera, con la mente aún dando vueltas en torno a esta revelación del custodio acerca de la sangre de Jonathan.

A su alrededor, el resto del campamento yacía en cama, ajeno a la verdad… como debía ser por ahora. Si el mensaje se filtrara…

No.

La mayor fortaleza de cualquier nómada era su decisión de independencia. Generaciones de separatismo habían provocado profunda lealtad hacia los suyos. Ahora, al haberse despertado a la furia de la pasión y la ambición, los deseos nómadas de consumir el mundo no conocían límites.

La vida, como mortales totalmente vivos, era la piedra angular de la existencia de ellos, y su gente estaba decidida a experimentarla como nadie más en la tierra podía hacerlo. Como un género de humanos que viviría por muchos cientos de años sin sometimiento. Y ahora el custodio parecía estar sugiriendo que la misma fuente de esa vida estaba menguando lentamente.

Roland aún no podía sondear las totales implicaciones de la noticia del custodio. ¿Qué influencia podría tener esto en el gobierno de Jonathan? ¿Cómo afectaría a la ascensión de los mortales, o al derrocamiento del régimen opresivo del Orden que había aplastado al mundo por medio del miedo? Miedo a fallar al Orden en esta vida. A cuestionar la verdad. A salirse del statu quo. A desviarse de la perfecta obediencia. A la muerte, porque en la muerte todo el que fallaba en alguna manera solo hallaría el infierno. Y todos eran conscientes de que no había nadie que no fallara.

Muchas cosas no estaban claras para Roland, pero el destino de los mortales no estaba entre ellas. Su raza derrocaría al Orden y viviría libre del miedo. Libre de restricciones. Él sabía, además, que la tarea de asegurar ese destino caía en sus propios hombros más que en los de cualquier otra persona, incluyendo a Jonathan, el recipiente que les había proporcionado vida.

Todos estos pensamientos daban incesantes vueltas en la mente de Roland incluso mientras dormía. Cuando despertó con los primeros sonidos de un campamento que se agitaba allá afuera ordenó a Maland, el siervo que desde mucho tiempo atrás hacía guardia ante su yurta, que buscara al custodio y se lo trajera de inmediato. Bajo cualquier otra circunstancia, él mismo iría hasta donde el anciano, pero las posibilidades de toparse con Rom o con cualquier otro miembro del consejo podrían minar sus intenciones. Debía hablar con el anciano sin que nadie más lo supiera.

Pasó una hora. Roland miró por la solapa de la portezuela. Pesada y puesta en un marco, estaba hecha para soportar el mal tiempo de modo que aun en medio de una tormenta simplemente pareciera respirar como un diafragma con el viento. Esta mañana estaba totalmente inmóvil, un débil rayo de luz solar se filtraba hacia el suelo de la yurta desde la pequeña abertura circular en lo alto.

La estancia estaba amoblada con un par de gruesas alfombras y la estera en que él había estado dando vueltas la noche anterior. Había una copa y un plato de carne seca y ciruelas silvestres encima de un baúl que contenía algunas prendas de vestir… aquellas que no se colgaban en el enrejado interior de la yurta misma: varios abrigos bordados con cuentas, y túnicas hechas por sus esposas y decoradas por el mismo Roland. Tres arcos compuestos, entre ellos uno de más de trescientos años de antigüedad. Varias espadas y dagas, incluyendo tres de la era del Caos… reliquias cuidadosamente preservadas como recuerdos de la tenaz herencia nómada transmitida durante siglos hasta esta época.

Roland no le fallaría a su raza.

Unos nudillos golpearon el marco de madera de la puerta.

Al fin.

—Adelante.

La portezuela se abrió y el custodio entró usando la misma túnica que tenía puesta la noche anterior, la capucha sobre la cabeza. Por las ojeras y el hundimiento en las comisuras de los labios se podía suponer fácilmente que el hombre había dormido menos que Roland… si es que durmió. Pero no fue tanto la fatiga en los ojos del anciano como las atormentadoras preguntas en ellos lo que le decía a Roland todo lo que necesitaba saber.

El custodio cerró la puerta, se echó atrás la capucha, y miró a Roland por un buen rato sin brindar ningún saludo.

—Siéntate, por favor —pidió Roland asintiendo hacia una silla al lado del baúl.

El Libro miró la silla pero negó con la cabeza.

—No me puedo quedar. Debo regresar —anunció.

—¿A qué? ¿A hacer más pruebas? ¿A estar seguro de que nuestro mundo se está derrumbando mientras hablamos?

El hombre no contestó nada.

—¿Es así?

—¿A qué te refieres?

—Vas a volver a examinar la sangre del muchacho con tus ampolletas mágicas.

—No se trata de magia. Cuanto más oscura se vuelve la sangre en la sustancia, más potente la vida dentro de ella. Pero así es, como tú dices.

—¿Y?

—El color se aclara cada día.

Desde luego. El custodio era meticuloso y sobrio… más en los últimos tiempos, en que rara vez se aventuraba a salir para unirse a las celebraciones alrededor de las hogueras durante las noches como solía hacer antes. El hombre había reído a menudo recién convertido en mortal, pero ahora esa alegría la había reemplazado la creciente carga de asegurar el mismo destino mortal al que Roland estaba comprometido. El príncipe siempre había respetado al anciano. Al igual que los demás nómadas, los custodios se habían aferrado a su propia manera de preservar la promesa de vida a través de los siglos. Dos órdenes, custodios y nómadas, ahora una sola: mortales.

—¿Nada más? —inquirió Roland.

—También estoy examinando mi propia sangre.

—¿Y?

—No se ha deteriorado.

Roland fue hasta el baúl, agarró una ciruela y se la ofreció al hombre. Cuando el viejo la rechazó, fue él quien le dio un gran mordisco a la fruta. El jugo ácido le estimuló las papilas gustativas, disparándole a sus venas conciencia de la nueva vida. Esto nunca fallaba. Cerró los ojos. Los nómadas siempre habían festejado los sentidos, incluso sin emoción, pero la sangre de Jonathan había convertido la experiencia sensorial en una aventura singular y afirmadora de vida. Junto a los débiles consuelos sensoriales que habían conocido siendo amomiados, estos vibrantes placeres amenazaban en ocasiones con ser casi excesivos. Una experiencia sensorial que se especulaba que era muy superior a cualquiera conocida incluso en la era del Caos, antes de que la muerte viniera al mundo.

La primera vez que Roland hizo el amor después de venir a la vida se le habían encendido tanto los nervios que había comenzado a tener pánico, seguro de estar experimentando la agonía de la muerte en vez de vibraciones de placer. Pero no había muerto. Vivió y fue llevado al interior del ardiente sol de la felicidad pura y llena de vitalidad. Cuando su mujer trajo nueva vida al mundo nueve meses después, llamaron Johnny al niño en honor de esa vida que había facilitado la concepción.

—Dime algo, anciano —expresó Roland—. ¿Cuál diría tu fundador, Talus, aquel que predijo primero que la vida vendría otra vez en la sangre de un niño, que es tu carga principal?

—Asegurar que la vida no se destruya —replicó el hombre con marcada vacilación.

—¿Y dónde está ahora esa vida?

—En Jonathan. Pero tú sabes esto tan bien como yo.

—Compláceme. Soy nómada, no custodio. Hemos compartido el mismo propósito y la misma sangre, pero nuestros papeles en este mundo son diferentes.

Los avejentados ojos debajo de la arrugada frente del custodio no expresaron acuerdo o desacuerdo. Roland insistió.

—Ahora hay mil doscientos mortales. ¿Exigiría Talus que preserváramos la vida en los mil doscientos, o insinuaría que sacrificáramos algunos para asegurar que Jonathan llegara al poder?

—Ambas cosas.

—Estoy de acuerdo. Y sigo totalmente comprometido con este objetivo. Pero ahora mi pregunta es esta: ¿cuántos deberíamos estar dispuestos a sacrificar para asegurar la ascensión de Jonathan al poder?

—No me corresponde decir eso —respondió el custodio más lentamente que antes.

—Sin embargo, reconoces el asunto que reposa en mis hombros. Y por eso es que busco tu consejo. ¿Cuánto derramamiento de sangre es aceptable para este fin? ¿Diez de mis hombres? ¿Cien? ¿Mil? Dime.

—Como tú dices, esto recae en tu…

—Por favor, no seas condescendiente —pidió Roland, dándose cuenta de que estaba apretando la ciruela en la mano, y que caía jugo de los dedos al suelo—. Quiero saber cómo te sientes respecto al derramamiento de esta preciosa sangre que ahora fluye a través de nuestras venas. ¿Cuánta se debería derramar?

—Tanta como sea necesario.

—¿Hasta el último hombre de ser necesario?

—No creo… —balbuceó el custodio con el párpado izquierdo contraído.

—Solo contesta. Por favor.

—Tanta como sea necesario —repitió el anciano frunciendo aun más el entrecejo.

—Por consiguiente, ¿discrepas de Rom en este asunto?

—No. Rom estaría de acuerdo, estoy seguro.

Rom en realidad podría estar de acuerdo. Pero no hasta el mismo punto que muchos nómadas. El hombre sabía que los radicales harían lo que fuera por proteger esa vida, incluyendo un ataque preventivo de cualquier magnitud que facilitara mejor la victoria. El nómada cambió de tema.

—Entonces dime esto: ¿en quién reside ahora la vida profetizada por Talus?

—En Jonathan.

—¿No en ti?

El anciano lo miró por largos instantes. Luego comenzó a dar la vuelta, como si pretendiera irse.

—Mi lealtad a Jonathan es inquebrantable, custodio. Cortaría cualquier garganta para salvarlo… no me malinterpretes. Él debe llegar al poder por el bien de todos los mortales. Pero debo entender ese trayecto.

Un ligero temblor se apoderó de los envejecidos dedos del Libro. Estaba privado del sueño, pero aquí pasaba mucho más.

—Por favor. ¿Dónde reside la vida?

—En todos nosotros —respondió el custodio mirándolo de nuevo—. Para ser protegida a toda costa. Cómo obtenerla no es mi preocupación. Soy custodio de la verdad, no creador de historia. Esa responsabilidad reposa en los hombros de otros, como tú dices.

—Pero el resto de lo que dices también es cierto, ¿o no? Que tu sangre y la mía son ahora más poderosas que la de Jonathan. Y eso también te convierte en creador, si no de historia, entonces de vida. Igual que yo. Un creador de vida quizás hoy más poderoso que Jonathan. ¿Es esto ahora parte de la verdad que posees?

—Hay más en cuanto al muchacho que su sangre —declaró el custodio, con tono de advertencia.

—Ya no estoy hablando acerca de Jonathan, sino de una raza de mortales creadores llenos de sangre dadora de vida. ¿No es esta la sangre que salvará al mundo?

El anciano se quedó en silencio.

—Y si es así, entonces debemos tomar los pasos que sean necesarios para proteger no solo a Jonathan, sino a los mortales que se convertirán en creadores del mundo.

—Quizás.

—¿Y si todo se redujera a una elección entre la sangre de Jonathan y la tuya? ¿Entre la de él y la mía?

—Oro porque eso no pase.

—Yo también. Lo haré.

El custodio se volvió para irse.

—¿Lo sabe Jonathan? —quiso saber el nómada.

—No —contestó el Libro, ya de espaldas al nómada.

—Tomaste otra muestra esta mañana.

—Sí.

—¿Cuán rápido se le está invirtiendo la sangre al muchacho? Necesito saber cuánto tiempo tenemos.

—A este ritmo, su sangre podría ser la de un amomiado común para cuando ascienda al poder —advirtió el anciano con voz temblorosa.

Roland parpadeó, tenía la mente vacía. ¡Tan rápido! No había pensado en esa posibilidad. Aún titubeando, articuló las primeras palabras que se apresuraron a llenarle la mente.

—¿Qué poder tiene? ¿Cómo puede eso suceder ahora?

—Él ya nos ha dado su poder —afirmó el anciano—. Usémoslo sabiamente.

Sin decir una palabra más, el viejo salió de la yurta, meneando la cabeza como un profeta que ha perdido la voz de su dios.

Roland miró hacia la puerta después de que esta volvió a calzar en su lugar. Así que el asunto quedaba claro. Él haría como Rom le pidiera y llevaría a cabo el plan para apoderarse de Feyn. Pero no confiaría el destino de todos los mortales a un solo curso de acción.

De inmediato debían despachar combatientes mucho más allá del perímetro con órdenes de tomar cautivo a todo sangrenegra que hallaran. Debían encontrar la debilidad de Saric.

Tenían que estar preparados para lo peor.

Se dirigió a la puerta, tras la que Maland esperaba.

—Tráeme a Michael. ¡Ahora!

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