Mortal

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Capítulo treinta y cinco

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Capítulo treinta y cinco

LAS ESCAMAS DE UNA enorme serpiente se retorcían a lo largo de la llanura Andros, a ocho kilómetros al sur del valle Seyala. Doce mil hombres fuertes. Dos mil de caballería. Diez mil soldados de infantería pesada.

Dos abanderados portaban estandartes rojos que sobresalían como dos ojos carmesí puestos al frente del serpenteante ejército. Uno llevaba la brújula del Orden, la cual era la insignia del mundo y del soberano, traspuesta de su antiguo fondo blanco al carmesí del nuevo Orden Mundial de Saric. El otro llevaba el fénix escamado: una criatura alada y serpentina (una versión evolucionada del pájaro de fuego), símbolo de la vida que renace y que una vez reverenciaran los alquimistas del antiguo Caos.

El ejército era del doble de tamaño de las legiones de los libros de historia del Caos. Apropiado, porque estaba compuesto de quienes doblemente estaban vivos, cada uno de ellos obra maravillosa no solo de la alquimia, sino también de su creador.

Los dos mil de caballería en la vanguardia montaban corceles negros tan inquietantemente uniformes que era fácil creer que habían salido de la misma línea sanguínea o del mismo código genético.

Y así había sido.

Los hombres de la caballería llevaban lanzas, espadas y pequeños escudos redondos. Cabalgaban en monturas negras bordeadas con armadura de cuero para proteger los flancos de los corceles; a primera vista no se podía decir dónde terminaba el hombre y dónde comenzaba el animal. Los negros yelmos no reflejaban la luz del esporádico sol.

Los diez mil de infantería usaban la armadura de cuero negro del líder, el lustre pulido apagado por el polvo de la marcha de ocho horas. Este les cubría los tacos y las puntas de las botas hasta la mitad del muslo, lo que daba a cada soldado la apariencia de haber brotado de la tierra como un espectro tenebroso.

Portaban lanzas con puntas de hierro. Espadas cortas y rectas les colgaban de la cadera izquierda. Tenían escudos rectangulares colocados sobre sus espaldas como gigantescas escamas color obsidiana. Las armas de una época antigua las habían remodelado, haciéndolas renacer en profundas fábricas al sur de la península, primero bajo las órdenes de Pravus, y más recientemente bajo Saric.

Marchaban veinte columnas de ancho, con cinco a cada lado de la caravana de suministros en el medio. Su formación era perfecta. Matemáticamente precisa y viva.

El terreno se estremecía debajo de sus pies como el latido de un corazón nuevo, el himno de una novedosa era viviente.

A la cabeza de la vanguardia entre Brack y Varus, Saric cerró los ojos. El ruidoso tableteo de los aperos de caballería era su propia clase de canción. Primordial. Hermosa. Como los violines del Caos: refinados más allá que el simple sonido.

Solo un ser podía amenazar la armonía de la nueva era de Saric.

El niño. Jonathan.

Al sangrenegra se le contrajo el estómago, tanto por anticipación como de ira. Había dos cosas que no podía soportar. Una era cualquier amenaza a la supremacía de la vida en sus venas. La otra era su propia necesidad de descubrir y consumir la vida superior.

Desde que se le había presentado la idea de que el muchacho podría poseer vida superior en las venas, ninguna cantidad de razón había podido desalojarla. Saric había pasado la mitad de la noche haciendo preparativos con sus generales, considerando todo acceso posible al valle de los mortales y toda táctica para asegurar una aplastante victoria. Lo había ensayado todo sin descanso. Que albergaba alguna preocupación a pesar de la enorme ventaja de su ejército era de algún modo un misterio para sus oficiales, Saric sabía eso.

En realidad, lo que motivaba su ansiedad era el furibundo conflicto en su mente, relacionado con la naturaleza de la vida de Jonathan, y esto era algo que nunca deberían saber sus hijos. Las inquietudes lo habían mantenido despierto hasta la marcha antes del amanecer.

Al final se había sometido personalmente a una simple resolución. Su necesidad de gobernar superaba cualquier adopción de vida potencialmente superior. Y sin embargo, hasta el pensamiento de abrirle la yugular al muchacho lo obsesionaba. Un creador, matando a otro. ¿Qué fuente de vida podría él extinguir, para nunca volver a ser vista? ¿Y si estuviera cometiendo una terrible equivocación?

La meditación de Saric fue interrumpida por el repiqueteo de cascos que se acercaban desde el norte. Se le abrieron los ojos.

Uno de los exploradores, regresando. La urgencia emanaba del rostro del guerrero.

Saric levantó el brazo. Detrás de él, la maquinaria de su ejército se detuvo por completo.

El explorador bajó del caballo antes de que este se detuviera, dio cinco largas zancadas y se hincó en una rodilla, con la cabeza inclinada.

—Mi señor.

—Levántate —ordenó Saric; el explorador se puso de pie—. ¿Bien?

—Han evacuado el valle. Están esperando en la meseta.

Así que los mortales no eran ignorantes de la situación. Eso era de esperar; sin duda, los exploradores nómadas habrían visto venir el ejército y tuvieron tiempo para hacer precipitados preparativos a fin de retirarse o combatir.

—¿Ninguna señal en el valle?

—Lo han dejado limpio, aunque hay algunas ruinas que parecen haberse usado recientemente para alguna clase de ritual de sangre. Hay sangre sobre las piedras.

Poco se sabía acerca de las costumbres secretas de los nómadas, pero a Saric le importaba un bledo cómo vivieran. Lo que le interesaba era la sangre. ¿Podría ser la del muchacho? ¿La habían derramado en la formación de más mortales?

La mente se le remontó al regreso de Feyn, allí sobre la mesa de Corban, mientras el alquimista bombeaba toda la reserva que conservaba de la sangre de Saric. La soberana había gritado mientras la sangre de su hermano reemplazaba la de ella, y luego se había desplomado durante una hora. Al volver en sí había estado tranquila y resuelta, aparentemente sin cambio alguno en su antigua personalidad.

Más tarde, cuando hablaron, ella pareció muy segura en cuanto a que los nómadas no sospechaban nada y a que los agarrarían por sorpresa, pero también es cierto que su hermana sabía poco de cómo afrontar la guerra.

Por un momento, Saric se preguntó en qué más ella podría estar equivocada. O si a sabiendas le había dado información errónea. No. Imposible. El poder que tenía sobre su hermana era absoluto y ella había sido ingenua. Saric se habría dado cuenta si la soberana hubiera querido engañarlo.

¿O habría hallado el muchacho una forma de cambiarla en sentidos que Saric no podía comprender?

Pronto lo sabría. O Feyn traicionaría al joven como había detallado tarde en la noche, o intentaría traicionar a Saric… inconcebible, considerando el estado de ella.

La mujer había insistido en ir sola, temiendo que detectaran la presencia de algún guardia y se perdiera la oportunidad. Saric había rechazado inmediatamente la idea, pero ella había sido categórica en que Jonathan no debía sospechar nada en esta supuesta cumbre entre ellos.

—Esto no me gusta —susurró Varus.

La atención de Saric volvió al presente.

—No hay nada que guste en lo que es incierto —contestó él—. ¿Cuántos hay en la meseta?

—Desde donde podíamos ver, menos de mil —contestó el explorador—. Pero es imposible una inspección total… están esperando en terreno más alto.

—¿A qué lado?

—Norte.

Un extraño alivio se filtró en las venas de Saric. Hasta aquí, el reporte de Feyn era cierto. Esto le dio confianza en la disposición de ella para cumplir con lo demás.

—¿Armas?

—Normales —informó el explorador.

—¿Caballos?

—La mayoría.

Otra vez, como se esperaba.

—Correrán más rápido que nuestra infantería —opinó Varus—. A menos que lográramos dar uso a nuestra infantería, nos podrían superar o huir.

—Si quisieran huir, ya lo habrían hecho —replicó Saric—. Nos están esperando. Así que no los decepcionaremos.

—¿Podría tratarse de una trampa? —inquirió Varus.

Saric miró al explorador en busca de una opinión.

—Ninguna señal que pudiéramos ver. Hacia el norte hay un cañón, que debemos evitar.

Saric levantó la mirada y examinó el horizonte. El valle se extendía más allá de las colinas próximas, tranquilas en el sol de finales de la mañana. Era extraño pensar que el destino de todos los vivos y los muertos se pudiera decidir en un día histórico. Se recordaría el nombre de Saric hasta el final de los tiempos.

Este era su destino.

¿Y la sangre del muchacho?

—Podemos perder la mitad de nuestros hombres y aún derrotarlos —declaró él—. No estamos aquí para salvar vidas, sino para acabar con todos los que amenazan la nuestra. Envía trescientos jinetes al norte a lo largo del flanco occidental para cortar cualquier escapatoria. Otros trescientos al oeste con toda una división de infantería para que esperen mi señal. Los encerraremos en su propio cementerio sin que al final del día quede de pie un solo guerrero nómada.

No quedaría ninguno para proteger al muchacho.

—Envía por el centro a la mayor parte de nuestra infantería, guiada por dos divisiones de caballería —ordenó Varus—. Los presionaremos hacia los precipicios. Envía la orden.

Brack asintió e hizo girar su caballo. Instantes después, toda una columna izquierda se separó y se reordenó: veinte de ancho y cien de largo. Dos mil hombres. En pocos minutos marchaban hacia el noroeste, y Brack regresaba al lado de Saric.

—A paso ligero —decidió Saric haciendo un seco movimiento de cabeza.

El capitán de la guardia de élite estiró el brazo al frente, y la negra y hermosa maquinaria que era su ejército se movió, avanzando de nuevo, esta vez al doble del ritmo anterior.

La llanura empezaba a estrecharse como a cinco kilómetros entre dos farallones. Desde aquí se podía seguir la sinuosidad del río que fluía entre ellos, subiendo hacia los cañones y las montañas más al norte. El ejército de Saric marchó a lo largo de la llanura, virando al oeste cuando el terreno comenzaba a ascender. No hizo la señal hasta que llegaron a la entrada del valle.

—Alto.

Saric disminuyó el paso de su montura hasta detenerla, y las fuertes pisadas de botas en el suelo cesaron detrás de él. Aún no había indicios de mortales en los farallones. Excepto por la ruinas, el valle parecía vacío, según los informes.

—Tráiganlo.

Se emitieron las órdenes y cuatro sangrenegras hicieron rodar hacia delante una pequeña y larga carreta. Saric miró al mortal amordazado y atado de cuello, cintura y rodillas a un grueso poste en medio del vehículo. Solo llevaba puesto un taparrabos alrededor de la cintura y estaba cubierto de sudor y polvo. Ojos bien abiertos y fieros. Corban había hecho un buen trabajo en conservar vivo al prisionero que capturaron en la Autoridad de Transición. Triphon, se llamaba, y Saric lo conocía como uno de los que conspiraron con Rom Sebastian para derrocarlo nueve años atrás.

Ahora los mortales verían el destino de quienes lo desafiaban.

—Háganlo frente a las ruinas.

Los dos sujetos que tiraban de la carreta inclinaron la cabeza y comenzaron a avanzar al trote, seguidos por otros dos. El aire estaba pesado y tranquilo mientras el grupo se separaba del ejército y giraba hacia las ruinas a menos de medio kilómetro al frente a lo largo de los barrancos orientales.

Durante varios minutos no hubo ningún otro movimiento. Los farallones permanecían vacíos, el cielo silencioso, el valle aletargado.

El destacamento se detuvo cerca de las gradas de las ruinas y rápidamente los hombres comenzaron a cavar un hoyo.

—¿Ves algo?

—Nada —respondió Brack mientras su montura cambiaba de posición debajo de él—. Pero observan.

Sin duda. Y verían.

Los preparativos tardaron solo un par de minutos ayudados por gruesos músculos y palas afiladas. Sacaron al mortal de la carreta, aún atado al poste de tres metros. El aire se agitó, levantando en la parte superior del poste un estandarte con el escudo de Saric.

Izaron al prisionero para que todos lo vieran antes de colocarlo sobre el hoyo y sin contemplaciones dejar caer adentro el extremo del madero.

El cuerpo del mortal se sacudió colgando aún, como un cerdo en el extremo de un palo, con los brazos atados a los costados y los pies colgándole.

Rellenaron el hoyo, apisonando la tierra para que el poste se sostuviera solo, luego retrocedieron y esperaron la señal de Saric. Los nómadas eran demasiado fuertes para que los desmoralizara esta escena, pero plantar el cuerpo serviría como una clara advertencia: Saric reclama este valle.

Este asintió. Brack levantó una bandera roja.

Uno de sus hijos sacó una espada, se acercó al mortal, y le clavó la hoja por debajo de la caja torácica. El hombre en el poste echó la cabeza hacia atrás y se tensó, sobresaliéndole los nervios a lo largo del cuello, luego quedó flácido, como un títere inerte sobre un palo.

Mientras observaba el asesinato, Saric no podía dejar de pensar en lo fácil que se podía quitar la vida, y en lo difícil que era crearla. Ahora le correspondía a él dar y quitar.

Solo podía haber un creador.

Los sangrenegras se reunieron alrededor de la carreta y dejaron el poste clavado frente a las ruinas. Muy por encima, un buitre solitario empezó a dar vueltas en el cielo gris.

—Subamos —ordenó Saric.

El ejército avanzó con rapidez.

En menos de diez minutos atravesaron el pequeño riachuelo a lo largo del suelo occidental. Saric regresó a mirar el ejército que serpenteaba por la ladera de la colina hacia la meseta, ahora tan solo a menos de un kilómetro de distancia. Las cantidades, no la agilidad ni la velocidad, ganarían este día. Poder abrumador, creado por la alquimia para la guerra. Se preguntó cuántos de sus hijos morirían hoy. Por él. Y juró en su corazón que por cada uno que entregara su vida él lloraría y haría dos más en su lugar…

Y luego cuatro.

Un explorador en lo alto de la cuesta indicó que el camino estaba despejado.

—Creo que usted debe mantenerse atrás, mi señor —comentó Varus.

—Ellos huyen. Yo no. Forma las filas a lo ancho.

Varus emitió las órdenes y la formación serpentina se dividió en tres, dos de las compañías viraron hacia el oeste.

Como una creciente marea de agua negra, subieron la colina y corrieron hacia la meseta que se estrechaba casi un kilómetro antes de entrar a las distantes tierras llenas de desfiladeros. La hierba tenía medio metro de altura. Árboles al occidente. Barrancos a la derecha, al oriente.

Todavía ninguna señal.

En menos de media hora, la división que había enviado antes estaría en su lugar para cercar a los mortales. Con un poco de suerte, estos habrían retirado a sus exploradores para centrarse en la meseta. Sin duda necesitarían a todos sus hombres.

—Alto.

El multitudinario ejército encabezado por mil cuatrocientos jinetes resonó hasta detenerse a lo largo del borde sur de la meseta. Hasta el último hombre, veían al frente, miradas y músculos fijos, esperando la orden. El aire se hizo más tranquilo.

Saric sintió entrecerrársele los ojos. No con impaciencia ni ansiedad, sino con extraño agradecimiento.

No se veía a los nómadas por ninguna parte. El campo estaba vacío. Nada excepto un tierno arbolito sin hojas en medio del campo, a menos de medio kilómetro de distancia. Solo tras un curioso análisis por un momento Saric notó un detalle adicional: colgando de una cuerda colocada en la parte superior había algo como una vejiga o una gran calabaza…

O una cabeza.

El agradecimiento se evaporó mientras la cabeza colgaba al viento, se volvió de tal modo que desde esta distancia Saric se podía ver la boca abierta y el rostro ensangrentado.

—Janus —susurró Varus.

El hielo inundó las venas de Saric. No al pensar en el hombre mismo, sino porque al matarlo los mortales habían golpeado mucho más que al individuo. Habían arremetido contra la imagen de aquel de quien fue hecho.

Contra el mismo Saric.

Conque… los mortales no huirían ni morirían sin hacer ruido. Que así sea.

Corre con la velocidad de tu creador, Feyn. Tráeme al muchacho…

Miró un momento más la cabeza que como una macabra pelota colgaba de ese poste. Una furia negra como alquitrán le brotó en el interior.

Fue en ese estado cuando Saric se preguntó si la solitaria figura que galopaba a velocidad vertiginosa desde el extremo lejano de su visión había sido conjurada por su propia ira. Si se había levantado del suelo como la vengativa muerte.

Pero esta no era una aparición. Era carne y sangre. Una maraña de trenzas adornadas de cuentas y pieles con un destello de tachuelas metálicas como si el Caos mismo la hubiera tocado. Todo lo que era refinado resultaba salvaje en el jinete. Todo lo que evolucionaba era primitivo en él.

Roland.

El nómada disminuyó la marcha de su caballo hasta un paso arrogante y tranquilo, y se detuvo al lado del poste.

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