Moira

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Segunda parte » 14

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Pocos días más tarde, cuando Joseph y David se dirigían a clase, pasaron al lado de Moira en la gran avenida. Llevaba un abrigo azul marino que le arropaba el cuerpo entero, dejando ver unas piernas delgadas pero vigorosas; sus tacones, exageradamente altos, golpeaban la acera con un ruido insolente. Joseph volvió la cabeza y, con el rabillo del ojo, advirtió la desdeñosa mirada que le dedicó al pasar. La sangre le subió a las mejillas.

Cuando hubieron andado un rato bajo los sicomoros, que en sus ramas más bajas guardaban aún alguna que otra hoja amarillenta, Joseph dijo de repente:

—La chica con la que nos hemos cruzado es la hija adoptiva de

Mrs. Dare. Se llama Moira.

Se calló un instante con el deseo secreto de que David le preguntase algo; por fin, añadió:

—He tenido ocasión de hablar con ella el otro día.

—En ese caso —dijo tranquilamente David—, creo que yo, en tu lugar, la hubiese saludado.

—No la he saludado aposta, no he querido.

Esta declaración produjo un silencio profundo, pero Joseph pareció aliviado por lo que acababa de decir, y los dos muchachos no intercambiaron una palabra más antes de llegar a la galería que bordeaba la gran pradera. Entonces Joseph habló de nuevo:

—David, voy a intentar convertir a Terence.

—¿Terence?

—Sí, Terence Mac Fadden, el católico del que te he hablado hace unos días. Esta noche he tenido la certeza de que Dios me pedía salvarle.

Se esperaba un arrebato, un grito de entusiasmo quizá, y miró a su compañero, pero el perfil razonable y regular de David no traslucía emoción alguna.

—Si te puedo dar un consejo —dijo por fin David— es el de actuar con prudencia. No conoces a los católicos. Más vale dejarles tranquilos.

—Pero no puedo verle correr hacia su perdición y no hacer nada.

—Nadie en este mundo puede asegurar que corra hacia su perdición. Te han enseñado, como a mí, que para estar salvado basta con estar bautizado y creer en Cristo. Si Terence Mac Fadden reúne estas dos condiciones, irá al cielo.

—¡David! —exclamó Joseph deteniéndose—. ¿Crees realmente lo que acabas de decir? —David se paró y miró a Joseph con sus ojos serenos.

—Sin duda alguna.

Siguieron andando. Joseph agachó la cabeza y reflexionó profundamente. El daño era más grande de lo que temía. La corrupción ya estaba en él, pero lo salvaría, los salvaría a todos. Por un repentino arranque afectivo, puso su brazo sobre los hombros de su compañero y con una voz más alegre preguntó:

—¿Crees todavía que estamos salvados, David, salvados los dos, y que brillaremos como el sol, tal y como Cristo prometió a los elegidos?

—Sí, pero te haces demasiadas preguntas.

Habían salido de la larga galería y se hallaban en una extensa zona descubierta donde el sonido de sus palabras se perdía en el aire puro y frío. Un edificio neoclásico ocultaba el horizonte por un lado, pero hacia la derecha se apercibían entre los árboles colinas azules salpicadas de oro; ante su vista, Joseph sintió el corazón brincar dentro del pecho.

—Hay veces en que querría morirme en seguida para ir a\ cielo —dijo a media voz y con la mirada perdida a lo lejos.

David se echó a reír.

—Eres un crío, Joseph.

En ese instante sonó una campana anunciando el final de una clase y algunos alumnos atravesaron el césped, uno por uno al principio y por decenas más tarde, y en poco tiempo parecía que venían por todas partes. Se reconocían los antiguos por su caminar indolente y los de primero por sus prisas y por la seriedad de sus expresiones. David y Joseph redoblaron el paso procurando caminar un poco apartados.

—Te tengo que preguntar algo —dijo Joseph cuando se acercaban al edificio donde se impartía la clase de griego—. Esa mujer que nos hemos cruzado antes, Moira Daré…

—¿Sí?

—No es nada guapa, ¿no te parece?

—No tengo ni idea.

—¿No te has fijado lo pintada que iba? Su boca…

David miró a Joseph a los ojos.

—Nunca miro a las mujeres en la calle.

Joseph se mordió los labios y no contestó. Subieron en silencio los escalones que llevaban al peristilo y Joseph iba a empujar la puerta cuando se abrió desde dentro y estuvo a punto de chocarse con Praileau, que salía. En su rostro moreno la sangre acudió a las mejillas y el destello de sus pupilas negras parecía aún más fuerte. A pesar del frescor del aire, su cuello aparecía entre una camisa con el último botón todavía desabrochado con una negligencia estudiada, y había un no sé qué desafiante en la manera en que escurría los hombros y echaba la cabeza hacia atrás. No obstante, pareció retroceder cuando vio a Joseph, pero se repuso en seguida y pasó delante de él mirando fijamente el reloj de la biblioteca, en el otro extremo de la gran pradera. Joseph no pudo evitar darse la vuelta cuando pasó y seguirle un instante con la mirada. «Ella no se habría atrevido a hablarle como me habló a mí cuando fui a buscar mi jersey —pensó—. Y él nunca se hubiese agachado ante ella». Una bocanada de calor le hizo apretar los dientes al acordarse de las humillaciones que había soportado desde que estaba en la universidad. Frunció el ceño.

—¿Qué te pasa? —preguntó David—. Pareces preocupado desde hace un rato.

Pasaban por delante de las estatuas de escayola y Joseph, por costumbre, bajó los ojos.

—Nada —dijo con voz ronca—. Déjame tranquilo.

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