Moira

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Segunda parte » 15

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A la mañana siguiente, mientras se vestía, un bolsillo de su chaqueta se enganchó con la llave de un mueble y se desgarró por completo. Ese accidente le consternó. Estuvo a punto de ir a pedirle consejo a David, pero cambió de parecer al instante; la única solución era ponerse el traje nuevo. Sin duda, David no estaría de acuerdo y propondría otra solución eminentemente razonable, pero esta vez estaba firmemente decidido a hacer lo que se le antojase y salió de la habitación perfectamente endomingado.

Mas, para su gran asombro, su compañero no pareció darse cuenta de nada y desayunaron juntos como de costumbre bajo la mirada del difunto marido de

Mrs. Ferguson, ya que ella se levantaba más tarde. El sol hacía brillar una gran cafetera de plata con formas majestuosas que tapaba las manos de David, el cual, con una cucharita atenta, comía su pomelo sin dejar caer nada.

—Pasado mañana, si estás de acuerdo —dijo sin levantar los ojos— vendrás conmigo a la

cafetería.

«Mi traje le recuerda que le debo veinte dólares —pensó Joseph—. Ya lo creo que se ha dado cuenta, pero no ha querido decir nada. ¡Ojalá tuviese esos veinte dólares ahí mismo sobre la mesa, en monedas de plata, para devolvérselos y mandarlo a paseo con su

cafetería!» Juntando las manos bajo la mesa, hizo sonar las articulaciones como descargando su enfado sobre los dedos.

—¿Has oído lo que te he dicho? —preguntó David dejando su cuchara.

—Pues claro.

—¿Estás de acuerdo?

La cabeza pelirroja se inclinó con un poco de brusquedad. Comieron en silencio algunos bocados de un pan caliente que humeaba al partirse en sus dedos, y al cabo de unos minutos, con el deseo de desafiar al joven «pastor», Joseph dijo de un tirón:

—¿No te has dado cuenta de que me he puesto mi traje nuevo?

—Sí —contestó David mientras le servía café.

—¿No te interesa saber por qué?

David llenó su taza y removió el contenido con una cucharilla.

—Hago el menor número de preguntas posible —respondió despacio.

—¡Oh! —dijo Joseph con una sonrisa—. Olvido siempre que no tienes defectos.

Esta frase pasó inadvertida, pero cuando iban a salir del comedor, David tomó a Joseph del brazo y dijo:

—Ayer fue mi cumpleaños. Mis padres me enviaron un regalo. ¿Me prometes responder afirmativamente a la pregunta que te voy a hacer?

—No —contestó Joseph desconcertado—. Es decir, que depende.

—¿Quieres al menos prometerme que lo pensarás y que no me dirás que no inmediatamente?

—De acuerdo.

—Quiero anular la pequeña deuda que tienes conmigo. ¿Me lo permites? No, no contestes hoy mismo.

Joseph se ruborizó.

—De esta forma —prosiguió David sin dejarle tiempo de hablar—, todo el dinero que ganes en la cafetería será tuyo. No podría soportar que trabajaras para pagarme. Resumiendo, pienso que has dicho que sí porque me ofenderías demasiado diciéndome que no, y debes saber que en ciertas ocasiones existe tanta generosidad en aceptar como en dar. Vámonos.

Al decir estas palabras, le empujó hacia la puerta como una persona mayor hace con un niño.

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