Misterio

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Séptima Parte » 41

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A la mañana siguiente, poco después de que Tom se hubiese levantado, alguien llamó a la puerta. Cuando se asomó, con la esperanza de que Sarah Spence hubiese logrado escapar a la vigilancia de sus padres, descubrió que se trataba de un coche de la policía con otro agente vestido de uniforme azul.

Un hombre de poco más de treinta años, con el cabello negro y liso, que parecía excesivamente largo para un policía, le observó a través de la mosquitera y le preguntó:

—¿El señor Pasmore? ¿Tom Pasmore?

Su aspecto era amistoso y le resultaba ligeramente familiar. Tom le dejó pasar y reparó en que se parecía enormemente al cartero de Eagle Lake. Era como mínimo diez años mayor de lo que le había parecido en un principio. Visto de cerca, Tom advirtió patas de gallo en sus ojos y algunas canas entre el cabello negro que le caía más abajo de las sienes.

—Soy Tim Truehart, el jefe de la policía —se presentó, estrechando la mano de Tom—. He leído el informe sobre el disparo que efectuaron por aquí anoche y he pensado que lo mejor sería venir a echar un vistazo personalmente. A pesar de la impresión que pueda haberle causado el agente Spychalla, no nos gusta que la gente dispare contra los veraneantes.

—Pues él no pareció prestar mucha importancia —le dijo Tom.

—Mi ayudante tiene muy buenas cualidades, pero entre ellas no está la investigación. Es muy bueno para tratar con borrachos y ladrones de tiendas, y fantástico con los automovilistas que huyen después de haber cometido una infracción. —Truehart estudiaba la estancia a medida que iba hablando, captándolo todo con una amplia sonrisa—. Habría acudido yo personalmente, pero estuve fuera del pueblo la mayor parte de la noche. No se le paga gran cosa al jefe de la policía por aquí, así que tengo que realizar algún trabajo extra.

Entonces Tom le recordó.

—Le vi a usted en el aeropuerto cuando llegué. Estaba usted sentado junto a la entrada del edificio de aduanas y llevaba una chaqueta de cuero marrón.

—Sería usted un buen testigo —dijo Truehart, sonriente—. ¿Estaba usted solo en el chalet cuando se efectuó el disparo?

Tom dijo que sí.

—Es una suerte que Barbara Deane no se encontrara aquí cuando ocurrió. Barbara tuvo una desagradable experiencia hace un par de semanas y este disparo no habría contribuido nada a su recuperación. ¿Cómo se siente usted?

—Perfectamente.

—Se enfrentó usted con mi ayudante, así como con todo lo demás. Debe de estar usted hecho de un material muy duro. —Rió abiertamente—. ¿Quiere indicarme dónde ocurrió?

Tom le condujo al estudio, y Truehart examinó cuidadosamente la ventana rota, la lámpara y el agujero en la pared, de donde su ayudante había extraído la bala. Acto seguido salió al exterior y examinó la boscosa colina al otro lado del lago, por encima del chalet vacío de los Harbinger. A continuación volvió a entrar.

—Muéstreme dónde se hallaba sentado.

Tom se sentó detrás del escritorio.

—Cuéntemelo todo —le pidió Truehart—. ¿Estaba escribiendo a alguien, leyendo, mirando hacia el lago, o algo así?

Tom le explicó que estaba hablando por teléfono con su abuelo, que el disparo había entrado justo cuando se agachó para mirar al lago, y que gracias a eso todavía podía explicarlo.

—¿Ha cambiado usted algo de como estaba antes?

—Sólo barrí unos cristales rotos.

—¿Era esta lámpara la única encendida en la habitación?

—Probablemente era la única luz encendida en todo el lago.

Truehart asintió, luego se acercó al escritorio, y de nuevo examinó cuidadosamente la ventana, la lámpara y el lugar donde se había incrustado la bala en la pared.

—Muéstreme cómo se inclinó para mirar por la ventana.

El policía se apartó del escritorio mientras Tom repetía todos sus movimientos, y se sentó en el sofá que había junto a la pared. Unió los dedos de ambas manos y se inclinó hacia delante, apoyándose en los codos.

—¿Y lo hizo en el mismo instante en que se efectuó el disparo?

—La lámpara explotó en cuanto yo me incliné.

—Fue una suerte que se inclinara así. —El estómago de Tom se retorció como si hubiese ingerido jabón—. Eso no me gusta ni pizca. —Truehart le miró sombríamente, casi reflexivamente, como si estuviese escuchando algo que Tom no podía oír—. Imagino que estos últimos días no habrá visto usted por aquí algún rifle de precisión, ¿verdad?

Tom negó con un movimiento de cabeza.

—Y supongo que no sabe de nadie que tenga algún motivo para intentar matarle.

—Tenía entendido que los cazadores disparaban alguna que otra bala perdida contra los chalets un par de veces al año —dijo Tom, sorprendido.

—Bueno, quizá no con tanta frecuencia, pero a veces ocurre. El año pasado, alguien disparó contra una ventana del club desde la ladera de la colina. Dos años antes, una bala dio contra la parte trasera del chalet de los Jacobs en una hermosa noche de junio. La gente de por aquí se excitó bastante y no la culpo, pero nadie estuvo en peligro de que le hiriesen. Y ahí aparece usted, enmarcado en esta ventana igual que una diana. No pretendo ponerle nervioso, pero no puedo decir que esto me guste, ni pizca.

—Buddy Redwing está molesto conmigo porque resulta que su novia me prefiere a mí —dijo Tom—. Había planeado casarse con ella. De hecho, su familia también está molesta conmigo, y también la de ella. Pero no creo que ninguno de ellos haya intentado matarme. Ayer, Buddy pretendió atizarme y yo le golpeé en el estómago. Aquí se terminó el asunto. No creo que él subiese a la colina con un rifle e intentara matarme a través de la ventana.

—Para hacer algo así habría que estar sobrio —le dijo Truehart—, lo cual descarta a Buddy. —Frunció los labios al tiempo que se contemplaba las manos—. Spychalla ha subido al bosque ahora, en busca de indicios. Casquillos de bala, colillas, cualquier cosa que indique dónde pudo apostarse el tirador. Pero, para ser realista, lo único que se puede saber con certeza es el tipo de rifle que usó. Es imposible encontrar pisadas con el tipo de terreno que hay allí arriba.

—¿No cree usted que se trate de la bala perdida de un cazador? —preguntó Tom.

—Lo que sí es cierto es que sería muy extraño. Aunque últimamente han ocurrido muchas cosas en Eagle Lake. —Hizo una pausa para que eso penetrara en él—. Y usted no es un veraneante corriente.

Estos hombres pretenden lo que a ti se te ofrece en bandeja de plata, recordó Tom.

—No pretendo decir que entiendo lo que está ocurriendo, pero no hay duda de que algo se está meneando por aquí. Estoy obligado a considerar que alguien intente vengarse de su abuelo a través de usted.

—Mi abuelo y yo no estamos muy unidos.

—Es posible que esto no importe. Yo no estoy en disposición de proporcionarle una protección extra, pero creo que debería procurar mantenerse alejado de las ventanas. De hecho, debería tener cuidado en todo. Spychalla me dijo que usted cree que el pasado viernes le empujaron en medio del tráfico de la calle Mayor. Quizá no debiera ir solo a los sitios durante un par de semanas. Tal vez fuera aconsejable que Barbara Deane pasara aquí más noches con usted. ¿Quiere que hable con ella al respecto?

—Puedo hacerlo yo solo —dijo Tom.

—A ella le suele gustar la soledad, pero en estos momentos puede que prefiera estar acompañada.

—Hay otra cosa —dijo Tom—, y está relacionada con ella. Sé que estos últimos años ha habido robos en casas por esta zona. No sé si ha pensado usted en ello o no, pero los guardaespaldas de Ralph Redwing disponen de muchas tardes y noches libres, y antes de que empezaran a trabajar con él se hacían llamar los esquineros y cometieron muchos robos. Sospecho que en Mill Walk forzaron algunas casas y que… —De pronto decidió no mencionar a Wendell Hasek—. Creo que Jerry Hasek, el que hace más o menos de jefe, disfruta matando animales. Sé que cuando era un adolescente torturó a un perro, que a Barbara Deane le mataron el suyo y, el otro día, casi enloqueció en el Lincoln cuando uno de los guardaespaldas, Robbie Wintergreen, pronunció la palabra perro delante mío.

—Vaya, vaya —murmuró Truehart—. ¿Y toda esa gente vive en la residencia?

—Tienen una casa para ellos solos.

—Lógicamente, yo no puedo entrar allí a menos que me inviten o que consiga convencer al juez para que me conceda una orden de registro. Pero ¿cree usted que se arriesgarían a almacenar en la residencia objetos robados, donde tendrían que meterlos y sacarlos ante las narices de Ralph Redwing? A menos que piense que éste es uno de los que se reparten el botín.

—No —dijo Tom—. Creo que sé dónde ocultan lo robado.

—Esto cada vez se pone más interesante. ¿Y dónde lo esconden?

Tom le contó que había visto una luz moviéndose alrededor del chalet de Von Heilitz, que la había seguido hasta el sendero que se internaba en el bosque, que se había perdido y que, al día siguiente, había vuelto a encontrar el camino. Tim Truehart se inclinó hacia delante, apoyándose en los codos, y escuchó la historia de Tom con expresión concentrada. Pero cuando Tom le describió la casa en el claro del bosque y la esquelética mujer que le había salido al paso empuñando un rifle, Truehart se tapó la cara con las manos y se dejó caer hacia atrás contra el respaldo del sofá.

—¿Qué es lo que sucede? —inquirió Tom.

Truehart se quitó las manos de delante de la cara.

—Bueno, tendré que preguntarle a mi madre si guarda artículos robados de un tal Jerry Hasek. —Sonrió entre dientes—. Pero, si se lo pregunto, lo más probable es que me golpee en la cabeza con una sartén.

—¿Su madre? —preguntó Tom—. ¿La señora Truehart? ¿La que limpiaba los chalets de por aquí durante los veranos? Oh, Dios mío.

—La misma. Probablemente pensó que rondaba usted la casa para luego entrar a robar.

—Oh, Dios mío —repitió Tom—. Le pido disculpas.

—No hace falta. —Truehart rió en voz alta, al parecer tremendamente divertido—. En su caso, probablemente yo habría hecho lo mismo. Sin embargo, le diré una cosa: le agradezco que no se lo comentara a Spychalla. Se le habría desencajado la mandíbula de tanto contarlo. —Truehart se levantó—. Bueno, creo que por ahora hemos terminado. —Todavía sonreía—. Si descubrimos algo en el bosque, ya le informaré. Quiero que vaya usted con cuidado. Se lo digo en serio.

Ambos salieron del estudio y cruzaron la sala de estar en dirección a la salida.

—Llámeme si ve a ese tipo, a Jerry Hasek, haciendo algo que se salga de lo habitual. Es posible que sea listo. Y procure pasar el mayor tiempo posible en compañía de otras gentes.

Truehart le tendió la mano y Tom se la estrechó.

El agente sacó del bolsillo de la camisa unas gafas de sol con la montura metálica y se las colocó al bajar los escalones de la entrada. Subió a su coche y retrocedió por la vereda hasta el club, tal como había hecho Spychalla. Tom permaneció de pie en los escalones, contemplándole mientras se alejaba: estuvo sonriendo hasta que su rostro se convirtió en una mancha borrosa detrás del parabrisas.

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