Misterio

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Séptima Parte » 42

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Inesperadamente, Roddy y Buzz decidieron pasar la última semana de vacaciones que le quedaba a Buzz con unos amigos en el sur de Francia, y la cena que Tom compartió con ellos la noche anterior a su partida le pareció el último encuentro amigable que probablemente disfrutaría en Eagle Lake. Los Redwing se presentaron tarde en el club, se fueron muy temprano y no hablaron con nadie más que con Marcello, que al parecer era una especie de animalito de compañía de Katinka. Los Spence ocuparon una mesa cerca del bar, con Sarah de espaldas a Tom, mientras hablaban entre sí en un tono por encima del rumor general del comedor, dando a entender que se lo estaban pasando estupendamente, que el verano acababa de empezar y que todo tendía a mejorar. Neil y Bitsy Langenheim se quedaron mirando a Tom cuando éste entró en compañía de Roddy y Buzz, y murmuraron entre sí igual que conspiradores.

—Todo el mundo está enterado de que la policía ha realizado dos visitas a tu chalet —explicó Roddy—. Todos esperan que te hayas metido en graves dificultades, así tendrán algo de qué hablar durante el resto del verano.

—La bala perdida de un cazador entró por mi ventana —dijo Tom, captando la mirada afilada e interrogativa que cruzaron sus dos nuevos amigos.

—¿Toda tu vida es así? —le preguntó Roddy, y Tom le contestó que empezaba a pensar que sí.

De modo que durante algún rato siguieron hablando de las otras ocasiones en que los cazadores se habían aproximado demasiado a los chalets del lago, de esto pasaron a la tensión que siempre había existido entre la gente del pueblo y los veraneantes de Mill Walk. Finalmente llegaron al tema que más les interesaba: su inesperado viaje a Francia; aunque había otro tema que se mantenía en silencio y que parecía subrayar todo cuanto decían.

—Marc y Brigitte poseen una maravillosa villa junto al Mediterráneo, cerca de Antibes, y Paulo e Yves viven a sólo unos kilómetros de allí. Algunos amigos de Londres también se reunirán con nosotros, pues sus hijos han decidido de repente seguir a un gurú a un ashram de Poona. Así que, aunque parezca un poco extravagante, creemos que podemos formar un excelente grupo durante una semana. Luego regresaré con Buzz a Mill Walk para vigilar de cerca unos cuantos negocios por un par de semanas, antes de viajar a Londres para ver a la Caballé con Bergonzi en La traviata, en el Covent Garden. No creo que pueda regresar aquí hasta agosto.

Buzz se perdería a la Caballé y a Bergonzi en el Covent Garden, pero llegaría a tiempo a París para ver los Diálogos de carmelitas, en octubre, Héctor, Will, Nina, Guy y Samantha estarían en Cadaqués, y en marzo cabía la posibilidad de que Arthur o quienquiera que fuese se encontrara en Formentera, y luego…

Luego había, mejor dicho, habría todavía más… Roddy Deepdale y Buzz Laing (ya que éste era el apellido de Buzz: el doctor Laing para sus pacientes de Santa María de las Nieves, que nada sabían de aquella existencia nómada y regalada) tenían amigos por todo el mundo, siempre eran bien recibidos, siempre estaban informados, tenían sus asientos favoritos en su teatro de ópera favorito —La Scala, donde habían visto todas las óperas de Verdi a excepción de Stiffelío y de A roldo—, sus comidas favoritas en sus restaurantes favoritos de una docena de ciudades, apreciaban los cuadros de Vermeer y el autorretrato de Rembrandt en el Frick, en Londres conocían a un psiquiatra que era la persona más inteligente del mundo, y en Nueva York a un poeta que era la tercera persona más inteligente del mundo, y los dos querían y necesitaban a sus amigos tanto como éstos los querían y necesitaban a ellos.

A su lado, Tom se sentía provinciano, insignificante, obtuso: el tema no expresado que había intuido en el cruce de miradas entre Roddy y Buzz era un atisbo de censura que lo separaba de ellos lo mismo que le había separado de los Redwing, los cuales retiraban ahora sus sillas y se disponían a marchar, encerrados en la burbuja de su importancia insular.

Pero Kate Redwing se acercó para saludarles y despedirse a la vez. Ella también se marchaba al día siguiente: las dos semanas que se había concedido ya habían finalizado y regresaba a Atlanta junto con sus nietos. Los tres la abrazaron y, cuando se enteró de los planes que ellos tenían, les dijo que deberían llevarse consigo a Tom. Tanto Roddy como Buzz sonrieron cortésmente y dijeron que ojalá pudieran, pero que sin duda se verían a menudo en Mill Walk. Tom trató de imaginar qué opinarían aquellos dos hombres de Victor Pasmore, y lo que diría éste de ellos. Kate Redwing volvió a abrazarle y le susurró:

—¡No te rindas! ¡Sigue adelante!

Entonces dio media vuelta y siguió a sus familiares hacia las escaleras, pasando junto a la mesa vacía de los Spence con los pasos vacilantes de una anciana, vestida con su traje estampado y sus zapatos planos.

Minutos más tarde, Roddy firmó la cuenta y también ellos se marcharon.

Dejaron a Tom en su chalet y prometieron que le invitarían a cenar en cuanto todos hubieran regresado a la isla: «Tan pronto como las cosas se normalicen».

Más tarde, esa misma noche, Tom telefoneó a Lamont von Heilitz, pero de nuevo le informaron que aquel número no contestaba. Se quedó levantado hasta muy tarde, leyendo, y se marchó a la cama desolado.

Al día siguiente, las persianas cubrían los enormes ventanales de la parte del lago en el chalet de Deepdale. Un cristalero del pueblo acudió para cambiar el panel roto en el estudio de su abuelo.

—Un joven como usted debe de pasárselo bomba en un sitio como éste, y solo —comentó.

Tom nadaba por las mañanas y caminaba incansablemente alrededor del lago, terminó de leer El ABC de los asesinos y leyó las obras de Iris Murdoch Bajo la red y La huida del hechicero. Comía a solas. Los padres de Sarah ya no se reunían con los Redwing en el bar antes de la cena, y Sarah no hacía otra cosa que lanzarle miradas pesarosas y moderadas antes de que su madre la golpeara en la espalda junto con alguna palabra ácida. Nadaba durante horas por las tardes, y en dos ocasiones Buddy Redwing había sacado su lancha para trazar ochos de un lado a otro en la parte superior del lago, mientras Tom braceaba entre los embarcaderos de la parte inferior. La primera vez, Kip Carson estaba sentado junto a Buddy con la boca abierta; la segunda, Kip y Sarah Spence ocupaban el asiento trasero. Tom fue andando hasta el pueblo y en la Factoría India encontró un expositor de libros de bolsillo detrás de los ceniceros Puro Pino del Norte. Se llevó a casa un montón de volúmenes y telefoneó a su madre, quien le dijo que no salía a menudo, pero que el doctor Milton cuidaba de ella. A Victor le habían ofrecido trabajar para los Redwing; ella no sabía muy bien de qué iba el trabajo, pero tendría que viajar a menudo, y se le veía muy animado. Ella confiaba en que Tom conociera a mucha gente y que disfrutara, y él le dijo que sí, que disfrutaba mucho.

De repente se dio cuenta de que había ciertas reglas que regían las conversaciones con su madre. Nunca había que decir la verdad; la ley que gobernaba su existencia era una hipocresía amable y cruel. Era una especie de armadura.

Los días fueron pasando. Lamont von Heilitz nunca contestaba a sus llamadas telefónicas. Barbara Deane iba y venía, con demasiadas prisas y demasiado concentrada en sí misma para hablar con él. Tom no lograba alejar de su pensamiento a Sarah Spence, y algunas de las cosas que Buddy le había dicho volvían a su mente para torturarle. Nadaba tanto que por la noche caía instantáneamente en un sueño sin sueños, olvidándose incluso del dolor de sus músculos.

Al quinto día después de que la bala entrara por su ventana, mientras se hallaba sentado en una roca al borde del bosque donde el camino privado se juntaba con la carretera principal, distinguió a Kip Carson dirigiéndose hacia él. Llevaba una mochila sujeta con correas y tiraba de una bolsa con ruedas.

—¿Qué hay, tío? —le saludó Kip Carson—. Sigo mi camino, tío. Era divertido y eso, pero yo me largo.

—¿Adonde?

—Al aeropuerto. Tengo que hacer autoestop. Ralph no ha querido que me acompañaran en coche, y a Buddy le tiene sin cuidado. Buddy es un capullo, tío.

Tom le preguntó si regresaba a Tucson.

—¿A Tucson? Ni pensarlo, en absoluto. A Schenectady. Mi vieja me mandó un billete. ¿Sabes si hay alguna barbería en el aeropuerto? Tengo que cortarme el pelo antes de volver a casa.

—No vi ninguna —dijo Tom.

—Bueno, tendré que empezar a sonreír.

Kip alzó dos dedos para dibujar una V, tiró de la bolsa con ruedas, y se colocó en el arcén de la carretera principal. El segundo coche que pasó lo dejó subir.

Tom regresó andando a su chalet.

El sábado, cuando el dolor por la ausencia de Sarah Spence era tan persistente como sentir al mismo tiempo tristeza, rechazo y humillación, se dio cuenta de que había estado esperando a que Tim Truehart regresara para decirle lo que Spychalla había descubierto en el bosque.

Truehart le había caído bien y, mientras nadaba de un lado a otro de los embarcaderos, tomó la decisión de telefonearle. Por supuesto, Spychalla no habría encontrado nada y Truehart tendría otras cosas que hacer. Entonces comprendió que la razón de que pensara en el jefe de policía de Eagle Lake era que echaba de menos a Lamont von Heilitz. Luego subió al embarcadero, entró en el chalet, se vistió y se sentó ante el escritorio del estudio, dispuesto a escribir todo cuanto sabía acerca del asesinato de Jeanine Thielman. Leyó todo lo que había redactado, se acordó de otras cosas, y volvió a escribirlo todo de nuevo de manera distinta.

Su mente parecía despertar.

A partir de ese instante, los acontecimientos acaecidos cuarenta veranos atrás se transformaron en su ocupación, en su obsesión, en su salvación. Seguía nadando por las mañanas y por las tardes pero, mientras nadaba, veía a Jeanine Thielman de pie en su embarcadero y a Antón Goetz con su esmoquin blanco —como Humphrey Bogart en Casablanca—, acercándose a ella cojeando, inclinándose en una parodia de caballerosidad al tiempo que se apoyaba en su bastón y torcía su pierna inútil.

Tom seguía paseando alrededor del lago, pero aún podía ver al grupo de los Redwing vestidos todos con jerseys de tenis y trajes blancos, chismorreando acerca de la joven de Atlanta con la que Jonathan había decidido casarse. Se sentaba en el embarcadero y veía la corpulenta figura del joven viudo que sería su abuelo, paseando lentamente arriba y abajo por el entarimado de la terraza, con su mano cogida de la mano mucho más pequeña de una niña con tirabuzones y vestido marinero.

Todos los acontecimientos suelen alterarse según la perspectiva desde la cual se los contempla, y durante días Tom reconstruyó los hechos y las circunstancias de la muerte de Jeanine Thielman. Los transcribió en tercera persona y luego en primera persona, imaginando que él era Arthur Thielman, Jeanine Thielman, Antón Goetz, su abuelo, e incluso tratando de ver todo lo sucedido a través de los ojos de la criatura angustiada que iba a ser su madre. Jugó con las fechas y con las horas; decidió descartar todo cuanto le habían contado sobre los motivos de aquella gente y experimentar con otros nuevos. Descubrió resquicios y lagunas en lo que le habían explicado, y dio vueltas en torno a ello siguiendo sus propios instintos y su imaginación, de la misma manera que había seguido a Hattie Bascombe por los patios y los pasadizos del Paraíso de Maxwell. Allí estaba su abuelo, empezando a consolidar su relación con los Redwing y a afianzar su futuro financiero y social; allí estaba Antón Goetz, un «timador» que encandilaba a las mujeres con historias sobre un pasado romántico y amparaba las conexiones de Glendenning Upshaw con el St. Alwyn Hotel y con las partes ocultas y secretas de Mill Walk; allí estaba Lamont von Heilitz, viendo cómo el mundo empezaba a revivir a su alrededor.

Soñaba con cuerpos que se elevaban por encima del lago como si fuesen humo, alzando los brazos por encima de las cabezas colgantes y flotando en su sitio con las bocas y los ojos abiertos. Soñaba que caminaba por el bosque hacia un claro, donde un enorme monstruo peludo —cuyo tamaño hacía que la estatura de él pareciese la de un niño pequeño— arrancaba con los dientes la cabeza del cuerpo pálido de una mujer y se volvía hacia él con la boca llena de huesos y sangre cuajada, diciendo: «Yo soy tu padre, Thomas. ¿Ves lo que yo soy?».

Una noche se despenó convencido de que su madre había cogido el arma de la mesa sobre la terraza del embarcadero y había disparado contra Jeanine Thielman: por eso su abuelo la había ocultado en casa de Barbara Deane, por eso gemía por las noches, por eso su padre la había entregado en matrimonio a un hombre al que se le pagaba para que fuera su enfermero. Otra noche sin dormir. Pero por la mañana tampoco era capaz de creer en aquella nueva versión.

¿O sí era capaz?

Si su madre había matado a Jeanine Thielman, Glendenning Upshaw no habría dudado en matar para protegerla. «Yo soy tu padre. ¿Ves lo que yo soy?».

Durante la mayor parte de la siguiente semana, Tom estuvo solo sin estarlo: se imaginaba a sí mismo entre los hombres y las mujeres que habían pululado por Eagle Lake en 1925, sentía sus sombras y sus reflejos en torno a él, cada uno con sus propios deseos, conspiraciones y fantasías. De nuevo volvió a salir a sentarse en la terraza de noche y de día, olvidándose de las advertencias de Tim Truehart, pero ninguna bala penetró otra vez por la ventana. Al fin y al cabo, había sido la bala perdida de un cazador, y él no era ninguna victima potencial. El era —finalmente lo había averiguado— Lamont von Heilitz.

Una noche, durante la cena, sin hacer caso de todas las miradas, se acercó al señor Spence y le preguntó cómo figuraban en los libros contables Jerry Hasek y los otros dos guardaespaldas.

—Déjanos en paz —le ordenó la señora Spence, y Sarah le envió una mirada apremiante e irritada, que Tom fue incapaz de descifrar.

—No veo qué pueda eso importarte, pero tampoco creo que eso perjudique a nadie. Figuran como ayudantes de relaciones públicas.

Tom le dio las gracias y regresó a su libro y a su cena, mientras oía cómo la señora Spence le increpaba:

—¿Por qué has tenido que decirle nada?

El viernes de la segunda semana después de la marcha de Roddy y Buzz, Barbara Deane se presentó al finalizar su matinal paseo a caballo y lo encontró tendido en el sofá de la sala de estar, sosteniendo un bolígrafo en la boca como si fuera un cigarro y concentrado en una hoja de papel cubierta con su propia caligrafía.

—Espero que no te importe, pero tendrás que comer en el club hoy. Se me olvidó comprar embutidos para los emparedados y ya se han terminado.

—No importa —dijo Tom.

Ella subió al piso y oyó que cerraba la puerta de su habitación. El pestillo interior entró en la anilla con un ruido seco y, al cabo de unos minutos, oyó cómo caía el agua de la ducha. Más tarde, la puerta del armario crujió y algo rascó al deslizarlo por el estante. Un cuarto de hora más tarde, ella volvió a bajar. Se había puesto una falda negra y una blusa granate que él no le había visto antes.

—Dado que tengo que comprar provisiones, podría comprar algo especial para la cena.

—Claro.

—Me refiero a si te apetecería ir esta noche a casa a cenar.

—¡Oh! —Tom bajó las piernas al suelo y se quedó sentado en el sofá desparramando docenas de hojas tamaño folio por el suelo—. ¡Muchas gracias! Me encantará.

—¿Vas a venir? —Tom asintió, y ella añadió—: Hoy estaré muy ocupada, así que si no te importa ir andando al pueblo, luego te acompañaré con el coche después de cenar.

—Fantástico.

Barbara Deane le sonrió.

—No sé qué es lo que estarás haciendo, pero parece que necesitas un descanso. Yo vivo en Oak Street, la primera calle a la derecha entrando en la calle Mayor. Es la cuarta casa a la derecha. El número quince. Puedes venir a eso de las seis.

Aquello le recordó que existían personas que se reunían para cenar, que llevaban una vida normal y que se veían con sus amistades, y eso hizo que se impacientara con su propia soledad. Estuvo nadando cerca de una hora por la mañana, y vio al padre de Sarah y a Ralph Redwing paseando lentamente arriba y abajo por la pista arenosa frente al club. Ralph Redwing llevaba casi todo el peso de la conversación, y de vez en cuando el señor Spence se quitaba su sombrero de cowboy y se secaba el sudor de la frente. Tom nadaba silenciosamente en las aguas cercanas al embarcadero, observándoles mientras paseaban y hablaban. En el club, ese mediodía, los Spence se reunieron con los Redwing en la mesa cercana a la terraza. Sarah le miró intensamente, dos veces, juntando con fuerza las cejas, como si pretendiera enviarle un pensamiento, y Buddy Redwing la cogió de la mano, que apretó contra sus labios mientras lanzaba gruñidos y sonidos de besuqueo. La señora Spence fingió que encontraba aquello gracioso. Nadie prestó atención alguna a Tom, que pasó el resto de la tarde intentando descubrir algo nuevo en sus anotaciones.

Podía verlos a todos: a La Sombra, tenso, delgado y joven, de pie al borde de su embarcadero, encendiendo un cigarrillo; a su abuelo, con una camisa blanca de cuello abierto, apoyándose en su paraguas; y a Antón Goetz, sosteniéndose en su bastón, mientras hablaban en la zona menos iluminada del club. Pero era incapaz de oír sus palabras, lo mismo que había sido incapaz de oír las recomendaciones y órdenes que Ralph Redwing impartía al sudoroso Bill Spence.

La casa de Barbara Deane era una especie de cabaña de cuatro habitaciones, con unas feas paredes de madera color marrón, dos pequeñas ventanas a cada lado de la puerta de entrada y una enorme antena de televisión sobre el vértice del tejado. Había plantado varias hileras de flores en el pequeño terreno de la entrada, y un grueso brazalete de rosas, pensamientos, acianos y altramuces crecía alrededor de la casa.

—Entra —le dijo Barbara—. Esto no se parece en nada al club, imagino, pero aun así intentaré servirte una buena cena.

Llevaba la blusa de seda negra y las perlas volvían a rodear su cuello. Al cabo de un instante, Tom se dio cuenta de que se había maquillado y pintado los labios. Su propia soledad le hizo sentir la de ella, y se percató de que Barbara Deane tenía muy buen aspecto aquella noche: no parecía tan joven como creyó la primera vez que se vieron, pero sí joven interiormente, como Kate Redwing, y con una elegancia instintiva y natural. Una elegancia que nada tenía que ver con el dinero, pensó Tom, y luego cayó en la cuenta de que le recordaba a la protagonista de Hud, a Patricia Neal.

—Me habría gustado que vieras esta casa antes de que los ladrones la redecoraran —le dijo ella, mostrándole la sala de estar—. Yo tenía un montón de cosas, pero ya me voy acostumbrando a vivir sin ellas.

Una de las cosas de las que había aprendido a prescindir era el televisor, que pasó a ocupar el estante vacío junto a la chimenea. Algunos de los estantes elevados también se hallaban vacíos, pues le habían robado la antigua radio de galena que perteneciera a su madre, así como su tocadiscos, aunque fue encargado ya otro en el pueblo. También le habían robado la cubertería de plata y la vajilla de su familia, de modo que tendrían que utilizar algunos platos baratos de la gasolinera —le regalaban uno con cada cuarenta litros de gasolina que compraba, ¿no te parece sorprendente?—, y cubiertos de acero inoxidable que había comprado aquella misma tarde, ya que no podía permitir que él usara tenedores y cuchillos de plástico.

A pesar de lo que le habían quitado, la pequeña sala de estar resultaba alegre, cálida y confortable, y Tom permaneció en un gastado sofá mientras ella abría una botella de vino, le servía una copa, entraba y salía de la cocina para controlar la cena, y le hacía preguntas sobre su escuela, sus amistades, y sobre qué hacía tanto en el lago como en Mill Walk.

Tom le habló del escándalo de Friedrich Hasselgard con Hacienda, pero no mencionó nada sobre sus conclusiones, ni sobre lo que había hecho.

—Pues, si es eso todo lo que dicen, hay mucho más que ellos no dicen —le explicó ella—. A veces pienso que la única forma de vivir en Mill Walk es manteniendo los ojos cerrados y andar por allí como un ciego.

Al poco rato, le anunció que la cena ya estaba a punto y que podía sentarse a la mesa, que ella había preparado para dos personas al fondo de la sala, cerca de la cocina. Tom se sentó en una silla plegable de metal —también le habían robado las sillas buenas— mientras ella sacaba de la cocina una bandeja humeante, la depositaba sobre la mesa y luego regresaba con cuencos y vasijas para servir.

Había cocinado una tierna ternera marinada y rellena con misteriosos ingredientes, arroz integral, patatas asadas, zanahorias al vapor, ensalada de lechuga…, comida suficiente para cuatro.

—Los jóvenes soléis comer mucho, y esto me ha dado la ocasión de cocinar —explicó ella.

La comida parecía mucho mejor que la del club, y Tom se lo dijo. Al cabo de unos cuantos bocados, añadió que era la mejor comida que había probado en su vida, y era sincero al decirlo.

—¿Cómo conoció usted a mi abuelo? —le preguntó.

Barbara Deane sonrió ante lo inevitable de aquella pregunta.

—Fue en el hospital Shady Mount. Necesitaban enfermeras aquel primer año y yo acababa de obtener el título. Tu abuelo estaba en la junta y se interesaba por el quehacer diario mucho más que cualquiera de los otros miembros. Tendrías que haberle visto en los pasillos y en las dependencias de los médicos. En aquel entonces, conocía a casi todos los que trabajábamos en el Shady Mount. Era su gran proyecto, su primer gran trabajo después de los Patios Elíseos, y en su propia zona. Deseaba que fuese el mejor hospital de todo el Caribe.

—El otro día, en el coche, dijo usted que en una ocasión salió en su defensa cuando tuvo problemas.

—Sí, así es. Fue muy valiente. Supongo que querrás que te lo cuente ahora.

—No tiene que decirme nada que usted no quiera —dijo Tom.

Ella bajó la mirada hacia el plato y cortó el cordel de uno de los rollitos.

—Sucedió hace mucho tiempo —explicó ella—. Un joven fue herido durante un tiroteo con la policía. Después de operarle, le mantuvieron aislado, y a mí me nombraron su enfermera. No creo que haga falta entrar en detalles de tipo médico. —Barbara Deane se quedó mirándole—. El murió. De repente, durante mi turno. No lo supe hasta que entré en su habitación para hacer una inspección rutinaria. Había dado señales de recuperación y yo creía que en un día o dos ya podría hablar. Sea como fuera, murió, y me echaron la culpa a mí. Descubrieron que aquella misma tarde se le había suministrado una medicación incorrecta y, dado que yo era la encargada de dársela, yo debía ser la responsable. Durante algún tiempo suspenderían mi título de enfermera, y yo temía que fueran a acusarme de haber cometido un crimen. Mi nombre apareció en los periódicos, y también mi foto.

Barbara reparó en su cena y cortó un pequeño trozo de ternera.

—¿Y él la ayudó?

—Se encargó de la acusación, en cierto modo. Se hizo caigo de las investigaciones del hospital y, cuando el jurado llegó a la conclusión de que no había unas pruebas muy claras en contra mía, la policía no pudo acusarme de nada. Mucha gente había entrado y salido de la habitación, y cualquiera podía haberlo hecho. Por supuesto, mi carrera como enfermera se había terminado. Glen me aconsejó que viniese aquí algún tiempo y me encontró esta pequeña casita. Yo tenía dinero suficiente para comprarla y me instalé aquí unos seis meses. Cuando regresé a Mill Walk, él me inscribió en un curso para comadronas y, al poco tiempo, me dediqué a traer niños al mundo. De modo que siempre he pensado que tu abuelo me salvó la vida. El se ganó mi lealtad, y yo se la di.

—¿Qué quiso decir el otro día, en el coche, con lo de que usted barría lo que él ensuciaba?

—Imagino que quería decir que Glen es de esos hombres que siempre acuden a las mujeres cuando necesitan ayuda. —Ella prosiguió con su cena: otro trocito de ternera y un pequeño sorbo de vino. Tom aguardó a que prosiguiera—. Pero en realidad estaba pensando en esa época en que me pidió que cuidara de Gloria. Quería que fuera a su chalet y que se lo ordenara. Me dijo que había dejado allí algunas de las cosas de la niña. Libros, juguetes y ropa que quizás ella querría más tarde. Pero también pretendía que se lo limpiara; así, tal como suena. Aquello era un desastre. Glen siempre había necesitado a alguien que fuera recogiendo las cosas detrás de él. De modo que limpié los ceniceros y lo ordené todo antes de regresar.

—¿Estaba usted enamorada de él? —preguntó Tom.

—Mucha gente pensaba que tu abuelo y yo éramos amantes. —Barbara negó con un movimiento de cabeza—. Nunca fui nada de eso. Yo no era su tipo, sin duda. Y tampoco pretendía serlo. Le estaba agradecida, y no tardé en empezar a comprenderle. Me di cuenta de cuáles eran mis obligaciones. —La mirada de Barbara tropezó con la de Tom—. Que no debía olvidar cuánto le debía.

—Y nunca lo ha olvidado —concluyó Tom.

—Nunca podría. Y no me quejo. En absoluto. He trabajado aquí de comadrona durante muchos años. Me inscribí en un centro de servicios a través del cual la gente se ponía en contacto conmigo. Hace cinco años que me retiré y gano un dinero extra cuidando del chalet para tu abuelo. Tengo más de lo que necesito para vivir. Mi vida es tranquila y hago lo que me apetece. Como, por ejemplo, invitarte a cenar.

—¿Se siente sola?

—No sería capaz de responderte a eso. Estar sola no es tan malo —dijo ella, y luego le sonrió—: Aunque imagino que tú tendrás todo tipo de amigos en el lago.

—No ha resultado ser así…

Tom le explicó por encima sus problemas con Sarah Spence y con los Redwing. Le habló de Buzz Laing, de Roddy Deepdale y de Kate Redwing, y luego del disparo que había entrado por la ventana.

—Después de que dos coches de la policía se hayan presentado en el chalet, mi reputación es incluso peor que antes, de modo que debo pasar solo la mayor parte del tiempo. —Tom dudó unos segundos, antes de proseguir—. El jefe de policía, Jim Truehart, me dijo que le pidiera a usted que se quedara en el chalet, como medida de protección. Por si quien había disparado fuese alguien que pretendiera vengarse de mi abuelo por algún motivo.

—¿Y has permanecido callado durante estas dos semanas?

—Bueno, no ha ocurrido nada más, y yo he estado bastante ocupado.

—¿Deseas que pase allí las noches?

Tom le dijo que no, que no era necesario, convencido de que ella lo vería como una obligación más que le debía a su abuelo.

—Bueno, de todos modos yo pensaba en volver allí dentro de un par de días. Avísame si empiezas a sentirte intranquilo por quedarte allí a solas.

—Lo haré.

La tirantez inicial los había abandonado y empezaron a charlar con el estilo libre y lleno de anécdotas de la gente que empieza a conocerse y a apreciarse. Ella quería saber cosas de Brooks-Lowood, de los libros y películas que a él le gustaban, y él le preguntó cosas sobre los caballos y sobre Eagle Lake. Al cabo de poco rato, a Tom le pareció que se conocían desde hacía mucho tiempo.

—No tiene por qué contestar a mi pregunta, por supuesto, pero ha dicho usted que no era el tipo de mi abuelo, y desde entonces he intentado hacerme una idea de cuál era su tipo.

—Supongo que es un tema del que estoy autorizada a hablar —dijo Barbara Deane—. Al fin y al cabo, estamos refiriéndonos a algo que se perdió en el tiempo. Diría que a él le gustaban las mujeres muy aniñadas, sumisas. Magda, la pobre, era de ésas. Yo sólo conocí a otra mujer con la que Glen se viese. Una pobre elección, pienso; una chica que trabajaba de ayudante de enfermera. Así es cómo se conocieron, ya que entonces Glen pasaba mucho tiempo en el hospital para que funcionara como él quería. Ella era una muchachita muy atractiva, aunque en el fondo muy dura. Procedía de un ambiente muy sórdido, aunque era capaz de hacerte creer que era la inocencia en persona.

Acordándose del juicio de su madre sobre Nancy Vetiver, Tom preguntó:

—¿Está usted segura de ello? Me refiero a si era muy dura…

—Estoy convencida de que era muy calculadora, si es eso a lo que te refieres. Ella y Glen conseguían todo cuanto querían o necesitaban, el uno del otro, y supongo que finalmente se convirtieron en algo parecido a unos amigos. Al final, imagino que él llegó a la conclusión de que debía respetarla. Carmen Bishop, así se llamaba, tendría unos diecisiete o dieciocho años cuando empezó en el hospital.

A Tom, el nombre no le resultó familiar.

—Me parece que oí decir que había logrado que tu abuelo ayudara a su hermano. Probablemente ella cuidaba de Glen, pero no hay duda de que también lo utilizaba.

—Diecisiete o dieciocho…

—Puede que fuera algo mayor. En todo caso, supongo que encajaba con él. Lo curioso es que no creo que Glen hiciera nunca nada más que sacarla a cenar unas cuantas veces, para que le vieran con ella. Eso es lo que siempre hizo conmigo, y lo que provocó que la gente pensara… Ya sabes. Creo que para Glen era muy importante que lo viesen junto con jovencitas atractivas, pero no creo que fuera más lejos de ahí. Ni siquiera con Carmen.

Barbara Deane le sirvió un trozo de tarta de manzana, que ella misma había hecho, y luego envolvió el resto para que él se la llevara a casa.

Eran ya más de las diez cuando lo dejó ante el chalet, con la advertencia de que la telefoneara si quería que empezara a quedarse por las noches.

—Sé que cualquier día me encontraré con Tim Truehart en la calle y no quiero que me reproche no haber cuidado mejor de ti —dijo ella.

—¡Oh, lo ha hecho usted muy bien! —dijo Tom, y el coche se alejó con la mujer.

Al día siguiente, Tom escribió otra extensa carta a Lamont von Heilitz, y subió la cuesta para entregársela a Joe Truehart. Cuando el cartero se presentó, Tom salió de entre los árboles y se la entregó.

—He oído decir que piensas que mi madre está metida en el negocio de compraventa de objetos robados —le dijo Truehart.

—Y yo que lo lleva muy bien —contestó Tom.

Truehart soltó una risotada y, dando media vuelta, se alejó con la furgoneta.

Entonces Tom se dio cuenta de que nunca abría el buzón de su abuelo. Si Joe Truehart tuviese algo para él, se lo habría entregado cuando él le dio el grueso sobre para Von Heilitz. Ni siquiera sabía qué caja de aluminio pertenecía a su abuelo, y tuvo que examinarlas una a una leyendo los nombres. Finalmente llegó ante el buzón que poma Upshaw. Tiró del pestillo y lo abrió. Estaba lleno de hojas de papel blanco. Dentro del buzón había docenas de mensajes. Los recogió, y desplegó la hoja de encima.

Escrito con tinta negra y letras grandes y fluidas, que virtualmente gritaban de frustración. Tom leyó: «¿ES QUE NUNCA MIRAS EN TU BUZÓN?» Debajo de la frase habían garabateado la palabra Viernes y, abajo de todo, aparecía el nombre de Sarah, escrito con tal apresuramiento o irritación, que entre la enorme S y la casi minúscula h había sólo una línea recta.

Tom leyó toda la pila de notas de regreso al chalet. Luego volvió a releerlas. Se sentía casi mareado de tanta alegría.

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