Misha

Misha


Capítulo 34

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El aeropuerto de Barajas estaba a reventar a finales de agosto. Serguei y Yuri se encaminaban con rapidez hacia la puerta de embarque de Iberia, seguidos por Misha, cuando un gruñido de este a sus espaldas les hizo mirarle, preocupados.

–No contesta, ¿eh? –dijo Serguei, frunciendo el ceño.

–¡Joder! –gruñó Misha, mirando la pantalla del móvil.

–¿Qué pasa? –preguntó Yuri.

–¡Joder, joder, joder! –Misha se guardó con rabia el móvil en el bolsillo de la americana y sacó su billete.

–Cris no le coge el teléfono –dijo Serguei–. Las españolas tienen mal genio, Yuri.

–¡Esto no me lo va a perdonar! –Misha sacudió la cabeza–. ¡Esto no! ¡Y ahora, menos!

–¿Ahora? –preguntó Yuri–. ¿Qué pasa ahora?

–¿No lo sabes? –Serguei se acercó a la preciosa azafata, entregándole el billete acompañado de una perfecta sonrisa–. ¡Nuestro Misha va a ser padre!

–¡Cristina está embarazada! –exclamó Yuri, levantando las cejas–. ¡Claro, por eso se quedaba dormida en el sofá de la oficina!... ¡Oh, no, esto no te lo perdona, Misha, dalo por hecho, mi padre se fue a una misión cuando mi madre estaba embarazada de siete meses y no consiguió volver a tocarla hasta que cumplimos un año, siempre dice que aquello fue peor que un destierro!

–¡Bien, Yuri, bien! –exclamó Serguei, dándole una palmadita en la espalda–. ¡Tú anímale!

Su avión tomó tierra en el aeropuerto de Domodédovo de Moscú a última hora de la tarde. Un coche con los cristales tintados les esperaba a las puertas de llegada. Tan pronto se subieron a él, salió a toda velocidad en dirección a la ciudad. Media hora más tarde, Moscú apareció ante sus ojos. Les recibió rodeada de un manto gris que amenazaba con descargar en cualquier momento un velo de lluvia. A medida que se acercaban, la bruma comenzó a disiparse levemente, haciendo visible el Complejo Edelweiss.

En el rostro de Misha se dibujó una tierna sonrisa. Había dedicado mucho tiempo a recorrer la ciudad en busca del lugar perfecto para vivir y había visitado muchos de los cientos de lujosos edificios que la habían invadido y aunque aquel, en principio, era uno más entre ellos…: cuarenta y tres pisos, trescientos treinta y siete apartamentos, parque acuático, bar, restaurante, supermercado, salón de belleza, sala de fitness… Tenía algo que lo hacía diferente al resto…: las torres rematadas en cúpulas que adornaban sus tejados, haciéndole parecer un auténtico castillo… ¡Aquello había sido premonitorio!

–¡Señor Angelowsky! ¡Bienvenido!

El conserje, enfundado en su flamante librea, y con sus brillantes chorreras brillando más que nunca, le abrió ceremoniosamente la puerta del coche y le recibió con una gran sonrisa.

–¡Hola, Anton!

–¡Cuánto tiempo sin verle, señor! ¿Ha tenido un buen viaje?

–Sí, gracias –contestó Misha con una sonrisa–. Espero invitados esta noche. ¿Podría ocuparse de pedir al restaurante que nos lleven algo de cenar, por favor?

–Por supuesto, señor, por supuesto –dijo, siguiéndole por el impresionante vestíbulo–. Señor…

–¿Sí, Anton?

–Verá, señor, yo…

–Serguei, id subiendo, ahora voy –dijo Misha, lanzándole las llaves–. ¿Qué ocurre, Anton? ¿Su esposa está peor?

–¡Oh, no, señor, no, está estupendamente, se está recuperando muy bien! ¡Le estamos muy agradecidos por su ayuda, señor, si no hubiese sido por usted, ella…! –Los ojos se le llenaron de lágrimas–. Verá…

se trata de la señorita Anastasia.

–¿No estará arriba?

–¡Oh, no, señor, no, no la dejé subir, por supuesto! Pero ella quería hacerlo, señor, me dijo que usted le había dado permiso y, bueno, armó un auténtico escándalo, señor, tuve que llamar a la policía y todo.

Ella… ha perdido el rumbo, señor, está completamente fuera de sí y… bueno… cuando se entere de que usted ha vuelto a la ciudad…

–Entiendo. Bien, no se preocupe por nada. Si aparece por aquí, avíseme, yo me haré cargo.

Misha entró en su impresionante apartamento de trescientos metros cuadrados con vistas a toda la ciudad, y fue directo a su habitación. Se quitó la chaqueta y la corbata y miró su gran cama. Sobre la almohada, la pequeña cajita, primorosamente adornada con un precioso lazo y esperando por su destinataria. Levantó la tapa y miró la pulsera, acariciándola suavemente con los dedos, observando cómo brillaba.

Unos golpecitos en la puerta le hicieron girar la cabeza, y allí, apoyado en el quicio, estaba Nikolay.

Con su metro noventa de estatura, enfundado en un traje de ejecutivo agresivo, el pelo muy corto y repleto de canas que le daban un aire tremendamente interesante, su eterna sonrisa en los labios que achicaba sus increíbles ojos grises y cuya mirada hacía derretirse a las mujeres en cuanto se posaba sobre ellas, y los brazos cruzados sobre el pecho, mirándole atentamente.

–Bueno, bueno, bueno… ¡Así que te nos has enamorado!

–No soy el único, Kolia –dijo Misha acercándose.

–¿No lo dirás por mí, eh? –preguntó asustado–. ¡Yo aún no he caído!

–Caerás, caerás.

Misha le tendió la mano, mano que Nikolay apretó con fuerza, tirando de ella y dándole un fuerte abrazo.

–Aquello de “el negocio más importante de mi vida” iba en serio, Misha.

–Y tanto.

–Bueno, ¿qué, era esa la que querías, no? –preguntó, mirando la caja.

–Sí, era esa, gracias.

–Siento que no puedas dársela.

–Ya llegará el momento. Vamos.

A Petrov los años le habían regalado un envoltorio de materia grasa que le hacía parecer aún más grande de lo que era. Su cabeza, rapada al cero, estaba compensada por el abundante vello que cubría su cara en forma de pobladas cejas y espesa barba. Llegó, tan serio como siempre, y sus ojos, negros como el carbón, seguían siendo dos ventanas a otro mundo.

Dimitri y Vladimir llegaron juntos un rato después. Dimitri con su eterna cazadora de piel marrón, el casco colgando del brazo y su sempiterna perilla. Vladimir, con el pelo trigueño y más largo, ojos azules, nuez prominente, labios finos y sobre ellos su eterno bigote, apareció con un brillo diferente en la mirada, y moviéndose con una ligereza que Petrov envidió al momento, en aquel cuerpo no había ni un gramo de grasa.

–¿Nadia sigue viva, Kolia? –preguntó Misha, encendiendo un cigarrillo, cuando se sentaron en los sofás del salón, en torno a la mesa de cristal.

–No lo sabemos. Nadie la ha visto en los últimos tres días.

–¿Dónde lo haremos? –preguntó Petrov–. ¿Aquí, en Moscú?

–No –contestó Nikolay cogiendo su carpeta y sacando de ella la fotografía–. Se ha ido al lago Telétskoye.

Esta es la casa. Está en la orilla sur. No podría desentonar más con el entorno, la verdad. ¡No sé cómo se la dejaron construir ahí, ese espacio está protegido!

–¡Pues con dinero, Kolia! –dijo Dimitri–. ¿Cómo si no?

–Tiene dos plantas y un sótano. Dos entradas, la principal y otra en la cocina que da a un jardín trasero, donde está el yachuchi.

–¿Accesos? –preguntó Misha.

–El único acceso es por agua. Hay un pequeño embarcadero en el que tiene una lancha y una zodiac.

–¿Medidas de seguridad?

–Las únicas están en el embarcadero, sensores de movimiento y una cámara de vigilancia.

–¿Nada más? –preguntó Vladimir.

–Es el único acceso, Vladimir, por el resto sólo le pueden entrar alces.

–¿Empleados? –siguió Misha.

–Sólo uno, una mujer. Va dos veces por semana, pero esta semana se la ha dado libre, no quiere tener testigos.

–¿Cuántas personas hay en la casa?

–Le acompaña “el payaso” y…

–¡Pero ese tío no había muerto! –exclamó Petrov–. Creí que se lo había cargado de una paliza.

–Le mandó al hospital, sí –dijo Nikolay–. Pero volvió con él como el perrito faldero que es. ¡Ese por una raya hace cualquier cosa! La reunión es pasado mañana, ya lo tiene todo organizado. Serán nueve con él, y…

–¡¿Nueve?! –exclamó Vladimir–. ¡¿Solo nueve?! ¡Joder, Misha! ¿Y para esto nos has llamado?

¡Podrías hacerlo tú solo, tío!

–¿Tienes algo mejor que hacer, Vladimir? –le preguntó Misha con una pequeña sonrisa–. Kolia, ¿has confirmado que es la banda de Fiodor?

–¿Fiodor? –exclamó Petrov, saltando del sofá y lanzándose a por una copa–. ¡No me digas que va a estar el cabrón de Fiodor ahí dentro! ¿Ahora hace negocios con ese hijo puta? ¡Joder, con las ganas que le tengo a ese animal!

–Pues sí, Fiodor, el mismo que viste y calza –dijo Nikolay, sacando más fotografías de su carpeta y poniéndolas ceremoniosamente ante ellos–. Fiodor Popov, más conocido en San Petersburgo como Cabeza de jabalí… Su segundo: el negro, más conocido como la Masa, cosa que no me extraña porque se pasaba el día dándole a las pesas en la cárcel… El Calvo, que ha vuelto con él después de sus vacaciones, también por cuenta del estado… Ígor, el mismo cabrón de siempre… Y Kirill, este está completamente enganchado al crack, así que ojo con él, es imprevisible.

–¿Y los dos que faltan? –preguntó Serguei.

–Son dos nuevas incorporaciones, no he conseguido fotos, pero no tienen pérdida, son albinos.

–¿Los dos? –preguntó Serguei.

–Los dos.

Misha se acercó a los grandes ventanales y observó en silencio la ciudad, envuelta en la oscuridad de la noche, recordando otra madrugada, aquella en la que tuvo que reconocer el cadáver de su hermano sobre una camilla del depósito. A su mente regresó el grito desgarrador que salió por la boca de su madre cuando acarició sus manos y se las llevó a la cara, el mismo que daría ahora si supiera lo que su hija, su pequeña, estaba soportando. Las lágrimas inundaron sus ojos, con el único testigo de las luces que alumbraban fuera, los sonidos de una sirena policial que recorría las solitarias calles, y el gruñido de Serguei a su espalda.

–¡Joder, joder! –dijo, tirando el teléfono en el sofá, y dirigiéndose con rabia hacia las bebidas.

–¿Qué pasa?

–Paula sigue sin cogerme el teléfono.

–Ya.

–¡Esto no puede ser, tengo que hablar con ella!

–Ya le has pedido perdón… ya le has enviado flores… ya te has presentado en su casa… en su trabajo…

la llamas veinte veces al día… has chantajeado a Cristina para que te ayude… ¿Qué será lo siguiente, Serguei?

Serguei no contestó, suspiró profundamente y preparó dos copas. Se acercó a la ventana y le tendió una.

–¿Y a ti qué te pasa, Mijaíl?

–Cristina tampoco me coge el teléfono. Está enfadada, Serguei, muy enfadada, y yo… no puedo dormir sin escuchar su voz.

–Todo lo contrario de lo que te ocurría con Anastasia –dijo, arrancándole una sonrisa–. Si Anastasia te viera ahora, Misha, no te reconocería… ¿Por qué nos gustarán estas mujeres, porque son diferentes a las de nuestra tierra, será por eso?

–Yo… la quiero porque su alma blanca complementa a mi alma negra.

–No te mortifiques, Misha, lo que hicimos lo hicimos por necesidad, y ante la necesidad todo está permitido ¿Recuerdas lo que decía mi abuela?

–“Ante un estómago que ruge, las cosas no son tuyas, son nuestras” –contestó con una sonrisa tierna–.

Volvería a hacerlo mil veces, Serguei, con tal de salir de la miseria.

–Pues entonces no seas tan duro contigo mismo, y disfruta de lo que tienes.

–No tengo nada, si no la tengo a ella –dijo, terminándose de golpe la copa y encendiendo un cigarrillo–.

¿Recuerdas cuando llegamos aquí, Serguei? ¿Qué fue lo primero que aprendimos?

–Que Moscú no cree en las lágrimas.

–Aprendimos que en esta ciudad el éxito sólo lo consiguen los fuertes, los que no se desmoronan ante el fracaso. Y luchamos con uñas, con dientes, y con todo lo que estaba a nuestro alcance para salir adelante, para ganar dinero… Tener dinero es importante, Serguei, nadie mejor que tú y yo lo sabemos, pero…

para algunas personas el dinero no vale nada, sólo da… dolores de cabeza –Sacudió la cabeza con una sonrisa–. ¡Oh, Señor, no te imaginas cómo la atormenta ese dinero, Serguei! ¡No te digo más que sueña con los inspectores de Hacienda! Dice que les ve en sueños, y que uno tiene un lugar en la barbilla que la persigue, que le dice cosas terribles y que quiere acabar con ella. Un día… la encontré navegando por internet, buscando páginas de ayuda humanitaria para donarlo.

–¡No me jodas!

–¡Como lo oyes, para donarlo, dijo que necesitaba volver a dormir tranquila! –Misha se frotó la barbilla, sin dejar de reír.

–¡No la dejarías hacerlo!

–Por supuesto que no.

–Bueno, no te voy a preguntar cómo la convenciste.

– Pues te equivocas, no recurrí al sexo –dijo, regalándole una gran sonrisa–. Hay cosas, Serguei, que no se pueden conseguir por la fuerza, ni por la del cuerpo, ni por la del deseo, sino… por la del corazón.

Sabía que ninguna de mis palabras conseguiría convencerla, así que no me quedó más remedio que apelar… a su instinto maternal.

–¡Joder, joder, joder! –exclamó Serguei entre risas–. Eso me recuerda…

–A tu abuela, lo sé ¡No sabes qué agradecido le estoy a tu abuela! Sus palabras llegaron a mi mente de repente, y lo vi claro como el agua… “Hay que buscar el flanco más débil para poder atravesar las líneas enemigas y colarse en las trincheras”… ¡Tu abuela habría sido una general de primera, Serguei!

–Me habría gustado ver la cara de Cris cuando tuvo que claudicar –dijo con una sonrisa traviesa.

–Ella no claudica, Serguei, ella comprende, ella acepta. Cristina es una mujer reflexiva, reflexiva e inteligente.

–Pues a mí siempre me ha parecido impulsiva.

–Lo es –dijo con un profundo suspiro–. Pero como es inteligente, sabe que la impulsividad no es buena consejera, así que, tras ese primer momento de dejarse llevar por los sentimientos, la reflexión toma el mando de su mente y de su cuerpo… Cuando le muestro una realidad que ella no ve, me mira curiosa, frunce el ceño y tuerce la cabeza. La información entra por sus oídos, da una cuantas vueltas en su mente buscando dónde asentarse y, cuando encuentra el lugar adecuado, sus ojos se abren asombrados y de su boca sale una exclamación de asombro, respira profundamente y me regala una gran sonrisa mientras me dice… “Gracias, Misha, no lo había visto de esa manera”.

–¡Bueno, pues esto es amor y lo demás son cuentos! –exclamó entre risas, encaminándose hacia la puerta.

–¿Y tú qué? –dijo Misha–. ¿Qué piensas hacer?

–¡Oh, deja de atormentarme, Misha! ¡Ya tengo bastante con Cris! Y duerme un poco, mañana nos espera un día muy largo.

La puerta se cerró. Misha volvió la vista a la ciudad.

–Pues yo no tengo bastante de ella… nunca tengo suficiente…

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