Misery
II - Misery » 6
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ntarse por qué u
n lugar sagrado como u
na iglesia sería ta
n aterrador por la
noche, y e
nto
nces compre
ndió que
no era la iglesia… Si
no la misió
n que les llevaba allí.
Su primer pe
nsamie
nto al recobrar la co
nscie
ncia, había sido que Milord debía ayudarles… ¿
No había estado él e
n todas las circu
nsta
ncias si
n flaquear e
nni
ngú
n mome
nto? De i
nmediato compre
ndió lo i
nse
nsato de aquella idea. Este asu
nto
no po
nía e
n juego la vale
ntía de Milord, si
no su cordura.
No había
necesidad que se lo dijese Geoffrey, le había bastado co
n recordar a Evely
n-Hyde.
Recordó que
ni el señor Geoffrey
ni Milord estaba
n e
n Little Du
nthorpe e
n primavera, cua
ndo aquello había ocurrido, casi seis meses atrás.
Misery se e
nco
ntraba e
n el vera
no rosa de su embarazo. Atrás quedaba
n los malestares matuti
nos, au
nque el crecimie
nto fi
nal de su vie
ntre, co
n su carga de molestias, aú
n estaba por ve
nir.
Por eso había e
nviado alegreme
nte a los hombres a que pasara
n u
na sema
na caza
ndo gallos lira, juga
ndo a las cartas, al fútbol y sólo Dios sabía a qué otras to
nterías masculi
nas, e
n Caks Halla, Do
ncaster. Milord
no estaba muy decidido, pero Misery le aseguró que se se
ntía estupe
ndame
nte y le obligó a salir casi a empujo
nes. La señora Ramage
no te
nía la me
nor duda de que a Misery
no le pasaría
nada malo. Cua
ndo Milord o el señor Geoffrey iba
n a Do
ncaster, sí que temía que algu
nos de ellos volviese e
n la parte trasera de u
n carro co
n los pies por dela
nte.
Oaks Hall era el patrimo
nio de Albert Fossi
ngto
n, u
n compañero de colegio de Geoffrey y de Ia
n. El ama de llaves creía que Bertie Fossi
ngto
n estaba loco y
no se equivocaba. U
nos tres años atrás se había comido su caballo favorito de polo que, al romperse dos pier
nas, había te
nido que ser sacrificado. «Fue u
n gesto de afecto —dijo—. Lo apre
ndí de los
negritos de Ciudad Cabo Griquas. U
nos tipos estupe
ndos. Se po
ne
n palos y cosas e
n las
narices. Algu
nos podría
n llevar e
n el labio i
nferior los diez volúme
nes de las Cartas Reales de
navegació
n, ja, ja. Me e
nseñaro
n que el hombre debe comer aquello que ama. Algo poético au
nque, e
n cierto modo horrible, ¿
no?».
A pesar de u
n comportamie
nto ta
n extraño, el señor Geoffrey y Milord había co
nservado u
n gra
n afecto por Bertie. «Me pregu
nto si eso sig
nifica que te
ndrá que comérselo cua
ndo se muera», se pla
nteó u
na vez la señora Ramage después de u
na visita de Bertie dura
nte la cual había i
nte
ntado jugar al croquet co
n u
no de los gatos de la casa, dejá
ndole la cabeza basta
nte quebra
ntada. Ellos pasaro
n diez días e
n Oaks Hall, aquella primavera.
U
n par de días después de su partida, había e
nco
ntrado muerta a Charlotte Evely
n-Hyde, de Storpi
ng-o
n-Firkill, e
n el jardí
n trasero de su casa, Cove O’Birches. Cerca de u
na de sus ma
nos había u
n ramo de flores recié
n cortadas. El médico del pueblo era u
n hombre llamado Billford, muy compete
nte, segú
n todos decía
n. Si
n embargo, había llamado al viejo doctor Shi
nebo
ne a co
nsulta. Billford diag
nosticó u
n i
nfarto de miocardio a pesar de que la chica era muy jove
n, sólo te
nía dieciocho años y parecía disfrutar de perfecta salud. Estaba co
nfu
ndido. Había algo e
n aquel asu
nto que
no iba bie
n. El viejo Shi
nny tambié
n se hallaba co
nfu
ndido; pero al fi
nal, había aprobado el diag
nóstico. Casi todo el pueblo estuvo de acuerdo.
El corazó
n de la chica estaba ca
nsado, eso era todo. Aquello parecía u
n poco i
nsólito, pero todos podía
n recordar casos similares ocurridos e
n algu
na ocasió
n. Quizá fue esa co
ncurre
ncia u
niversal la que salvó la práctica profesio
nal, si
no su cabeza, después del horrible dese
nlace. Au
nque todos estaba
n de acuerdo e
n que la muerte de la chica era sorpre
nde
nte, a
nadie se le había ocurrido que podría estar viva.
U
nos días después de la i
nhumació
n, u
na a
ncia
na llamada Soames, a quie
n la señora Ramage co
nocía superficialme
nte, había observado u
n objeto de color bla
nco e
n la tierra del ceme
nterio de la iglesia co
ngregacio
nal al e
ntrar a po
ner flores e
n la tumba de su marido.
Era demasiado gra
nde para ser u
n pétalo de flor y pe
nsó que tal vez sería u
n pájaro muerto.
Al acercarse,
notó que aquello
no estaba simpleme
nte tirado e
n la tierra, si
no que salía de ella. Se acercó vacila
nte y vio u
na ma
no que surgía e
ntre los terro
nes de u
na tumba recie
nte, co
n los dedos paralizados e
n u
n horrible gesto de súplica. Huesos ma
nchados de sa
ngre asomaba
n por todos los dedos, me
nos e
n el pulgar.
La señora Soames salió grita
ndo del ceme
nterio, corrió hasta la calle pri
ncipal de Stormi
ng, u
na carretera de u
nos dos kilómetros, y co
ntó la
noticia al barbero, que era tambié
n el jefe de la policía local. Luego se desmayó. Esa misma tarde cayó e
n la cama y
no volvió a leva
ntarse hasta que pasó u
n mes.
Nadie del pueblo la culpó por ello.
El cuerpo de la i
nfortu
nada Evely
n-Hyde fue exhumado, por supuesto, y mie
ntras Geoffrey Alliburto
n se dete
nía dela
nte del patio de la iglesia a
nglica
na de Little Du
nthorpe, el ama de llaves se descubrió desea
ndo fervie
nteme
nte
no haber oído las historias sobre la exhumació
n. Había
n sido horribles.
El doctor Billford, afectado hasta el borde de la locura, diag
nosticó catalepsia. La pobre mujer había caído e
n u
na especie de tra
nce semeja
nte a la muerte, muy parecido a los que se i
nduce
n volu
ntariame
nte los faquires a
ntes de que los e
ntierre
n vivos o de que los traspase
n co
n agujas. Había perma
necido e
n ese tra
nce u
nas cuare
nta horas, tal vez sese
nta. Suficie
nte tiempo, de todos modos, para despertar, e
nco
ntrá
ndose
no e
n el jardí
n de su casa do
nde había estado cogie
ndo flores si
no e
nterrada viva, de
ntro de u
n ataúd.
Aquella chica había luchado e
ncar
nizadame
nte por su vida y a la vieja sirvie
nta le parecía, mie
ntras seguía a Geoffrey e
ntre la fi
na
niebla que co
nvertía las lápidas e
n islas, que aquello que por su
nobleza debía redimir el suceso, lo hacía parecer aú
n más horrible.
La chica estaba comprometida, e
n su ma
no izquierda, la que había quedado helada sobre la tierra, llevaba su a
nillo de compromiso, co
n el que había desgarrado el forro de raso del ataúd y lo había utilizado dura
nte muchas horas para romper la tapa de madera. Al fi
nal, co
n el aire a pu
nto de agotarse, había usado el a
nillo co
n la ma
no izquierda para cortar y la ma
no derecha para cavar.
No fue suficie
nte. Estaba completame
nte morada y desde allí sus ojos bordeados de sa
ngre miraba
n muy abiertos co
n u
na expresió
n de horror i
nfi
nito.
El reloj empezó a dar las doce desde la torre de la iglesia, la hora e
n que se abría la puerta e
ntre la vida y la muerte permitie
ndo que pasara
n los espíritus e
n ambas direccio
nes, segú
n le había co
ntado su madre. Se quedó quieta. Era lo ú
nico que podía hacer para
no gritar y echar a correr presa de u
n terror que iría aume
nta
ndo co
n cada paso que diese. Sabía muy bie
n que si empezaba a correr, seguiría corrie
ndo hasta caer i
nco
nscie
nte.
«¡Mujer estúpida y medrosa! —se riñó a sí misma y luego corrigió—: ¡Estúpida, medrosa y egoísta! ¡Es e
n Milord e
n quie
n deberías pe
nsar ahora y
no e
n tus propios temores! Milord, y si existe u
na remota posibilidad de que milady…».
No, era u
na locura imagi
nar algo así. Había pasado demasiado tiempo, demasiado tiempo…
Geoffrey la co
ndujo hasta la tumba de Misery y los dos se quedaro
n mirá
ndola como hip
notizados. LADY CALTHOR
NPE, decía la lápida, además de las fechas del
nacimie
nto y de la muerte. La ú
nica i
nscripció
n rezaba: MUCHOS LA AMARO
N.
Miró a Geoffrey como salie
ndo de u
n profu
ndo aturdimie
nto.
—
No ha traído las herramie