Misery

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II - Misery » 8

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A la mañana siguiente, Paul estaba sentado en la cama apoyado en almohadas tomando una taza de café y observando las marcas de la puerta con el ojo culpable de un asesino que acaba de ver una prenda manchada de sangre que olvidó eliminar. De repente, Annie entró corriendo en la habitación con los ojos desorbitados. En una mano llevaba un trapo. En la otra, ¡increíble!, un par de esposas.

—¿Qué…?

Fue lo único que tuvo tiempo de decir. Annie le cogió con una fuerza colosal y lo levantó hasta ponerlo erguido. El dolor más agudo que había sufrido en muchos días rugió en sus piernas y le hizo gritar. La taza de café voló de sus manos y se estrelló en el suelo. «Aquí siempre se están rompiendo cosas —pensó, y luego—: Habrá visto las marcas, por supuesto. Tal vez hace tiempo». Era la única explicación que podía encontrar a aquel comportamiento extraño. Sin duda había visto las marcas y éste era el comienzo de un nuevo y espectacular castigo.

—Cállese, estúpido —susurró.

Sintió las manos atadas a la espalda. Oyó cerrarse las esposas y a continuación un coche que se aproximaba por el camino de la casa.

Abrió la boca con la intención de hablar o de gritar; pero ella le metió el trapo antes de que pudiese proferir sonido alguno. Tenía un gusto horrible, tal vez a Pledge, a Endust o algo así.

—No haga el más mínimo ruido —le dijo inclinándose hacia él, cogiendo la cabeza entre sus manos y haciéndole cosquillas en la cara con el cabello—. Se lo advierto, Paul. Si ése es quien creo, se trata de un viejo. Si oye algo, o si yo oigo algo y creo que él lo ha oído, lo mataré; luego le mataré a usted y después me suicidaré.

Se levantó. Los ojos salían de sus órbitas. Tenía sudor en la cara y yema de huevo reseca en los labios. Parecía muy capaz de cometer un asesinato.

—Recuérdelo, Paul.

Asintió con la cabeza, pero ella no lo vio. Un Chevy Bel Air viejo, pero bien conservado, se detuvo detrás del Cherokee. Paul oyó que una puerta se abría en alguna parte de la sala y que luego se cerraba de golpe. Tuvo la corazonada de que pertenecía al armario donde Annie guardaba su ropa de abrigo para salir.

El hombre que descendía del coche era viejo y estaba tan bien conservado como su vehículo, un personaje típico de Colorado. Aparentaba unos sesenta y cinco años, aunque podía tener ochenta y ser el miembro más antiguo de una sociedad de abogados o el patriarca semijubilado de una empresa constructora. No obstante, lo más probable era que se tratase de un ranchero o corredor de fincas. Quizá era uno de esos republicanos tan incapaces de poner una pegatina en su coche como de calzar unos zapatos italianos dorados. También podía ser una especie de funcionario municipal y estar allí por algún asunto del Ayuntamiento, porque sólo por asuntos del Ayuntamiento podían encontrarse un hombre como ése y una mujer aislada como Annie Wilkes.

Paul la vio bajar a toda prisa por el camino con la intención, no de encontrarse con él, sino de interceptarlo. Algo muy similar a su primera fantasía se había hecho realidad. No se trataba de un policía, pero sí de alguien con autoridad. En efecto, la Autoridad había llegado, y esta irrupción no podía hacer otra cosa que acortar su propia vida.

«¿Por qué no lo invitas a entrar, Annie? —pensó, tratando de no ahogarse con el trapo polvoriento—. ¿Por qué no le dejas que contemple tu pájaro africano?».

Ella no invitaría a entrar al señor Empresario de las Rocosas, como no llevaría a Paul Sheldon al aeropuerto Stapleton International para devolverlo a Nueva York con un billete de primera clase.

Antes de que llegara, Annie ya estaba hablando. El aliento salía a borbotones de su boca creando formas semejantes a las que aparecen en las viñetas de los cómics, pero sin texto dentro. El hombre extendió una mano elegantemente cubierta con un guante negro de piel. Ella la miró un instante con desprecio y empezó a agitar un dedo ante su cara. Acabó de ponerse el anorak y dejó de agitar el dedo el tiempo suficiente para cerrar la cremallera.

El visitante sacó un papel del bolsillo de su chaqueta y lo extendió casi excusándose. Aunque Paul no tenía manera de saber qué era, estaba seguro de que Annie le adjudicaría un adjetivo. Tal vez jonino, tal vez…

Le señaló el camino mientras hablaban. Salieron de su campo de visión. Podía apreciar sus sombras en la nieve como siluetas de papel, pero eso era todo. Comprendió vagamente que ella lo hacía adrede. Si él no podía verlos, no cabría la posibilidad de que el señor Rancho Grande pudiese mirar hacia la ventana de la habitación de huéspedes y lo descubriese.

Las sombras permanecieron en la nieve del camino de Annie Wilkes unos cinco minutos. En cierto momento, Paul escuchó la voz de Annie en un grito furioso e intimidatorio. Fueron unos cinco minutos larguísimos para él. Le dolían los hombros. Descubrió que no podía moverse para aliviar el dolor. Además de esposarle, ella le había atado las manos a la cabecera de la cama.

Pero lo peor era el trapo en la boca. El olor de limpiamuebles era insoportable y sentía unas náuseas cada vez más intensas. Se concentró con todas sus fuerzas tratando de controlarlas. No quería ahogarse en su propio vómito mientras Annie discutía con un viejo funcionario municipal que se cortaba el cabello todas las semanas y que probablemente llevaba chanclos sobre sus negros zapatos Oxford durante todo el invierno.

Cuando volvió a verlos, tenía la frente cubierta de sudor. Era Annie quien ahora sostenía el papel. Iba detrás del hombre agitándolo en su espalda. Él señor Rancho Grande no se volvió a mirarla. Su cara seguía cuidadosamente inexpresiva. Sólo sus labios, tan apretados que casi desaparecían, transmitían alguna emoción interior, ira o tal vez disgusto.

«Cree que está loca —pensó Paul—. Usted y todos sus compinches, que probablemente controlan todo el estadio de tercera que es esta ciudad, tal vez jugaron una partida para ver a quién le tocaba esta mierda. A nadie le gusta llevar malas noticias a los locos. Pero señor Rancho Grande, si supiera lo loca que está, no creo que se atreviera a darle la espalda como lo hace».

Se metió en el Bel Air. Cerró la portezuela. Ella estaba de pie al lado del coche agitando su dedo frente a la ventana cerrada y otra vez podía escuchar levemente su voz.

—¡Se cree muy, muy listo!

El Bel Air empezó a dar marcha atrás lentamente por el camino. Annie mostraba los dientes y el señor Rancho Grande evitaba mirarla.

—¡Se cree muy importante! —exclamó aún más fuerte.

De pronto dio un puntapié al parachoques delantero del coche y saltaron pegotes de nieve incrustados en las ruedas. El viejo, que había estado mirando atrás para dirigir el coche por el camino, volvió a mirar hacia adelante, sorprendido de la neutralidad que había logrado mantener durante la visita.

—¡Pues le voy a decir una cosa, maldito pajarraco! ¡Los perros cagan encima de los señores importantes! ¿Qué le parece eso?

Le pareciera lo que le pareciera, el señor Rancho Grande no estaba dispuesto a proporcionarle la satisfacción de verlo. La expresión neutral volvió a caer sobre su rostro como la visera de una armadura. Salió del campo visual de Paul.

Ella se quedó allí un momento, con las manos en las caderas, y luego volvió a entrar en la casa con paso airado. Paul oyó cómo abría la puerta y luego la cerraba con gran estrépito.

«Bueno, se ha ido —pensó. El miedo empezó a florecer en su vientre—. El señor Rancho Grande se ha ido, pero yo estoy aquí. Oh, sí, yo estoy aquí, maldita sea…».

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