Misery

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II - Misery » 9

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En esta ocasión ella no descargó su ira sobre él.

Entró en la habitación con el anorak todavía puesto, pero desabrochando. Empezó a pasear airadamente, sin mirar siquiera a su cautivo. Aún llevaba el papel en la mano y de cuando en cuando lo agitaba ante su nariz como una especie de autocastigo.

—¡Un aumento del diez por ciento en los impuestos, dice! ¡Por atrasos, dice! ¡Derecho de retención! ¡Abogados! ¡Pago trimestral, dice! ¡Vencido! ¡Una mierda! ¡Caca tuti puti!

Él gruñó en el trapo; la mujer no se volvió. Era como si estuviese sola en la habitación. Caminó de arriba abajo, cada vez más acelerada, cortando el aire con su macizo cuerpo. Paul creyó que iba a hacer trizas el papel; pero al parecer, no se atrevía a tanto.

—¡Quinientos seis dólares! —gritó, blandiendo el papel ante la nariz del inválido, y arrancó distraída el trapo que le estaba ahogando y lo tiró al suelo; él inclinó la cabeza a un lado, jadeando; sentía como si tuviese los brazos dislocados—. ¡Quinientos seis dólares con setenta centavos! ¡Ellos saben que no quiero ver a nadie por aquí! ¡Se lo advertí!, ¿no? ¡Y mire! ¡Mire!

Paul tuvo arcadas y soltó un eructo desesperado.

—Si vomita, me parece que tendrá que quedarse ahí. Tengo otros asuntos que atender. Dijo algo de un derecho de retención sobre mi casa. ¿Qué es eso?

—Las esposas —gruñó.

—Sí, sí —repuso, impaciente—. A veces se comporta como un niño.

Sacó la llave del bolsillo de la falda y tiró de él hacia la izquierda, apretándole la nariz contra las sábanas. Gritó, pero ella no hizo caso. Se produjo un ruido hermético y sus manos se vieron otra vez libres. Se sentó jadeando y se dejó caer en las almohadas, tratando de poner las piernas rectas hacia adelante. En sus delgadas muñecas había surcos pálidos que empezaron a llenarse de rojo.

Annie guardó las esposas en el bolsillo con total naturalidad como si los objetos propios de la policía pudiesen encontrarse en las casas más decentes junto a los Kleenex y los ceniceros.

—¿Qué es un derecho de retención? —preguntó otra vez—. ¿Quiere decir que mi casa es suya? ¿Es eso lo que quiere decir?

—No —le respondió—, significa que usted…

Se aclaró la garganta y volvió a sentir el gusto del trapo. El pecho le dio una sacudida al exhalar el aire aspirado. Ella no se dio por enterada; sólo le miraba con impaciencia, esperando a que pudiese hablar. Lo consiguió al cabo de un rato.

—Sólo significa que no puede venderla.

—¿Sólo? ¿Sólo? Usted tiene una idea muy peculiar de lo que quiere decir

sólo. Pero supongo que los problemas de una pobre viuda como yo no son muy importantes para un rico Señor Sabihondo como usted.

—Al contrario, considero sus problemas como si fuesen míos, Annie. Sólo quiero decir que un derecho de retención no es mucho comparado con lo que podrían hacer si se atrasara seriamente en los pagos.

—¡Atrasada! Eso significa morosa, ¿no?

—Sí, morosa, que siempre paga tarde o que no paga.

—¿Quién cree que soy? ¿Un vagabundo irlandés de las chabolas? —Vio el sutil brillo de sus dientes cuando levantó el labio superior—. Yo pago mis deudas. Sólo que, esta vez, simplemente…

«Lo olvidó, ¿no es cierto? —pensó Paul—, como olvida cambiar la maldita página de febrero. Es mucho más grave olvidarse del pago trimestral de los impuestos de la propiedad que de pasar una página del calendario, y está molesta porque es la primera vez que olvida algo tan importante. El hecho es que cada vez está peor, ¿no es cierto, Annie? Un poco peor cada día. Los psicóticos pueden arreglárselas en el mundo, y a veces consiguen quedar impunes después de haberse manchado las manos de mierda como usted bien sabe. Pero hay una línea divisoria entre la psicosis tolerable y la que no lo es. Usted se está acercando a esa línea cada día más… y una parte de usted lo sabe».

—Bueno, no he tenido tiempo de ocuparme de eso —repuso—. Con usted aquí, he estado más ocupada que un empapelador manco.

Se le ocurrió una idea, una idea muy buena con la que podría obtener su confianza.

—Ya lo sé —dijo con serena sinceridad—. Le debo la vida y no he hecho otra cosa que causarle molestias. Tengo unos cuatrocientos dólares en la cartera. Quiero que los utilice para pagar sus atrasos.

—¡Oh, Paul! —exclamó, mirándole confundida y complacida a la vez—. No puedo aceptar su dinero.

—No es mío —dijo esbozando una cálida sonrisa que parecía decir: «Te quiero, nena».

Sin embargo, pensó: «Lo que quiero, Annie, es que practiques uno de tus numeritos de vacío mental cuando yo tenga acceso a uno de tus cuchillos y esté seguro de poder moverme para utilizarlo. Te hallarás friéndote en el infierno diez segundos antes de enterarte de que estás muerta».

—Es suyo —continuó—. Llámelo un depósito, si quiere. —Hizo una pausa y luego corrió un riesgo calculado—. Si cree que ignoro que estaría muerto de no haber sido por usted, es que está loca.

—Paul, no sé…

—Se lo digo en serio. —Permitió que su sonrisa se deshiciese en una expresión de sincero arrepentimiento, o eso esperaba—. Usted hizo algo más que salvar mi vida. Salvó dos vidas porque, sin usted, Misery aún estaría en la tumba.

Ella le miraba con los ojos brillantes, el papel olvidado en su mano.

—Además, me mostró el error de mi camino y me condujo otra vez a la buena senda. Sólo por eso, le debo mucho más que cuatrocientos dólares y si no coge ese dinero, hará que me sienta muy mal.

—Bueno, yo… está bien… Gracias.

—Soy yo quien tendría que darle las gracias. ¿Puedo ver ese papel?

Se lo dio sin ningún reparo. Era una notificación de pago de impuestos atrasados. La revisó rápidamente y se la devolvió.

—¿Tiene dinero en el banco?

Ella desvió la mirada.

—Tengo algo guardado, pero no en el banco. No creo en los bancos.

—Ese papel dice que sólo le pueden poner una retención si no ha pagado después del 25 de marzo. ¿Qué día es hoy?

Miró el calendario y frunció el ceño.

—¡Dios mío, eso está mal!

Arrancó la hoja y el niño del trineo desapareció, causando a Paul un dolor absurdo. Marzo era un arroyo de agua clara corriendo atropelladamente entre bancos de nieve.

Escrutó el calendario con una mirada miope y luego dijo:

—¡Es hoy!

—Claro, por eso vino ese tipo. —«No me refería a que habían puesto una retención sobre tu casa, Annie —se dijo Paul—. Te estaba diciendo que tendrás que hacerlo si no das señales de vida antes de que cierren las oficinas municipales esta noche. En realidad, el hombre estaba tratando de hacerte un favor—. Pero si paga esos quinientos seis dólares…

—… y diecisiete centavos —agregó, furiosa—. No se olvide de los joninos diecisiete centavos.

—Está bien, y diecisiete centavos. Si los paga antes de que cierren las oficinas esta tarde, no habrá retención. Si la gente del pueblo realmente alberga contra usted los sentimientos que usted dice, Annie…

—¡Me odian, Paul, están todos contra mí!

—Entonces, uno de los medios que tienen para tratar de desahuciarla son los impuestos. Es bastante raro que amenacen a una persona con la retención en cuanto deja de pagar un trimestre del impuesto sobre la propiedad. Aquí hay gato encerrado. Si deja de pagar dos trimestres, podrían tratar de quitarle la casa, subastarla. Es absurdo, pero creo que técnicamente estarían en su derecho.

Ella rió con un sonido áspero, casi un ladrido.

—¡Que lo intenten! Le meteré un tiro en las tripas a alguno de ellos. No olvide lo que le digo. Sí, señor. ¡Vaya si lo haré!

—Al final, ellos se lo meterían a usted —dijo Paul suavemente—. Pero ésa no es la cuestión.

—¿Cuál es, entonces, la cuestión?

—Annie, quizá hay gente en Sidewinter que no ha pagado los impuestos desde hace dos o tres años. Nadie les quita la casa ni les subastan los muebles en el Ayuntamiento. Lo peor que les puede pasar es que les corten el suministro de agua. Los Roydman, por ejemplo… —La miró con perspicacia—. ¿Cree que todos pagan los impuestos a tiempo?

—¿Esa basura? —exclamó—. ¡Ja!

—Creo que van por usted, Annie. —Realmente, lo creía.

—¡Jamás me iré de aquí! ¡Me quedaré aunque sólo sea para fastidiarles! ¡Me quedaré y les escupiré a la cara!

—¿Puede conseguir ciento seis billetes para completar los cuatrocientos dólares de mi cartera?

—Sí. —Empezaba a parecer aliviada.

—Muy bien —le dijo—. Entonces, le sugiero que pague esa mierda de factura hoy mismo.

«Y mientras estás fuera, veré lo que puedo hacer con esas malditas marcas de la puerta —planeó Paul—. Y cuando lo haya arreglado, intentaré hacer algo para sacar el culo de este maldito lugar, Annie. Ya me estoy cansando un poco de tu hospitalidad».

Consiguió sonreír.

—Creo que debe de haber unos diecisiete centavos en la mesita de noche —dijo.

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