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-  Quisiera merecer menos estrellas y un poco más de ti. Te noto distante, Josué. ¿He dicho o hecho algo que te haya molestado?

-  No, para nada. Tú no podrías hacer eso; eres un ángel

-  Tonto. ¿Seguro que no podemos vernos ni una hora? Puedo acercarme hasta donde quieras. Armand se queda con mis padres. ¿Quieres que te acompañe a Lyon? Podría pasar allí el fin de semana contigo.

-  Me encantaría, pero tengo docenas de reuniones. No voy a tener un minuto libre. He de concentrarme, y aunque deseo estar contigo, sé que si estás a  mi lado ya no podré pensar en otra cosa que en ti.

 

He hecho algunas averiguaciones sobre la influencia de los pensamientos en nuestra biología a partir de lo que me explicaba Gabriela hace unos días. Una de las personas que más ha publicado al respecto es un neozelandés, un tal Bruce Lipton, que es doctor en Medicina e investigador en biología celular. Su trabajo es muy interesante y útil para mí. Llevo varios días trabajando sobre mi pensamiento para cambiarme físicamente. La forma es importante. Nunca está de más cuidar la propia imagen. Antes yo buscaba la belleza pero la belleza no me buscaba a mí. Me frustraba. Ahora no busco la belleza, la creo.

Investigando a Lipton he llegado entonces hasta el doctor en biología molecular Estanislao Bachrach. Este último sostiene con sus investigaciones que el pensamiento también modifica al propio cerebro. Ha concluido que el cerebro no diferencia entre realidad y fantasía, dice que lo único que le importa al cerebro son nuestras creencias.

Aquello que creemos nos define y realiza. Cada pensamiento es una elección.

El poder del pensamiento es tal que influye en nuestra biología, en nuestro carácter, en la conformación de nuestro cerebro e incluso en la composición del agua y probablemente de las plantas. El pensamiento es poder, pero quien no cree en su poder  no lo tiene.

Aquello que creemos nos define y realiza. Cada pensamiento es una elección. No debo olvidarlo.

Si el pensamiento individual es poderoso, el pensamiento masivo mueve el mar y el viento, abre la tierra de cuajo, y propicia las guerras. El pensamiento colectivo es la revolución, es el principio y el fin, es el movimiento. El pensamiento en grupo conjura las dudas interiores individuales. No hay contrafuerza salvo la del pensamiento de otro grupo.

La física cuántica nos sugiere en cierto modo lo mismo. Cuanto más lejos llegamos en la observación del universo, más profundo y lejano éste será. Nosotros, con nuestra observación consciente, creamos cada una de las fronteras que se van sucediendo. Creamos las estrellas y el color pues nada hay allí que no sea capaz de generar nuestra fantasía.

A su vez, cuanto más poderoso es el microscopio que somos capaces de pensar, más diminuta es la partícula en la que podemos descomponer la materia. Nosotros creamos la división. Hasta tan lejos como seamos capaces de imaginar.

El pensamiento es la mayor fuerza creadora que existe. Y el pensamiento va a ayudarme ahora a cambiar mí físico, mi apariencia, la manera en que me ven, a curarme si así lo deseo. Voy a crear belleza. Sí, cada pensamiento es una elección.

Ya noto los cambios desde hace varios días. Son sutiles, infinitesimales, pequeños cambios de ángulo en una curva, una casi imperceptible metamorfosis de la textura, la profundidad de la sombra… pero están ahí. Si yo puedo verlos, si yo creo, ellos creerán.

Sostiene Punset que la belleza es la ausencia de dolor. Habría pues que renunciar a la memoria, según crecemos, para conservar entonces el dominio sobre la forma, la graciosa inocencia. Los recuerdos dolorosos marcan nuestra piel, matizan nuestros ojos, gastan nuestros cabellos. Sólo se puede vivir ahora. Sólo se puede ser ahora. El pensamiento debe estar liberado del pasado para ser un pensamiento creador. En el Ahora es donde está la atención de mi cuerpo y mi mente.

Hay que renunciar al cincel de la memoria sin renunciar a nosotros mismos, pues es distinto no recordar que haber olvidado.

 

 

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Sábado por la tarde. Besando delicadamente su boca, me estremezco al ver como separa delicadamente sus labios y me abre camino hacia su alma. Sin preámbulos, en la puerta de la habitación del hotel de Lyon donde vamos a instalarnos, Gabriela me ha ofrecido en sus ojos su cuerpo. Mis besos han caído instantáneamente sobre su boca y mis brazos la han abrazado con tanta ansiedad como torpeza. Me sobraban razones, me faltaban manos para acariciarla, me faltaba boca para besarla y ahora está entre mis brazos mientras sus manos suben por mi espalda recorriendo cada línea, acompasando cada beso, y el calor de nuestros cuerpos acoplados frente a frente nos embriaga. Detrás de nuestra sombra, la puerta de la habitación abierta de par en par, testifica el delirio.

Con mis dedos en su nuca y mi mano en su cuello enredo mi alma subiendo por sus cabellos. Jadeamos, inspiramos y nos miramos de tal suerte vencidos que se acrecienta el deseo. Mientras, mis labios hinchados y ardiendo ya están pellizcando su garganta, y algo más diestros mis dedos desabrochan pausadamente su blusa. Con cada botón se abre una ventana  de la que emergen prohibiciones húmedas y calientes, y con cada uno el dorso de mis dedos va rozando su sensible y blanca piel mientras desciendo. Su respiración entrecortada cuando mis ojos la miran afilados e inclementes. Esta tarde vas a ser mía, y esta noche, y durante mañana también, y cuando te vayas de esta ciudad, cuando yo quede solo con tu sudor sobre  mi piel, aquí quedará tu voluntad.

Su torso se exhibe completamente desnudo cuando la blusa de algodón cae por detrás de su espalda. La redondez del mundo, sensual, describe sus pechos, enmarcados por unos hombros angulosos y firmes. Su pecho es turgente y generoso, y el terciopelo de su piel nacarada encierra dos irresistibles aureolas en las que gobiernan dos juveniles botones del color y el gusto del azúcar moreno. Perdido, pues sólo perdido puede estar un hombre cuando la pasión se le ofrece sin impedimentos, sucumbo ante mi propio deseo. Mis dedos se clavan en su espalda apretándola contra mi vientre, mientras sus manos, por debajo de mis brazos, buscan aferrase entre mi nuca y mis hombros para poder desmayar su cuerpo. Su rostro cae hacia atrás, el mío hacia adelante con mi boca sedienta y mis labios que ya navegan sobre sus pechos. Mis manos nerviosas suben y bajan su espalda, desde su nuca hasta sus pantorrillas, desde sus nalgas hasta sus hombros, desde sus caderas a sus brazos, compartiendo el veneno. 

Enardecidos, nuestras cinturas se aprietan tanto la una contra la otra y, aún temiendo lastimarnos, no cedemos, y el calor es tal que emborracha todo el cuerpo, y aún así seguimos frenéticos, apretando su entrepierna contra la mía, su vientre contra al mío, los muslos entrelazados, la fiebre vaporizada por todas partes.

A nuestra espalda se oyen lejanas, ininteligibles y absurdas las voces  caminantes de otros huéspedes que a esa hora de la tarde deambulan por el pasillo de la planta del hotel donde se encuentra nuestra habitación. No los veo, pero intuyo que en su tránsito sus ojos se colarán vivaces por la puerta aún abierta para observarnos ahí, de pie, revueltos, locos, desesperados. Gimiendo el instante. Ansiando el momento.

Por encima del hombro de Gabriela me parece atisbar a una mucama del hotel que, desde fuera y claramente escandalizada, cierra por nosotros la puerta de la habitación. Me llevo entonces el cuerpo medio desnudo de Gabriela sobre la cama de sábanas blancas soleadas. El sol sobre su piel muestra su sedosa textura que parece irreal. Detenidamente desabrocho sus jeans y, mientras los separo cautelosamente de su cintura, y su respiración hace subir y bajar aceleradamente su ombligo, observo amanecer tímido el encaje semitransparente de su ropa interior de hilo negro que perfecciona, si eso es posible, la silueta de su cadera.

Retiro sus pantalones y los dejo caer en el suelo para seguidamente quitarme la ropa. Subo suavemente mis manos por el costado de sus piernas, desde los tobillos hasta sus caderas y después las desciendo de nuevo acariciándola intensamente. Las llevo de nuevo delicadamente hasta su cintura mientras mis besos sobre sus rodillas y sus muslos trepan con ellas. Gabriela cierra los puños sobre las sábanas mientras su rostro se vuelve hacia un lado y se arquea su espalda. Los músculos de su vientre y sus muslos se tensan. La humedad de su piel se mezcla con la mía y el perfume de su cuerpo me turba llevándome fuera de la razón si es que me quedaba algo de ella.

Mis uñas la rozan sutil e inofensivamente cuando mis dedos se insertan entre el encaje y su suave piel para deslizarlos lentamente hasta sus tobillos. Gabriela expira profundamente y se deshace de la última prenda estirando las puntas de sus pies hacia adelante, lo que tensa aún más los músculos de sus piernas y su vientre, elevando los pechos.

Mis manos y el vicio de mi boca regresan de nuevo. En un interminable y tortuoso ascenso desde sus pies hasta su pubis, hacen el camino de vuelta hasta la línea que esconde la húmeda hendidura que abre su vientre. Inclemente, mi boca cae sobre su monte de Venus mientras mi aliento caliente acaricia su vientre y mis manos sujetan firmemente sus caderas contra el colchón, ahora que mi pecho descansa sobre sus muslos. Este sería también un buen lugar para morir.

Delicadamente separo sus muslos y Gabriela abre tímidamente sus piernas dejándome caer flotando entre ellas.

-¡Dime que lo haga!

Muda y esclava, mordiéndose el labio, ella asiente enérgicamente con la cabeza que sigue tornada hacia un lado, hundiendo el rostro en la almohada.

-¡Dímelo, Gabriela!

-¡Hazlo, hazlo ahora…! –exclama jadeando, mientras su espalda se arquea una vez más y su mano izquierda, con sus dedos separados, se aferra a mi cabeza-. 

Al poner mis labios sobre su carne húmeda y aprisionarla sensualmente en el interior de mi boca, puedo ver como un erizamiento en su piel asciende desde su pubis hasta sus pechos erectos, describiendo una ramificación nerviosa que acaba arqueando todo su cuerpo, emanando gran cantidad de calor en torno a ella. Exhala tan profundamente que con el último aire saliendo de sus pulmones le tiemblan voluptuosamente todos los músculos que alcanzo a ver,  y puedo sentir en sus piernas, alrededor de mi cuello, los calambres que sacuden su alma. Gime y murmura cosas que no entiendo mientras mi boca cruel en su hendidura le provoca continuas sacudidas por todo su cuerpo.

Los suspiros y gemidos se le funden con lo que parecen ganas de llorar. Un espasmo sigue a otro, mientras sus uñas se han clavado y arañan aún mis cabellos. Sus piernas me aprisionan y me empujan hacia su interior. Su cadera se yergue nerviosamente sobre la cama, su espalda se sacude, su respiración se atraganta, y en ese instante Gabriela se hace vapor y todas las partículas de su cuerpo se dispersan explosivamente por toda la habitación, llegando a todos los rincones, y llevando con ella nubes de electricidad que rebotan por las paredes y le vuelven a entrar en el cuerpo, y así durante un largo tiempo en el que pierde la conciencia y la razón y yo con ella, pues su último grito reverbera en mi interior produciéndome una vibración sónica inefable que pone mis ojos en blanco y me fusiona con ella, arrastrándome  a ella, y la acompaño y no volvemos, durante mucho rato, desde allí, desde el otro lado del espejo.

Y allí nos quedamos, y allí volvemos, durante toda una tarde, yendo y viniendo, y ella se dio y yo me he dado, hasta la noche desnuda, hasta aplacar el deseo, mientras se pasan las horas, mientras huimos del tiempo.

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Recostados los dos contra el cabezal de la cama, desnudos aún, la noche nos ha sorprendido, y la tenue luz de la iluminación urbana de Lyon es la que ahora alumbra el techo de la habitación. Uno al lado del otro, con mi mano derecha descansando sobre su muslo, nos vemos en el espejo que nos queda al frente y que nos enmarca como si de un retrato se tratara. Es fácil sonreír.

-Por cierto, bienvenida a Lyon.

-Bien hallado señor de los negocios. Por cierto ¿ya te has comprado el Mundo?

-Ya veo por dónde vas, Ganar el mundo y perder el alma. Marcos, versículo 8:36. Pero para que eso tuviera sentido para mí, Gabriela, primero habría que tener un alma que mereciese ser salvada. Y ese no es mi caso, creo.

-Si tú lo crees así… -dice llevando su mirada hasta la pared, al fondo-.

-¿Qué opinas tú?

-Eso no importa.

-Tan misteriosa como mística.

-¿Misteriosa y mística? Veo que voy ganando atributos en tu mente –desliza mientras sonríe ufana y achina ligeramente sus ojos-.

-Puedes estar segura de ello. Lo de misteriosa no me resulta tan desconcertante como tu inclinación a la mística. Observo que es algo que está afectando a gran parte del mundo científico. No sólo a ti, pero en ti tiene un acento especial. Cuanto más cerca estáis de desmontar la superchería y ofrecer al mundo una visión racional de nuestra existencia, más místicos parecéis.

-Es cierto, en cierto modo.

-Ya ¿Podrías darme alguna explicación más? ¿A qué se debe? ¿Qué está cambiando?

-Ciertamente, tras un largo periodo de racionalidad en todos los ámbitos de nuestras vidas, de nuestro pensamiento racional, es evidente que hemos permitido dar cabida en nuestra existencia a una pequeña pero significativa porción de misticismo. Hemos abierto la puerta a la mística, sí. Me refiero a la humanidad en general, no sólo a los que formamos el reducido círculo científico. Es sólo que nosotros somos un grupo donde esa revelación contrasta más y se hace más evidente ¿Verdad?

-Desde luego. Cuanto más se aproxima la religión a la ciencia, más parece que os aproximáis vosotros a ellos. Sois como dos grandes árboles que habiendo crecido paralelamente erguidos e inflexibles, durante largo tiempo, ahora vuestras copas empiezan a confundirse, allí en lo alto.

-Sí. La racionalidad ha estado presente en todas las esferas de la manifestación humana a lo largo de los dos últimos siglos, especialmente en Occidente. Ha habido racionalidad en la producción, en la economía, en la política…

-Efectivamente, la pauta que nos ha gobernado, o al menos nos ha guiado hasta ahora, en los dos últimos siglos, ha sido la razón. La administración lo más ordenada posible de todos los recursos ¿Qué hay de malo en ello, entonces?

-No, nada malo en sí mismo.

-¿Pues?

-El fin último de la razón es la supervivencia del Yo. Si analizás detenidamente cómo la razón nos conduce a través del catalizador de la racionalidad, observarás que el objetivo que siempre subyace es el de asegurar la supervivencia del Yo. La administración de los recursos, la política, la higiene, las leyes… todo nos lleva a un mismo destino; la conservación y perdurabilidad del Yo.

-¿Y la mística?

-La mística también conduce al mismo fin. Toda religión, toda filosofía está encaminada a la salvación del Yo. Supervivencia y salvación, vienen a ser lo mismo, distintas combinaciones de letras para un mismo significado.

-¿Cuál es entonces la diferencia entre mística y razón?

-La diferencia es que para la “razón” el Yo es un ser individual, separado del resto, aunque sea parte del conjunto. Pero es siempre un individuo. Mientras que para la “mística” el Yo es colectivo y comunitario, está unido y es indivisible. El Yo es la suma de los individuos. Por eso la mística acepta e integra conceptos abstractos mientras que la razón precisa de constataciones empíricas. Esto es porque el individuo necesita hechos probados, circunscritos a su realidad y su conocimiento, hechos que sea capaz de asimilar y hacer propios. Mientras que la mística, desde su naturaleza colectiva, acepta que el conocimiento es compartido y transversal, que reside en toda la comunidad. Hay un proverbio africano que reza algo así como que la verdad no está en una sola cabeza que me parece resume bastante bien ese pensamiento. Internet empieza a ser como el cíberplasma que aglutina esa idea, aunque todavía hay mucho camino por recorrer –añade con una cierta decepción en su mirada-.

-Veo que has usado la palabra pensamiento para referirte al proverbio africano, y sin embargo la palabra “idea” para referirte a Internet ¿Por qué? ¿Cuál es la diferencia para ti?

-Las ideas son individuales y tienen titularidad. Los pensamientos no. Una idea puede ser propia, un pensamiento no. Como bien sabes, si como me dijiste estás estudiando derecho mercantil, se pueden patentar las ideas pero no los pensamientos. Cuando un pensamiento se expresa, aunque sea en el silencio interior de tu conciencia, deja de ser tuyo para devenir universal, pues, la cámara más profunda y oscura donde habita el eco de tu conciencia es esa una habitación compartida. La mística se nutre de pensamientos, la razón de ideas. Los proverbios y refranes vienen a ser el fruto de la manera de pensar dentro de una comunidad, una nación, una consecuencia cultural que trasciende a varias generaciones. Las ideas, por su parte,  son fundamentalmente la respuesta a una pregunta. El pensamiento, sin embargo, es a la vez la pregunta y la respuesta.

-¿Y tú qué eliges, Gabriela? ¿Mística o Razón?

-No hay por qué elegir, mística o razón, ambas son creaciones humanas. Se complementan. Para la razón, la salvación del grupo reside en la salvación individual de cada uno de sus miembros. Para la mística no es posible salvar al individuo sin salvar al prójimo. Son ambas orillas de un mismo camino. ¿Por qué habría que elegir?

-¿Se puede andar por ambas orillas?

-Lo intentamos, al menos lo intentamos. Y, afortunadamente, cuando nos perdemos y nos sentimos desorientados, sabemos que siempre hay una respuesta científica para todo, y eso nos mantiene focalizados, nos empuja hacia adelante.

En este momento me viene a la memoria el significado de su nombre, Gabriela, la Fuerza de Dios. Y me pregunto cuánta importancia tendrá en nuestra manera de ser la manera en que nos señalan al nacer.

-Mmm…. ya veo. Has conseguido inspirarme Gabriela, como siempre haces. Debiera pues pagarte con algo más que besos. Si me dejas y me acompañas, te llevaré a cenar a un lugar realmente místico desde donde juntos observaremos la racionalidad humana. Así, como tú dices, no tendremos que elegir.

-A ver… ¿Cenar en una ciudad francesa con un hombre tan apuesto? ¿Quién podría negarse, Josué? –dice acabando en una sonrisa irónica-. Por cierto ¿te has hecho algo en el pelo o…? No sé, se te ve mejor que nunca ¿Te andás cuidando? Será el poder que te favorece. Bueno, tengo hambre y es hora de cenar como tú dices. No te pongás presumido ahora y llévame lejos sin alejarnos mucho.

Y con sus últimas palabras salta de la cama y su reflejo enmarcado en la pared de enfrente desparece, dejándome solo en el espejo, en un extraño y desequilibrado encuadre, que no me convence. En realidad, su imagen desapareció unos instantes antes, se hizo borrosa y mi mano descansaba entonces sobre mi muslo, no en el suyo.

Al pasar por delante de la puerta del aseo la veo sentada graciosamente en la taza del wáter, orinando, desnuda, hermosa, carnal, voluptuosa,  con el rubor aún en las mejillas, mientras pícaramente me sonríe con su media sonrisa, y un nudo ahoga mi garganta y un golpe de ingravidez me brota en el pecho. Y ya no me importa nada más que estar a su lado y seguir a su lado y continuar a su lado y que nada me separe, y que la vea todos los días, la oiga, la huela, la sienta… Y entonces me doy cuenta y me pregunto mientras no puedo dejar de sonreír, cuando el ardor del vientre se sube a mis mejillas, cuando la angustia y la melancolía no existen   ¿Así que era esto? ¿Así que esto es la felicidad? Y se me escapa la risa por detrás de la boca.

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“No puedo quedarme todo el fin de semana como te había prometido. No te lo dije antes para no estropear nuestra velada. Ha sido maravillosa. Pero debo volver a Barcelona mañana temprano para atender unos asuntos en la universidad que requieren, ineludiblemente, mi atención” Y con la misma insustancial indolencia de sus últimas palabras de ayer, cuando regresábamos al hotel, así hoy ha sido su ausencia en la cama, sin culpa, pero vacía. Más útil hubiera sido tener culpa. Sentirla.

No se ha despedido. Apenas quedaba su calor en las sábanas cuando me he despertado. Resultaría más reconfortante sentirse traicionado, pero ni siquiera eso me ha concedido. Sabíamos que se marcharía, y hacerlo con nocturnidad y alevosía tiene un no sé qué elegante y poético que embellece al huido. 

¿Qué hice? ¿Qué dije anoche? ¿Acaso eso importa? Gabriela se ha revelado como la niebla que va y viene.

Salimos ayer hacia las diez de la noche del Hotel Le Royal, recortando nuestro destino sobre la Place Bellecour. Oscurecía y un aire de tormenta parecía emanar del rio Saona cuando cruzábamos a pie Le Pont Bonaparte para adentrarnos en el Vieux Lyon, el barrio más antiguo de la ciudad, de estilo medieval, con calles serpenteando unas sobre las otras. El Saona se movía espeso como la lava y un impenetrable espejo negro reflejaba sobre su manto un cielo sin estrellas que apuntaba hacia el Norte. El agua y el tiempo deben ser primos hermanos pues cuando el agua se para también lo hace su pariente, y cuando ésta se agita pareciera que te apremia más la vida y no te detienes. La de anoche era una de esas veces, de esas, cuando el lento y pesado discurrir del cauce te susurra que atenúes el paso si no quieres tropezarte con lo absurdo y real de tu existencia. Yo le hice caso, y deambulamos sin rumbo por el adoquinado medieval de la Rue Saint-Jean durante algún tiempo, medio viendo, medio olfateando los escaparates de los restaurantes y sintiéndonos solos en aquel continuo ir y venir de turistas y gentes locales en busca del mejor lugar para hacer el postre, golpeando los hombros o encintando cada envite de los que nos venían de frente, que no eran pocos.

Me esfuerzo en recordarla, con su vestido gris perla de tirantes, sus hombros desnudos y la erguida torre blanca que es su cuello sosteniendo su mirada, perdida, al frente, con su escurridiza sonrisa, y la veo borrosa, distante, incompleta,  como si fuera cosa de muchos años, y el tiempo la hubiera desgastado en mi memoria.

-Tus ojos están tristes esta noche –me dijo ella-.

Yo no quisiera. No lo estaba. O quizás sí, ya no lo recuerdo. Fue ayer, y de eso hace ya mucho tiempo.

Cansados de parecer turistas, o de serlo, tomamos uno de los rojos funiculares que suben hasta la Basílica de la Fourviere, en lo alto de una de las colinas que coronan la ciudad de Lyon. El funicular es espartano siendo generoso con él. Su diseño hubiese resultado aburrido hasta para el más insulso de los padres del diseño soviético. Nos acomodamos, el uno junto al otro y, pese a todo, se nos antojó cómodo y, hasta cierto punto, frágil y elegante. No había nadie más, y eso nos pareció bien.

Como una suerte de brazo divino que desciende desde el cielo y extiende su mano para envolverte y elevarte de nuevo, así nos sentimos cuando el ruidoso y vacío funicular se elevó ladera arriba. No dijimos nada porque no había nada que decir. Era sencillo aceptar la situación y cualquier palabra solo hubiera interrumpido el chirriar de la nocturna carroza roja mordiendo los hierros para trepar la montaña. Nadie quería eso.

La mañana es gris y quiere llover. Aun no lo hace, pero a través de la ventana de mi habitación puedo intuir el aire pesado, húmedo, que lame los cristales, preparando el escenario para la tormenta. El hotel hace esquina entre la Place Bellecour y la Rue de la Charité. La mayor parte de la plaza está cubierta de una tierra rojiza que le otorga carácter, y a un lado quedan unos ordenados parterres, con unas fuentes geométricas que se lo quitan. Demasiado francés para mi gusto. Espero ver caer la lluvia sobre la tierra roja, en grandes goterones que la hiendan, y que lo rojizo se vuelva del color de la sangre.

No he desayunado aún. Mejor. La lluvia es dócil y pierde bravura cuando tienes el estomago satisfecho. Se acomoda y pierde intensidad, te perturba menos, se desaprovecha.

Estoy más delgado, lo acabo de ver en el reflejo de la ventana sobre la que se aplasta mi frente; esperando que la tormenta vengativa golpee en los cristales. 

No se sorprendió al salir de la estación y observar la Basílica de la Fourvière, blanca, majestuosa e iluminada, presidir la ciudad en lo alto del cerro. No lo hizo porque la basílica, en su posición de gobierno, puede verse desde prácticamente todos los rincones de la ciudad y el viajero no se espera ya pues sorprenderse, ni descubrirla, sino que se apresta simplemente a saludarla y rendirle honores. Bueno, por eso, y porque el funicular va rotulado con el nombre de la basílica y hay varios posters en la estación hablando de ella. Así que tampoco dijo nada entonces, ni lo hice yo. Nos dirigimos primero a uno de los balcones que la escoltan a ambos lados y que ofrecen su vista sobre toda la planicie de la ciudad de Lyon, que se presta allá abajo, sola, murmurante y adornada de luces de colores. Gabriela gusta de cuidar los momentos. Estos deben estar siempre en un equilibrio estético insondable. Los silencios y las palabras tienen su lugar preciso, como los gestos, las curvas y los ángulos, que deben ponderar los volúmenes y los vacíos, los colores y los tonos de negro. Gabriela es el delirio en la armonía de los cuerpos en el espacio. Entonces, ahí nos quedamos por unos minutos, cumpliendo con nuestro papel de figurantes, mientras las luces de la ciudad centelleaban en sus ojos negros y hacíamos bueno nuestro lugar en el escenario. Respiró profundamente un par de veces.

-¿Entramos? No nos queda mucho tiempo –le dije-.

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