Meta

Meta


Meta

Página 23 de 40

Se volvió, asintió lánguidamente y deshicimos nuestros pasos en dirección Oeste buscando la puerta de entrada al templo.

La Basílica Notre-Dame de Fourvière tiene elementos de la arquitectura románica y bizantina y se ubica sobre lo que antaño fue el foro romano de Trajano en la ciudad. Tiene cuatro torres y un campanario donde reina una estatua dorada de la Virgen. A pesar de ello, el exterior es sobrio, especialmente si se le compara con el interior del santuario principal, que está profusamente ornamentado, con mosaicos y vidrieras, en una geografía de dorados y relucientes colores que emborrachan al visitante nada más entrar. Su interior es imponente y, si su posición sobre la ciudad está preñada de osadía, su interior casi ofende por sus excesos.

Gabriela entretuvo la vista y recorrió pausadamente el templo que, excepcionalmente ayer, podía visitarse a tan altas horas. Pero no dijo nada. Su rostro parecía agradecido de reencontrarse con un viejo conocido, pero no mostró la actitud del que visita por primera vez la Fourvière y queda abrumado por su obsceno derroche de ornamentos y culto a la ostentación, sino más bien la pausada complacencia del que comprueba que todo continúa en su lugar, que nada ha cambiado. Me dijo en Barcelona que nunca había estado en Lyon, pero en aquel momento, anoche, lo dudé. 

-¿Mística o razón?

-Es una buena pregunta Josué, pues no todos los templos obedecen a razones de fe, del mismo modo que no toda la ciencia está vacía de ella.

Después que se hubiera entretenido observando detenidamente el techo y hubiera zigzagueado entre las columnas que sostienen una auténtica cúpula dorada y celeste, a gran altura, la tomé de la mano y por una escalera circular a medio esconder, la conduje hacia lo que aventuraba ser el sótano del templo para descubrirle allí un segundo santuario, uno por debajo del otro, una suerte de hermano pobre que carga sobre sus hombros anchos y planos la vanidad y la soberbia del elegido, con todos sus abalorios, aquel que olvida quién lo sostiene. Si el templo superior es de techos altos, oro y relieves, el templo inferior es de techo más bien bajo, y de una sobria decoración que en algún momento te sugiere que estás recorriendo un templo masón, cuyos símbolos han sido torpemente ocultados.  De hecho, los pocos ornamentos que se observan en el templo subterráneo parecen importados desde el piso superior y que hayan sido injertados por la fuerza y sin consideración en el hermano pobre para disimular así la pureza de su alma y su sobriedad.  El resultado, en la mayoría de las veces, es grotesco al agruparse lujosas cruces sobrecargadas de derroche, superpuestas sobre el mármol desnudo y sin pulir que habita en el piso inferior. Gabriela puso aquí sus manos a trabajar. Acarició varias superficies y se entretuvo en leer inscripciones sobre la piedra, recorrer rincones, buscar el reverso de los ángulos e incluso me pareció que mesuraba parte de la estancia contando sus pasos.

Por fin llueve. La mañana ha dejado de ser gris para lucir púrpura. La lluvia ha empezado a caer estrepitosamente y las primeras gotas han sido vapor al golpear sobre el asfalto caliente, y nubes de polvo sobre la arena roja. Como una pisada sobre un hormiguero, la gente ha empezado a acelerar el paso en todas direcciones, y en segundos ya corren a resguardarse bajo los toldos y los salientes de las fachadas, poniendo sus ojos en el cielo como quien espera un espectáculo de fuegos artificiales.

-¿Sigues teniendo hambre, Gabriela?

-Ni te lo imaginas.

-Vamos entonces, pues te quiero desmayada de pasión, no de inanición –le dije mientras la besé en la comisura de los labios al pie del altar, sujetándola por la cintura-.

-Veo que el Ladrón de Besos no descansa nunca –respondió, mientras retiró ligeramente su rostro y me miró con sonrisa acusadora y cómplice al mismo tiempo-.

-Como el viento, Gabriela, como el viento…

Teníamos mesa reservada en el mismo restaurante que linda a la derecha con la Basílica y tiene el mismo nombre. Me aseguré que fuera una mesa apostada sobre la gran vidriera que ofrece unas vistas espectaculares sobre la ciudad. Tienen también terraza, pero ahí en lo alto, empezaba a refrescar para el ligero vestido que ella llevaba, y no quería que nada la incomodara.

No consigo recordar muy bien sus ojos, pero ella volvió a decir que los míos estaban tristes.

-¿Todo bien, Josué?

-No podía estar mejor, Gabriela. Espero que para ti también esté todo como lo imaginabas.

-¿Cómo lo imaginaba? Nada es como lo imaginamos, pero puede llegar a ser mejor.

-¿Sí?

-Los desenlaces, especialmente. Siempre pueden ser mejor de lo esperado.

El local tiene dos docenas de mesas, sobre suelos de madera en dos niveles. Algunas pocas de ellas están arrimadas sobre un gran ventanal que planea la vista hasta el horizonte. Dejé que ella escogiera los platos. Verduras, combinadas con otras verduras y legumbres.

Gabriela se detuvo a observar, iluminada, las cucharas que, junto al resto de cubiertos y un plato vacío, formaban parte del servicio sobre la mesa. Estaban hechas en plata y delicadamente grabadas. Lo más curioso es que teníamos dos cucharas cada uno alineadas horizontalmente frente a nosotros, formando al final una especie de sendero de tablillas horizontales sobre una arena blanca, que nos unía. Tomó una de ellas en la mano y acarició cada uno de los relieves con las yemas de sus dedos. La volvió a colocar sobre la mesa asegurándose que el paralelismo entre ellas fuera perfecto. Corrigió también la posición de las mías para que estuvieran equidistantes. Las miró con satisfacción. Después, perdió su mirada en el horizonte, a través del ventanal.

-Las vistas son realmente lindas, Josué.

-Me alegro de que te gusten. ¿Ves aquel centro urbano de allí? ¿Allí, en el horizonte? ¿Aquel donde se concentran varios rascacielos?

-Sí.

-Es el centro financiero de Lyon. Como te dije, desde la mística, veremos la razón.

-Entiendo.

-¿Sabes que es lo más curioso del barrio financiero de Lyon?

-Dime

-Su nombre…

-¿Cuál es?

-La Part Dieu. La parte de Dios.

No había mucha gente en el restaurante a esa hora, aunque la atmosfera estaba aún cargada de presencia. Seguramente había sido una noche con muchos clientes, si bien ahora sólo quedábamos los más noctámbulos y rezagados. Al fondo un hombre y una mujer de mediana edad que ya andaban en los cafés. Ella, con una blusa azul de manga corta, se frotaba las manos contantemente, como si la conversación que mantenían la inquietara. De él sólo veía su espalda, ancha, e intuía sus gestos parsimoniosos mientras con voz cansada le decía algo en un francés rudimentario. Hacía pausas y tenía la cabeza gacha, con cierta resignación. No lejos de ellos dos hombres de negocios, vestidos con traje, cenaban en silencio sin mirarse. Dos jóvenes novios podía oírlos risotear a mi espalda. Al llegar hasta nuestra mesa, antes de acomodarnos, pude ver someramente sus miradas de mentira. Se habían prometido un amor que no iban cumplir, pero eso ahora no les importaba cuando el romanticismo de celofán se impone. Al fondo, en la penumbra, un hombre de unos cuarenta años, con abundante barba y en mangas de camisa, escribía notas sobre un puñado de papeles mal apilados y con marcas de dobleces mientras apuraba una jarra de cerveza. Sólo a la pareja de novios y a Gabriela y a mí nos interesaban las vistas. Era tarde, así que los camareros empezaban a poner esa cara hostil con la que te sugieren que abandones el barco si no quieres enfrentar su ira. No nos importaba, y hasta nos resultó cómico en más de una ocasión, especialmente cuando me trajeron la cuenta sin haberla solicitado, y aprovechamos de manera cómplice para pedir otro café. Me acuerdo bien de las graciosas diminutas muecas que a ella se le formaban en la comisura de sus labios al intentar contener la risa, pero no consigo recordar sus ojos.

-Ha habido también algo de eso dentro de la misma basílica. No había equilibrio, pero era interesante sentir el peso del oro del santuario superior comprimiendo el cielo sobre la iglesia subterránea.

-Sabía que lo encontrarías interesante. Creo que de día, desde la vidriera del altar inferior, puesto que sobresale sobre la ladera, debería poder verse la Part Dieu. No dejaría de ser curioso ¿No te parece? Desde la iglesia más humilde puedes ver a Dieu pero desde el lujoso y sobrecargado templo de encima no puedes hacerlo.

Sonrió lacónicamente y sin convencimiento, insertándome entre las costillas cierta amargura.

Debería pensar menos en ella. Sí, debería, pero no voy a hacerlo.

-¿Gabriela, crees que puede entenderse a Dios desde la arquitectura? ¿Y desde las matemáticas?

-Seguro que sí. Las matemáticas son la forma más directa y precisa de llegar a Dios.

-Convénceme –le dije, acercando ligeramente mi rostro al suyo-.

-Cuando era chica, mi papá, que era físico, y en general un hombre de postura seria, siempre que le pedía ayuda con las tareas escolares de matemáticas o de física, empezaba contándome la siguiente historia: He estado conversando con dos números y medio. El número Uno me ha explicado que él era único, el original, que estaba primero que los demás. El número Dos me ha dicho que estaba orgulloso de ser el progreso, la evolución lógica, el par, el equilibrio. Pero con quien más me ha gustado hablar ha sido con Medio número. Con su voz pequeña me ha contado que ser medio número era lo mejor, porque significaba ser parte de algo, formar parte de algo más grande que uno mismo. Y ahí, el físico severo que era mi padre, esbozaba una sonrisa amable y empezaba preguntándome si yo me había interrogado sobre qué no entendía y por qué.

-Debía ser un hombre muy interesante.

-Era un ser singular. Realmente único. Me encantaba recurrir a él siempre que tenía la oportunidad de hacerlo. Me ayudó muchísimo en mis tiempos de juventud para adentrarme en el mundo científico. Con dieciséis años sabía más sobre las constelaciones y las propiedades de la fusión del núcleo que mis profesores del secundario.

-¿Definirías las matemáticas como una suerte de religión? ¿Son entonces los números una vía de camino espiritual?

-Fijáte, Josué que en realidad, los números no existen como tal, no son más que un alfabeto, así que pueden ser lo que tú quieras leer en ellos.

-¿Un alfabeto?

-Te lo explicaré descomponiendo primero los números en dos grupos, los pares y los impares ¿Te parece?

-No veo el momento.

-¿Crees en los números impares?

-¿Eh? Bueno, sí ¿no?

-En realidad no existen como tal. Sólo hay un número impar. El uno.

-¿El uno? ¿Y qué pasa con el tres, el cinco…?

-Todo número impar no es más que un número par más un uno ¿Cierto? El tres es el dos más una unidad. El cinco es el cuatro más una unidad… ¿Sí? ¿Me segúis, Josué?

-Sí, te entiendo.

-Bien, pues lo mismo ocurre con los números pares.

-¿Tampoco existen?

-Tampoco como números, sólo como una suerte de alfabeto en la medida que todo par es la suma equilibrada de un conjunto de unidades, de números uno, que era el único número impar ¿Recuerdas? y en realidad el único número. Todos los demás son sólo acumulaciones de “uno” o, lo que es lo mismo, descomposiciones de “uno”, del Todo, de la gran unidad. La existencia de un solo número, la unidad, puede observarse en los códigos binarios que se utilizan en la programación informática, donde sólo existe el uno, o la ausencia de uno en sus desarrollos. Un código binario es otra forma de construir un alfabeto sobre la unidad, el único número que existe.

-Gabriela, yo creía que todo tenía su par. Todo el mundo habla del par, de la contraparte, de que todo tiene su equilibrio ¿Cómo encaja esa idea con la idea del Todo como única entidad?

-Es una idea muy extendida la del contrario, la de las dos partes de la balanza; el Yin y el Yan, el cielo y el infierno, el bien y el mal, …. Pero no hay tal contraparte. Lo que se confunde es el equilibrio con el par.

-¿Y no es lo mismo?

-Tres son los principios que rigen el funcionamiento del Cosmos; Unión, Rotación y Equilibrio. Todas estas leyes son interdependientes entre sí. Su funcionamiento es interdependiente. Esa es la santísima trinidad que todo lo gobierna.

-¿Cómo se manifiesta el equilibrio si no hay par, contraparte?

-Por la propia rotación. Como te decía, cada uno de estos principios dependen del otro. Todo está unido (Unión) en un Todo. Todo gira en torno suyo y, esa Rotación es la que garantiza el Equilibrio ya que el giro sobre el eje pone al sujeto en todas las posiciones posibles alrededor del vértice, se auto balancea. La contraparte a la que tú te refieres, es el mismo Todo que está a la vez ejerciendo su fuerza en varios planos simultáneamente gracias a la rotación, pero no es su contrario, no es un opuesto, es la misma Unidad siendo presencia universal.

-Con dieciséis años ya eras una empollona que sólo pensaba en la fusión del núcleo y sabía más de física que sus profesores ¡Caray! ¿No hubo nunca una Gabriela que quisiera ser Princesa o bailarina? ¿Qué soñara con viajar por los tejados, por los mares o nadar con los delfines?

Sin dejar de mirarme dejó ir unas carcajadas que llenaron todo el local, y que sirvieron para relajar mis músculos por unos momentos. La mujer del fondo, detuvo por unos instantes el nervioso movimiento de sus manos para clavarnos una interrogativa mirada, devolviendo seguidamente su interés al hombre frente a ella que ahora removía un azucarillo entre los dedos. El hombre que escribía en la penumbra se detuvo, sin dejar de mirar las cuartillas frente a él. Tomo aire y continuó escribiendo aún más ensimismado. Ya habían retirado la jarra de cerveza de su mesa y tenía toda la superficie para espaciar sus papeles por todo el mantel.

-Sí, claro que sí, Josué. Al menos mientras viví en Tucumán, hasta los catorce años, hubo una niña princesa, que caminaba descalza por la selva de las Yungas, que soñaba que hablaba con los animales; los guanacos, el jaguar... Sí, yo también soñé con ser princesa, la Princesa de un reino salvaje imaginario en un tiempo de caballeros  y duendes ¿Me ves incapaz de ello? ¿Me ves incapaz de soñar? –dijo haciendo una mueca cómica para invitarme a reír con ella-.

Y así lo hubiera hecho. Si aquel repentino escalofrío no hubiera recorrido mi espalda. Aquellos dos hombres, en silencio, que al entrar había confundido con dos hombres de negocios, eran en realidad los mismos hombres que me habían estado siguiendo en Barcelona. No había duda. El traje, en lugar de la ropa informal a la que me tenían acostumbrado, me había confundido al principio. Pero en aquel momento vi su mirada de soslayo sobre nosotros y los reconocí, al menos a uno de ellos. Sí, seguro. Su mirada gris de cejas pobladas, sus mejillas azules, su cuello sudoroso. Un traje y una corbata no pueden esconder la carne muerta por intoxicación que exhalaban sus poros. Por un momento nuestras miradas se cruzaron y nos reconocimos. Mis músculos se contrajeron, creo que Gabriela lo notó. Encerré la servilleta en mi puño izquierdo  mientras los dedos de mi mano derecha intentaban rozar los suyos sobre la mesa. Ella retiró su mano para mesar los cabellos de su nuca mientras inclinaba su grácil cabeza a un lado y me miraba esperando una reacción a sus últimas palabras. Yo, torpemente, tenía mis ojos clavados, por encima de su hombro, sobre los finos y pálidos labios de uno de aquellos perseguidores que tomaba café en pequeños sorbos, con sus ojos perdidos por encima de la cabeza de su compañero, con su mirada vacía.

-Quiero que me cuentes más de esa Princesa de la que me hablas, Gabriela. Quiero conocerla. Pero debo pedirte que me excuses dos minutos, mientras voy al aseo ¿Me disculpas?

Se me apareció dócilmente. Ella ve lo invisible, pero nunca me juzga, tan sólo ejecuta su papel, su plan. Hizo un pequeño gesto de asentimiento con la cabeza, y antes de que me hubiera levantado de la mesa su mirada ya estaba al otro lado del cristal, en el horizonte, y ella también. En el reflejo del cristal sus ojos aparecían con una línea de lágrima bañando de lado a lado su emoción, pero sus ojos borrosos, porque los recuerdo borrosos, no. Estaban brillantes y cristalinos, estaban serenos y su boca tenía esa leve sonrisa con la que se puede sostener un mundo entero. Y aún recordando los detalles la recuerdo difusa, incorpórea, como si no hubiera estado más que cuando escuchaba su voz, y lejana en la memoria cuando guardaba silencio, muy lejos, muy solo, desamparado.

Llueve rabiosamente contra los cristales de mi habitación y el hambre se ha aferrado a mis tripas con saña, como debe hacerlo. El hambre cumple escrupulosamente su papel estimulante y recrearse en ella se me antoja tan angustioso como gratificante. El dolor es una pregunta que precisa una respuesta, me dijeron ¿Se puede elegir la respuesta? ¿Me puedo mentir? ¿A quién le respondes?

Una familia corre a refugiarse de la lluvia en el hall del hotel, mientras un hombre bajo un paraguas blanco sale corriendo y toma un taxi que consigue detener en la esquina de la Place Antonin Poncet. El vidrio se ha enfriado y mi respiración forma un vaho que nubla intermitentemente mi vista mientras mi frente y mi mejilla se aplastan dolorosamente contra la ventana. Una pareja de jóvenes adolescentes, con sus brazos entrelazados por la espalda, caminan sin prisa bajo la cortina de agua. Avanzan a tropiezos. Se detienen. Ahora observan un escaparate mientras la lluvia cae inclemente sobre sus cabezas unidas y sus hombros anudados. Su carne es blanca. Vuelven a avanzar. Se detienen mientras él, con toscos movimientos, rebusca algo en sus bolsillos. Se ponen de nuevo en marcha cuando las gruesas gotas de lluvia forman un baile de tambores alrededor de sus pasos. Sobre el asfalto primero, sobre la tierra roja después. 

Me levanté de la mesa y me dirigí a los aseos pasando muy cerca de la mesa de aquellos dos tipos. Los miré a los dos a la cara durante todo el tiempo que me dirigí hacia ellos y mientras pasaba a su lado. No me devolvieron la mirada, pero sentí su olor a exceso de loción y a miseria. Al fondo, cuando abría la puerta que daba entrada al cuarto de baño, sentí a mi espalda el sonido de la silla arrastrándose de uno de ellos y sus pasos iniciando el camino detrás de mí. Una vez dentro y dispuesto a enfrentarme con él, me puse de espaldas a la pared de cara a la puerta, esperando que esta se abriera. Tenía el cuerpo en tensión, no sabía cómo abordar el asunto ¿Qué querían? ¿Por qué me seguían? No había duda de que lo hacían, ahora no ¿Debía habérselo comentado a Gabriela? ¿Y si su intención era violenta? ¿Por qué venía hasta el lavabo? Era la primera ocasión en la que podían tenerme en un sitio cerrado, fuera de la vista de los demás ¿Era buena idea esperarlo así? Busqué nerviosamente a mi alrededor, todo lo rápido que pude, algo que pudiera servirme de arma por si fuera necesario defenderme. No vi nada. Sólo mi cara pálida en el espejo y mi respiración acelerándose. Me giré y entré en uno de los dos cubículos con wáter que había. Los dos estaban vacios. Volví a mirarme en el espejo antes de cerrar la puerta y asegurar el pestillo. En el mismo instante que lo hice escuché como se abría la puerta del aseo. La misma puerta que unos segundos antes yo había estado desafiando, esperando que se abriera. Escuché sus pasos de suela de goma ir de un lado al otro frente al lavamanos doble. De repente se oyó un golpe brusco del portazo que dio la puerta contigua del wáter que yo ocupaba. Escuché una suerte de gruñido. Por debajo de la puerta sentí sus pasos situarse delante de la puerta donde yo estaba. Vi su sombra ensancharse y comprendí entonces que estaba agachándose para mirar por debajo de la puerta. Escuché el ruido de sus ropas doblarse mientras mis piernas y mi espalda se tensionaban de auténtico pánico. Tuve la tentación de asir el pomo y abrir, pero me contuve, o no me atreví. Pasados unos segundos volví a escuchar sus pasos dirigirse hacia el comedor. Dejé pasar unos minutos. Abrí silenciosamente la puerta del cubículo mal oliente. Me puse frente al espejo, frente al lavamanos. No era yo, aunque lo parecía, ligeramente. Me lavé las manos y me refresqué la cara y el cuello para recuperar el sosiego. Entonces me decidí. Ahí fuera estarían también el hombre que escribía, el extranjero que hablaba con aquella mujer, la pareja joven y, por supuesto, quedaban aún a la vista unos dos o tres camareros. Decidí salir a interrogar a aquellos dos. Siempre era mejor tener testigos. Tomé aire, apreté los puños y salí decidido hacia el comedor. Los dos tipos ya no estaban. Sus sillas estaban vacías, e incluso su mesa ya estaba preparada de nuevo, con nuevo mantel y un nuevo servicio de cubiertos y platos para los siguientes comensales, que ya seguro esperarían para mañana. No estaban y no habían dejado rastro alguno. Inspeccioné en redondo el comedor. La mujer y aquel hombre ya se levantaban para salir. El hombre que escribía seguía allí. Los dos jóvenes recibían la cuenta de uno de los camareros. Miré a través de la puerta por si los atisbaba fuera, en la calle. Nada.

Gabriela jugaba con las cuatro cucharas entre sus dedos. Al verme, las volvió a colocar en su posición inicial. Alineadas, equidistantes. Llegué hasta la mesa y mientras me sentaba tomé las cuatro cucharas, las envolví en la servilleta y, sin pensarlo, las introduje en el bolsillo de mi pantalón. Gabriela sonrió con los ojos abiertos, fascinada. Vi la cuenta sobre a mesa.

-¿Te apetece un café?

-Mmm…. Sí, claro ¿Por qué no alargar este momento?

-¡Garçon, dos cafés más por favor!

Salimos bastante tarde del restaurante, aunque no fuimos los últimos. Decidimos bajar hasta el Vieux Lyon caminando, serpenteando por las escaleras en zigzag y las callejuelas que descienden la ladera. El funicular seguramente ya no operaba a esa hora, pero ni siquiera nos lo planteamos. Instintivamente echamos a andar.

La temperatura era más cálida que cuando habíamos subido. Sin apenas notarlo ya estábamos frente al monumental Palais de Justice, brillando imponente sobre el Quai Romain Rolland y un par de minutos después sobre la pasarela metálica que cruza de regreso el Saona hasta el Quai dels Celestins. El agua circulaba bajo nuestros pies, impávida, negra, brillante y silenciosa, testimonio mudo y cómplice de la última sentencia de Gabriela,  “No puedo quedarme todo el fin de semana como te había prometido. No te lo dije antes para no estropear nuestra velada. Ha sido maravillosa. Pero debo volver a Barcelona mañana temprano para atender unos asuntos en la universidad que requieren, ineludiblemente, mi atención”

Sobre la tierra roja. Los dos jóvenes entrelazados se detienen de nuevo. Deben tener no más de diecisiete o dieciocho años. Son gruesos, redondos. Miran hacia arriba dejando que la lluvia descargue lágrimas sobre sus rostros. La luz entre las costuras de las grisáceas nubes ilumina sus caras. Tienen las facciones típicas de las personas con síndrome de Down. Los dos. Las de él son más marcadas y sus ojos se achinan hasta el infinito cuando abre inocentemente su boca. Sonríen, despreocupadamente. Ella echa atrás su cabeza, abre su boca y saca la lengua al cielo. Él la imita. Se miran después. Ríen. Caminan unos pocos pasos. Se mojan. Se empapan. Él la pone frene a sí. Se aprietan el uno contra el otro sobre la tierra roja, sanguinolenta. Se besan apasionadamente, con total entrega, obscenamente sin serlo. Intercalando carcajadas. Todos los transeúntes, reptiles y sombras, resguardados de la lluvia bajos los toldos y las cornisas, los miran en silencio y asombro. Comprensión. Resignación. Envidia. Yo también los observo. Dan unos pasos más, torpemente, asíncronos avanzan con dificultad sin pretenderlo ¿Qué más da? Cada gota es parte de la lluvia.

-¿Por cierto Josué, has pensado ya cómo revertir tus súper cualidades en beneficio de tu comunidad? –me preguntó después Gabriela-.

-Mi comunidad eres tú, Gabriela –le dije-.

Me miró con aire severo. El hotel ya estaba cerca. Su alma, no.

-Ya sabes a qué me refiero, Josué.

-Tú también.

-Sabés que no debe haber intersecciones.

-Sabes que no hay marcha atrás, Gabriela. Ya somos casi una pareja ¿Qué lo impide?

-¿Casi una pareja?

-Pues sí, casi todo está dispuesto. Sólo faltas tú.

-¿Casi? ¿Lo has dicho seriamente? De los "casi" no se vive; casi comí, casi respiré hoy…  No es suficiente. La vida no se puede vivir a medias, ni aunque se pretenda. Incluso el sueño es cien por cien vida.  

-¿Pues?

-No alcanza, Josué, no alcanza con robar besos. Lo sabés ¿Verdad? Las expectativas no se sostienen. Las piezas no encajan. El deseo no es suficiente. No deberías insistir.

-No lo haré.

Subiendo en el ascensor hasta nuestra habitación saqué de mi bolsillo el paño que envolvía las cuatro cucharas. Sin mirarlo, y sin mirarla a ella, puse el pequeño obsequio en la palma de su mano. Cuando sus dedos se cerraron para asirlo, rozaron los míos y un escalofrío cálido recorrió desde mi brazo toda mi espalda. En el reflejo del cristal pude ver su mirada, comprensiva y sincera.

-Josué, me encantaría ser Amiga tuya, pero no creo que debiéramos avanzar como pareja.  

-¿Por qué no?

-Porque los dos somos capaces de hacernos daño mutuamente y, más tarde o más temprano, todo poder acaba ejerciéndose. 

La dejé en la habitación sin nada que decir y bajé de nuevo en el ascensor de camino al bar del hotel. En el bar del hotel Le Royal las paredes son rojas, el suelo es rojo, el techo es rojo, e incluso las mesas y las butacas son de un color rojo intenso. Es como habitar dentro de la sangre. Tomé alguna cosa. No recuerdo qué. El barman iba y venía así que salvo esa intermitente y silenciosa compañía, estaba solo. Bueno, sólo yo y la nausea. Cuando volví a la habitación, Gabriela dormía y ya no estaba.

Quizás, todavía esté en Lyon y en realidad no se ha marchado, sólo se ha alejado de mí. Su maleta no era para una sola noche.

No creo que ella pase por esta plaza, pero por si acaso, yo miro.

X

L

I

X

Y

s

i

n

e

m

b

a

r

g

o

l

o

s

L

i

b

r

o

s

 

 

-No te preocupes por la hora, Josué ¿Qué ha ocurrido?

Ir a la siguiente página

Report Page