Memento mori

Memento mori


Capítulo I

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Víctor se retiró hasta su armario, buscó el móvil y lanzó una llamada.

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La enfermera, que asistía a la conversación, dejó unas grageas y un vaso de plástico lleno de agua y salió tras el doctor sin decir ni pío.

Cinco horas después, la misma enfermera le comunicó el alta. Se vistió, aceptó a regañadientes la medicación y recibió un plastificado con cinco pastillas, suficientes para dos días, dijo la enfermera, tendiéndole la receta para reponerlas al cabo de ese tiempo.

Víctor dejó el coche en el aparcamiento de la urbanización donde vivía y tiró las pastillas que le había dado la enfermera a una papelera. Se trataba de una acumulación de dúplex de dos plantas cerca de la costa, con piscina y jardines comunitarios, en la que apenas había ocho o diez vecinos durante el invierno, la mayoría de ellos jubilados ingleses, holandeses o alemanes. Había elegido esta vivienda porque le procuraba una soledad acogedora durante el invierno.

Al bajar del coche sintió el olor del mar, muy cercano. Miró el horizonte, tras el pequeño muro del paseo marítimo, y pudo ver el Mediterráneo color zinc del atardecer de invierno. Pronto comenzará la primavera, adelantada en esta tierra africana, pensó.

Recogió sus cosas y entró en casa. Todo estaba como lo había dejado.

Precavido, por si fallaba la resucitación, había dejado un sobre, el sobre de siempre, dirigido al juez que correspondiera, como un suicida típico, donde explicaba que su muerte se había debido a su propia mano, que nadie buscara extrañas explicaciones y que lo incineraran y lo recordaran sólo con un lacónico epitafio: “

A Víctor Tabiano, que murió y resucitó tantas veces como pudo. Ni Cristo llegó a tanto.

Acarició el sobre y lo guardó en un cajón con llave. Hasta la próxima, que no iba a tardar mucho. Aunque antes tenía mucho que hacer.

Casi le reventaba ya la bragueta. Sentía la excitación a flor de piel. Encendió la calefacción e hizo una llamada. La mujer que respondió se alegró de oír su voz. Esa llamada le iba a proporcionar un buen sobresueldo esa semana.

Víctor dejó el teléfono sobre la mesa y fue desnudándose hasta el cuarto de baño. Dejó manar el agua sobre la bañera y comprobó que las sales se disolvían dejando una flor de encaje cambiante en la superficie. Miró el reloj. Tenía tiempo suficiente. Fue al dormitorio y lo dejó todo preparado: la crema junto a la cama, la sábana especial, la calefacción, la ventana entornada, el anillo pulcramente manejado en la mesilla, al alcance de la mano, para el instante preciso, los instantes precisos.

Se tomó un analgésico para los dolores musculares provocados por el ahorcamiento y se metió en la bañera, a esperar. Fumó un cigarrillo, sintiendo ya la excitación que dominaba su cerebro totalmente, como si no pudiera haber otra cosa en el mundo, como si cualquier otro pensamiento rompiera una tela invisible pero poderosa que lo confinaba a un estado extraordinario y confuso donde sólo podía existir ese deseo, esa zozobra de la carne.

Dejó caer la cabeza hacia atrás y entornó los ojos. Intuyó la poderosa seducción como la había sentido el día anterior, en el instante en que tiró la escalera y se sintió morir. Esos dos momentos, esos dos instantes... son toda la Vida...

 

 

 

Reprimió unas lágrimas anticipadas. Se puso los pantalones de lona, militares, que había adquirido en una tienda de ropa de segunda mano. Se puso una chaqueta de camuflaje, adquirida junto a los pantalones, sobre un jersey oscuro. Guardó los guantes de soldador en un bolsillo. Calzó las botas de clavos con punta de acero. Luego cogió las llaves del coche y, una vez en el sótano, la pértiga con la horca.

Ya le llegaban los ladridos de Ángel, su perro. Era un pointer de cinco años, de pelo blanco con ribetes gris oscuro, de cuerpo atlético y músculos largos, al que amaba con pasión.

Ángel se apresuró a luchar con sus patas contra la jaula, jadeando, esperando el momento de recobrar la libertad junto a su amo.

Matador abrió la perrera y Ángel saltó a su regazo, esperando primero la caricia, antes de corretear de un lado al otro del patio. Así hizo tras recibir la palmada en el lomo que le concedía la libertad. Corrió de una tapia a la otra, saltó por encima de troncos, piedras y cachivaches que su dueño tenía esparcidos por todo el patio, meó en la esquina de siempre, la más alejada de la casa y luego se acercó al coche, esperanzado.

Matador cerró la casa, abrió la puerta del patio y luego la puerta trasera del Land Rover. Ángel subió de un salto.

Echó el hombre un último vistazo a la casa, como si se despidiera para mucho tiempo o como si reconsiderara volver a entrar, esconderse definitivamente en ella, no volver a sufrir, alejado de todo, alejado de todos.

Amaba aquella casa casi tanto como a Ángel. La había comprado con el dinero que tanto le costaba ganar. Había tenido que enterrar a muchos. Había tenido que deshacerse de muchos cadáveres. Había tenido que triturar y luego tirar muchos esqueletos en su puto trabajo para poder comprar aquella casa.

Tenía una parcela para él solo de cinco hectáreas. Estaba a tres kilómetros de la ciudad y sólo se podía acceder por uno de los caminos rurales más recónditos de Baria. Sólo quienes tenían tierras alrededor lo conocían. Él había agrandado lo que al principio no era más que una casa vieja y medio derruida. Había añadido algunas dependencias, había aprovechado unas cuadras de bestias para hacer un sótano y había rodeado toda la casa de una tapia de piedra y cemento, tan rústica como debía ser hacía cincuenta o sesenta años.

Vivía solo. Y jamás hubiera querido que alguien, ni siquiera una mujer, viviera allí con él. Siempre había pensado que, caso de enamorarse, alquilaría un piso en la ciudad, pero esta casa sería sólo para él y sus perros.

Había llegado a tener más de diez al mismo tiempo. Pero el trabajo de encargado en el cementerio, que había conseguido hacía años, le impedía dedicarse completamente a sus perros. Así que poco a poco los había ido vendiendo. De esto hacía tres años. Y se había arrepentido siempre. Sentía como si hubiera vendido a su propia madre. Se había quedado con el más pequeño: Ángel.

Matador acarició el lomo del pointer, que, aunque había entrado por la puerta trasera siempre saltaba hacia delante y se colocaba como un copiloto. Matador sonrió. Sentado en el asiento, esbelto, mirando fijamente hacia el frente, Ángel parecía un niño despierto. El hijo que nunca tuvo.

Arrancó y comenzó a pensar aquellas cosas. Los sueños poblados de cadáveres, cadáveres recientes o viejos, que antes removía sin emoción alguna en el cementerio y que, sin embargo, últimamente se enredaban en su conciencia como si quisieran decirle algo. Hasta que aquella enfermedad le desveló la revelación definitiva. A la que ahora daba curso. A la que ahora se dedicaba, a riesgo de romperse en jirones el corazón. Pronto tendría que culminar su trabajo. Y entonces...

Acarició con ternura al animal, que giró la cabeza hacia el amo y luego la volvió al frente, disciplinado.

Salió al camino. La puerta se cerró con contundencia de hierros tras él y Matador tomó el camino de vuelta a la ciudad.

 

 

 

Los tacones sobre el entarimado. El ritmo de su corazón se aceleró. Sonrió cuando la vio en la puerta del baño, mirándolo con una seriedad de trabajadora eficiente.

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Ella dejó caer la gabardina. Sólo llevaba un salto de cama, casi transparente, azulado, que difuminaba ligeramente las opulentas líneas de su contorno y dejaba entrever el volumen inconmensurable de sus pechos. Víctor sintió renacer la erección bajo la espuma. Mientras la esperaba no podía evitar rememorarla, impaciente. Pero no quería estar permanentemente excitado, quería reservar fuerzas, y trataba de pensar en otra cosa. Ahora, como un resorte, su lujuria se disparó como las burbujas contenidas de una botella de champán largamente agitada.

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Sus ojos se llenaron de lágrimas. ¡Qué suerte había tenido al conocer a Marta! La puta más infeliz de la provincia. La que apenas podía llevarse otra cosa que tarados o lastimeros borrachos de última hora. Está gorda, ¡¡¡gordísima!!!, eran los comentarios de todos. Pero esos todos eran los mismos ignorantes que no podrían comprenderlo a él, aunque vivieran mil años.

Víctor se levantó de la enorme bañera redonda, satisfecho de estar ya dispuesto.

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Marta recogió una toalla de baño y se acercó hasta él. Lo besó en los labios. Marta tenía unos labios gruesos, como el resto de su cuerpo, el colmo de la carnalidad hecha mujer. Víctor se excitó inmediatamente, sintiendo la tensión de la urgencia al tiempo que luchaba contra sí mismo. Ella lo secó con mimo, cada rincón de su cuerpo.

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Caminaron abrazados hasta el dormitorio, chocando con las paredes del pasillo, revolviéndose al besarse para poder atravesar las puertas, demasiado estrechas para las hechuras de Marta.

Cuando estuvieron en el dormitorio, Marta lo lanzó contra la cama y él se quedó tendido, esperándola impaciente.

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Marta se arrodilló junto a él. Sacó unos pañuelos de seda de su bolso.

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Marta le ató las muñecas al cabecero de la cama y le vendó los ojos. Después, se levantó de la cama.

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