Memento mori

Memento mori


Capítulo I

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Víctor se tensó, moviendo las caderas. No estaba seguro de poder aguantar hoy demasiado. La necesidad, que tan arduamente había emergido tras la resurrección de ayer, ahora le atacaba aguda y punzante como una aguja, y temía no poder controlar sus sensaciones.

El silencio se le hizo eterno. Sólo era roto por un suave roce que no acertaba a adivinar de qué se trataba. Por fin sintió el enorme cuerpo de Marta a su lado. Se había tendido junto a él. Sintió su aliento en la oreja. Olía a menta y rosas. Los enormes labios le rozaron el lóbulo de la oreja. Se sintió estremecer, un estremecimiento involuntario, una sacudida del cuerpo que iluminaba su ceguera como un estallido.

Al tiempo que los labios de Marta repasaban su cuello, su nuca, su garganta y su pecho, algo helado y suave paseaba por su piel.

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Marta continuó la ruta del deseo en el cuerpo de Víctor, a quien la tensión le tensaba los músculos hasta el dolor. Marta se desnudó completamente y acercó sus enormes tetas a la cara de Víctor. Él abrió la boca como un sediento, pero los pechos resbalaron por la frente, por las mejillas, por los labios, por el cuello, por el pecho. Luego por el vientre, por las piernas. Víctor sentía algo muy parecido a lo que había sentido en el momento de darle la patada a la escalera. Rió con ganas. Volvió a reír. Y entonces, Marta, que jugaba con ese objeto helado y suave entre sus muslos, lo introdujo en Víctor con una firmeza y una precisión de cirujano. Víctor se estremeció y la risa se transformó en ausencia de aire, en dolor y en algo indefinible que ni siquiera era placer, sino algo que estaba más allá. Satisfecha, Marta apretó sus labios en torno a la polla y Víctor alargó su muerte largos segundos.

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Marta recogió el anillo de la mesilla de noche y se lo puso en la empuñadura. La polla de Víctor parecía un globo a punto de explotar. Luego se la volvió a introducir entre sus enormes labios, al tiempo que giraba el artilugio que penetraba a Carlos y éste se retorcía, apretando los dientes.

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Víctor se sentía morir. Ahora sí. Ahora sí. Marta le había hecho alcanzar un grado de conciencia que nunca antes había alcanzado. Él sabía, intuía cuando todo comenzó, que había algo más allá de un polvo ordinario. Lo había intuido al mismo tiempo que algo le decía que tras su primer accidente, tras el segundo, cuyas sospechas acerca de que lo había provocado inconscientemente cada vez eran más evidentes, que también en la carne estaba el instante final, que había una coincidencia de extremos que se tocan, de polos positivo y negativo que se atraen al tiempo que se repelen. Carne y muerte. Muerte y carne. Que ambas se encuentran en ese instante único por el que merece la pena vivir y por el que merece la pena morir.

Víctor se sintió morir. Marta lo llevaba una y otra vez al extremo. Luego le presionaba y ceñía el anillo. Ya el dolor se confundía con la enajenación y desde allí brotaba, en la ceguera, un paroxismo de luz y de estrellas que lo transportaba lejos, tan lejos, que no había otro final posible que estallar, una implosión de sangre y humores en el interior tan hondo del cuerpo que parecía algo lejano e impensable, algo íntimo y al mismo tiempo ajeno, interior y exterior, carne y alma unidas. Víctor estuvo muy lejos de sí mismo y, a la vez, él era todo el Universo. Espacio y Tiempo fundidos. Conciencia viva y muerta. Un instante fugaz e inmenso, del que sería doloroso recobrarse. Lanzó un gemido brutal, ahogado, sordo, que le hizo tensar su cuerpo hasta el punto de elevar en el aire la carne generosa y el peso descomunal de Marta. Allí se quedaron, suspendidos, un instante eterno. Hasta que Víctor cayó sobre la cama, el cuerpo de Marta encima, muerto y feliz.

 

 

 

La había visto un atardecer en que su dueño, un hombre de elevada estatura y anchas espaldas paseaba cerca del cementerio. El hombre aparcó su coche en la explanada que se extiende ante el cementerio, bajó del coche, abrió el maletero y la hermosa perra saltó de él haciendo cabriolas, luego corrió desesperada de un lado a otro, una vez, dos veces, tres veces, hasta cinco veces, para volver después junto a su amo, quien comenzó a caminar lentamente, sin prisas, bordeando las tapias del cementerio y adentrándose en la parte posterior de la meseta, donde algunos, de cuando en cuando, acuden para ver las vistas del interior del valle.

Matador se había enamorado instantáneamente de la perra. Quería mucho a Ángel, sí, pero si él hubiera sido el amo de aquella perra la hubiera amado también, con verdadera pasión. A Ángel como a un hijo. A esta perra, como a una mujer.

Oyó que el hombre la llamaba Fortuna. Completamente negra, sin manchas, de pelo corto y fuerte. No tenía pedigrí, ni falta que le hacía. Aunque Matador estaba seguro de que uno de sus ascendientes era ratonero. Lo delataban los ojos oblicuos, las orejas erguidas, la figura esbelta y ágil.

Si su estampa era magnífica, mucho más era verla en acción. Matador la había espiado con verdadera devoción durante días. Se había acercado a la casa del dueño, al que había seguido aquella tarde cuando, tras un buen rato después de ponerse el sol, volvió con la perra al coche y condujo hasta la ciudad.

Afortunadamente, el hombre vivía en las afueras, en una barriada pequeña y coqueta, de casas familiares tradicionales, con su patio y su verja. Y Fortuna estaba allí todas las tardes y todas las noches, ya esperanzada en que el amigo casi invisible, pero bien oloroso (Matador se refregaba aliagas y otras plantas para que el animal terminara reconociéndolo por el olor), le acercaba por la verja algún hueso fresco o algún trozo de carne que la perra olía, primero con prevención, luego con devoción, para después deglutirlo con ruido de huesos que triscan huesos y lengüetazos largos y sabrosos.

Pero no fue fácil al principio. Por mucho que le ofreciere olorosos alimentos, el animal era una auténtica fiera. Era vivaz, valiente y con mucho genio en la pelea. Matador lo había observado con delectación. El bello animal desconocía el miedo y sus dentelladas dejaban siempre en áspera y derrotada incertidumbre a sus enemigos, sorprendidos sin duda por su determinación. Era también dócil y fiel con los niños. Su amo lo había enseñado bien. Podían jugar con la perra, abrazarla, subirse encima, y el noble animal resistía pacientemente. Pero si pasaba otro perro cerca, se lanzaba sobre él sin importar tamaño ni raza, la boca abierta en busca de la dentellada certera, y toda su paciencia anterior se transformaba en valiente ferocidad.

Se le rompería el corazón. Matador lo sabía. Mucho más que la vez anterior.

Esperó pacientemente en el coche hasta muy tarde, hasta que hacía mucho que se habían apagado las luces del interior de la casa.

Bajó del coche y se acercó a la puerta de la verja. Fortuna ladró. Corrió hasta la verja, pero enseguida reconoció el olor y se apaciguó. Matador le entregó por entre los hierros de la verja un hueso fresco y la perra se entretuvo con él. Matador forzó la cerradura de la verja y dejó la puerta ligeramente abierta. Sacó de un morral un trozo de carne fresca y lo mostró al animal. Fortuna salió del patio en silencio y siguió al hombre. Matador tomó un callejón que desembocaba en un solar vacío y, más allá, unos bancales de naranjos. Allí tiró el trozo de carne. Fortuna se lanzó a por su comida. Matador miró atrás, pero no vio nada alarmante. Todo estaba en completo silencio.

Extrajo la pértiga de la mochila que llevaba colgada al hombro. Se puso los guantes. Abrió la pértiga, que estaba plegada como una caña de pescar y tiró del hilo con fuerza, para estar seguro de que el nudo corredizo haría su trabajo. Esperó con ojos empañados y, cuando la perra más confiada estaba, entregada al banquete, lanzó la pértiga y el nudo, preciso, se cerró en torno al cuello del animal. Matador tiró con toda la fuerza de que fue capaz. Fortuna saltó en el aire como si algo le mordiera el corazón. Intentó debatirse, giró el cuello loca, se arrastró, se elevó, volvió a saltar, intentó lanzar una dentellada, pero sólo mordió el aire oscuro. Erguía su elegante cuello negro en busca del aire que ya empezaba a faltarle. Matador apretó aún más, el animal giró sobre sí mismo y cayó al suelo. Arrastrándose, intentó acercarse a su verdugo, pero era imposible. La distancia que imponía el cruel artilugio le impedía defenderse. Matador se avergonzaba de sí mismo. Era una forma cobarde de asesinar, asegurando su impunidad. Lloró mientras la perra agonizaba. Finalmente, dio un tirón supremo y de la negrura de la perra y de la noche surgió un gemido casi humano. El rostro de matador estaba arrasado de lágrimas. Tuvo que pasar la manga por los ojos para secarse la humedad y poder mirar de cara la ignominia que cometía. Pero era necesaria, se convenció apretando los dientes, llorando más. Fortuna dejó de respirar, apagó su vida dejando caer lentamente la cabeza entre sus patas delanteras, frente a su verdugo. Matador se acercó al animal. Se arrodilló ante la perra y acarició con amor su pelo corto y fuerte. Aún estaba caliente, pero no había corazón latiendo en el interior de la carne. Recordó otro corazón. El del perrito que había matado ayer. Se encogió sobre sí mismo y estalló en sollozos. El negro lomo del animal lo hacía casi invisible en la penumbra de la noche. Matador tuvo la sensación de que acariciaba la pura noche muerta.

 

 

 

Esperaron, como cada día, a que cayera la noche sobre la ciudad. Pasaron la tarde, como tantas otras, en las plazas de Baria, en sus calles, buscando alguna moneda suelta, algún acto de caridad que les entrara en el bolsillo o en el gaznate. Se habían guarecido en el portal de una iglesia con misa a las siete y habían rapiñado unas monedas de las escasas beatas que buscaban la salvación a diario. En un colmado de barrio compraron tres litros de vino barato de tetrabrik y consiguieron unos bocados en un bar cubierto de mugre.

Pero ya la noche refrescaba. La humedad del mar se cernía sobre ellos como una amenaza. Guardaron bajo los abrigos raídos y los guardapolvos sendos tetrabriks para pasar la noche y ascendieron por un camino de tierra, apartándose de la carretera para no despertar la curiosidad de algún paseante de última hora o de las parejas que buscaban la guarida nocturna del cementerio para rapiñar un polvo en el coche. Culminaron la subida resoplando. Luego bordearon las tapias del cementerio y atacaron el oscuro y silencioso castillo por la retaguardia.

Una antigua brecha en los muros, un montón de tierra apilado accidentalmente bajo la tapia y un árbol del que la Providencia había hecho brotar una gruesa rama, les permitía acceder cómodamente para sus viejos y castigados huesos hasta el interior del cementerio.

No estaba el Land Rover del guarda, así el discreto refugio estaba a su disposición.

Caminaron por pasillos entre nichos, sin poder evitar del todo Rancio y Manchuca esa cierta reticencia que la presencia cercana de la muerte siempre impone. Buscaron la zona residencial, esto es, los panteones más amplios y confortables y comprobaron que nadie se había fijado en la cerradura del panteón de la familia Castellanos. Volvieron a abrir y entraron alumbrándose con encendedores.

Pronto, cada uno buscó su rincón. Aquel lugar de frío y duro suelo al que sus cuerpos se habían acostumbrado en los últimos días. Buscaron los cartones y las mantas que habían escondido en un recodo de la amplia habitación, allí donde los nichos de yeso escondían un rincón, y los dispusieron concienzudamente para un mejor descanso.

Una vez acomodados, tiraron en medio, con soltura de jugador que suelta la baraja, un paquete de tabaco y el primer tetrabrik, que abrieron con un tirón certero que no evitó derramar algunas gotas.

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Manchuca no contestó. Se limitó a lamerse los dedos de su mano, sabrosos del vino joven.

El General comenzó a hacer los honores. Elevó el cartón en un brindis silencioso y lo acercó a su boca, donde dejó brotar el fértil manantial durante un tiempo que a los otros les pareció una eternidad. Luego, encendió un cigarrillo lentamente y tragó el humo hasta el fondo, soltando un ahhhh tan profundo como satisfactorio.

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Bebieron los otros y dejaron el cartón de vino entre ellos, a sus pies. Todos lo miraban en silencio, con una mezcla de adoración y angustia, como a un dios menor cuyos designios se ignoran. Todos querían comenzar otra ronda. Pero sólo había tres cartones. Había que darle un poco de tregua o en un rato estarían tan secos y nerviosos como una rata en una caja de latón.

Rancio propuso hacer un poco de fuego. Tenía frío.

El General, para salvaguardar su artrosis y su edad, se ofreció a guardar el vino, jurando que no lo tocaría hasta que volvieran los demás. Rancio y Manchuca salieron, no sin reticencias, pues, aunque admitían la autoridad de El General, que los conducía con el ascendiente de un guía espiritual, no se fiaban de que no cayera en la tentación de hurtarles una parte de su espíritu y de su sangre, tomando traidores sorbos de vino.

Por eso, apenas tardaron tres minutos en conseguir tres ramitas y un poco de broza para la lumbre. Al fin y al cabo, no podían hacer una hoguera, sólo buscaban un poquito de calor.

Ambos, Manchuca y Rancio, creyeron observar, con rencor, un cierto brillo en los labios de El General. Pero nadie dijo nada. Manchuca tocó el sagrado cartón y comprobó que el peso y el ruido del líquido elemento continuaban llenando de emociones sus sentidos.

Cortaron un trozo de cartón y pusieron encima las ramitas y la broza. Pronto salió un hilo de humo y una llamita que les calentó el alma, pues el cuerpo se calentó aún más con los tragos de la siguiente ronda, en los cuales Manchuca y Rancio olvidaron su pudor y bebieron a morro suelto. El General les llamó la atención, pero nada pudo hacer para evitarlo.

Fumaron un rato en silencio, hasta que Manchuca comentó la paliza que había recibido un amigo.

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