Melanie

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Están avanzando a buen ritmo, supone Caroline Caldwell.

Pero no puede asegurarlo, porque ha perdido un poco la noción del tiempo por culpa de dos factores externos. El primero es una fiebre que padece desde la tarde del día anterior. El segundo es que, por culpa de su propio descuido, se ha deshidratado al caminar, lo que exacerba los efectos del primer factor.

Contempla su propio estado con cierto distanciamiento, no porque su vocación científica condicione todo lo que hace, sino porque realmente eso la ayuda. Así puede percibir la enferma fatiga de sus miembros, identificar el dolor de cabeza que le provocan los pequeños pero constantes impactos de los pies sobre el asfalto, y aun así seguir moviéndose sin descanso, porque son circunstancias puramente fisiológicas, sin el menor peso sobre lo que está haciendo su mente.

Que no es otra cosa que dar vueltas y vueltas a viejas preguntas, a la luz de nuevas evidencias.

Ha leído numerosos y detallados informes sobre la alimentación de los hambrientos, pero nunca la había presenciado con sus propios ojos (puesto que la alimentación de los sujetos de prueba, en condiciones artificiales y controladas, es algo totalmente diferente). Le resulta chocante que los hambrientos que se alimentaron del hombre del coche siguieran comiendo hasta que su cuerpo dejase de ser viable, hasta acabar con casi toda la carne de la parte superior del torso y dejarlo prácticamente decapitado.

Parece algo contradictorio. Caldwell habría esperado que el patógeno zombi estuviese mejor adaptado. Habría esperado que el Ophiocordyceps manipulase con mayor habilidad las células del hipotálamo para reprimir el impulso devorador tras los primeros bocados, de manera que los recién infectados tuviesen mayores probabilidades de sobrevivir. Sin duda sería una conducta más eficiente, puesto que un huésped viable se convertiría a su vez en un nuevo vector y daría al patógeno más oportunidades de multiplicarse rápidamente en un ámbito ecológico determinado.

Puede que sea un efecto secundario de su lentísima maduración. El caso es que esta cepa del Ophiocordyceps nunca alcanza su fase sexual definitiva, sino que se reproduce por neotenia asexuada en los entornos favorables de la sangre o la saliva. Lógicamente, cabría suponer que esto impedirá la propagación de mutaciones favorables.

Una posibilidad que debe tener presente en la próxima ronda de disecciones. Examinar con más detenimiento las células del hipotálamo. Buscar distintos niveles de penetración por parte de los micelios fúngicos.

A kilómetro y medio de Stevenage —lo bastante cerca como para ver los tejados de las casas y la aguja de pizarra azul de un campanario—, el sargento Parks da la orden de parar. Se vuelve hacia ellos y les dice lo que va a pasar mientras señala el cielo como un testigo implacable.

—El sol se pondrá dentro de menos de dos horas. Es posible que esos chatarreros estén buscándonos aún, pero aun así necesitamos un sitio para pasar la noche y es ese. Gallagher y yo nos adelantaremos y desinfectaremos lo que haya que desinfectar. Luego volveremos a buscarlas. ¿Están de acuerdo?

No lo están, salta a la vista. Caldwell lo ve en la cara de Justineau, pero decide presentar el argumento ella misma porque sabe que lo hará de manera más clara y sucinta.

—No va a funcionar —le dice a Parks.

—Lo hará si hacen ustedes lo que se les dice.

La doctora abre las manos sin separarlas, como si estuviese presentando las palabras del hombre para su inspección. Un desagradable temblor aqueja las yemas de sus dedos.

—Precisamente por eso no va a funcionar —dice—. Porque nos ve usted como unas simples civiles, a las que deben proteger el soldado Gallagher y usted como escolta militar. Al tratar de asumir todos los riesgos, lo que está haciendo es aumentar los que corremos nosotras.

Parks la observa con frialdad.

—Evaluar los riesgos es una de mis responsabilidades —le dice.

Ella se dispone a explicarle por qué ha evaluado mal en este caso cuando Helen Justineau se le adelanta.

—Tiene razón, sargento. Estamos a punto de entrar en una zona urbana, donde lo lógico es que encontremos muchos más hambrientos en todas las fases de la infección. Es un terreno peligroso y no sabremos cuánto hasta que no estemos en ella. De manera que, ¿no le parece absurdo tener que atravesarla tres veces? Tendrán que reconocer el terreno, luego volver a recogernos y después entrar allí de nuevo. ¿Y qué será de nosotras si los chatarreros vuelven a aparecer mientras no están? Aquí, a campo abierto, no duraríamos un segundo. Es mejor que vayamos juntos.

Parks lo piensa durante unos segundos. Pero Caldwell, que lo conoce bastante bien, confía en su respuesta. No es de los que dice que no a algo por el mero hecho de que la idea sea de otro. Justineau y ella tienen razón y no hay más que hablar.

—Muy bien —dice al fin—. Pero ustedes dos nunca han hecho esto antes, así que más vale que sigan mis órdenes. Ahora que lo pienso —dice mientras mira de soslayo al soldado—, ¿alguna vez has hecho una incursión urbana, Gallagher?

El soldado sacude la cabeza.

Parks resopla lentamente, como un hombre que se dispone a agacharse para coger una carga muy pesada.

—Muy bien. Las reglas del camino siguen en vigor, especialmente la de mantener la boca bien cerrada, pero esto va a ser algo distinto. Es prácticamente seguro que veremos hambrientos y que estaremos en su campo de visión. Lo que nos interesa es no llamar su atención. Muévanse lentamente y sin brusquedad. No los miren directamente a los ojos. No hagan ruidos repentinos o fuertes. Fúndanse con el paisaje en la medida de lo posible. En caso de duda, mírenme y hagan lo mismo que yo.

Una vez que ha dicho lo que tenía que decir, se pone en camino. No quiere derrochar más palabras ni más tiempo. Caldwell lo aprueba.

Veinte minutos más tarde están acercándose a los primeros edificios. Nadie ha visto ningún hambriento, pero aún es pronto. Parks susurra unas órdenes y todos se paran. Los cuatro humanos no infectados vuelven a embadurnarse de inhibidor.

Penetran en la ciudad muy juntos para que ninguno de ellos ofrezca una silueta nítidamente humana. Se trata de un barrio residencial de clase alta, transformado en un montón de ruinas por casi un mes de frenéticos saqueos y guerrilla urbana y dos décadas de abandono. Los jardines son pequeños espacios de jungla que han traspasado sus fronteras para colonizar parte de la calle. La crecida maleza ha levantado las baldosas del suelo para abrirse paso y las zarzas ya maduras extienden unas ramas gruesas como puños, que parecen tentáculos de monstruos subterráneos. Pero la pobreza del suelo que hay debajo del pavimento les ha impedido unir sus fuerzas y derribar las casas de una vez para siempre. Reina un precario equilibrio de poder.

Parks ya les ha dicho lo que está buscando. No es una casa en una calle como esa, con vecinos por todos lados. Sería demasiado difícil de proteger. Quiere una estructura independiente, con su propio terreno, con un campo de visión aceptable al menos desde el piso de arriba y, si es posible, con una puerta intacta. Sin embargo, es realista y aceptará cualquier cosa que se asemeje razonablemente a esto con tal de no tener que adentrarse en el pueblo.

Pero no encuentra nada que le guste, así que siguen adelante.

Al cabo de cinco minutos de silencioso y concentrado avance desembocan en una avenida más ancha, como otras muchas calles. Hay una galería comercial. El suelo está cubierto de crujientes fragmentos de cristal, procedentes de los escaparates destrozados por los saqueadores de una época ya pasada. A sus pies hay latas vacías, frágiles como conchas por la acción corrosiva del óxido, que ruedan y cascabelean cuando se levanta la menor brisa.

Y hay hambrientos.

Puede que una docena, muy separados.

El grupo de humanos hace un alto al verlos. Solo Parks recuerda que debe ralentizar gradualmente sus pasos en lugar de pasar bruscamente del movimiento a la inmovilidad.

Caldwell está fascinada. Gira lentamente la cabeza para examinar a las criaturas una por una.

Son una mezcla de especímenes antiguos y nuevos. Es muy fácil identificar a los viejos, tanto por la ropa mohosa que llevan como porque están extremadamente demacrados. Cuando un hambriento se alimenta, lo hace también el patógeno. Pero si no consigue encontrar presas, el Ophiocordyceps extrae los nutrientes directamente de la carne del anfitrión.

Al acercarse más también es posible apreciar su moteada coloración. Las grisáceas hebras han roto la coriácea superficie de la piel formando una red de finas líneas que se cruzan y entrecruzan como capilares. El blanco de los ojos está teñido de gris y cuando el hambriento abre la boca se ve una pelusa del mismo color sobre la lengua.

Los hambrientos más recientes son menos andrajosos —o al menos, su ropa ha tenido menos tiempo de pudrirse— y aún conservan una apariencia a grandes rasgos humana. Paradójicamente, esto los hace mucho más desagradables a la vista, porque las heridas y desgarros por los que contrajeron la infección aún resultan visibles. En un hambriento ya viejo, la decoloración y el desgaste generales de la superficie de la piel y de la ropa, unidos a los micelios grises que lo cubre, atenúa y disimula las heridas, las transforma en un rasgo más de su condición.

Los hambrientos se encuentran en modo estacionario, lo que permite a Caldwell llevar a cabo esta inspección sin precipitación alguna. Están de pie, sentados o arrodillados en sitios aleatorios de la calle, completamente inmóviles, sin mirar nada y con los brazos inertes a los costados o —en el caso de los que están sentados— doblados sobre el regazo.

Parece que estén posando para un cuadro o sumidos en una introspección tan profunda que hubieran olvidado lo que estaban haciendo. Nada indica que estén esperando, que el menor ruido o movimiento inesperados puede hacer que se incorporen y entren en acción al instante.

Parks levanta una mano y ordena al grupo que reanude el avance con un movimiento lento del brazo. El gesto sirve al mismo tiempo como orden y como ejemplo de la lentitud con la que deben moverse. Él mismo abre la marcha, con el fusil preparado pero apuntando al suelo. También mantiene la mirada gacha durante la mayor parte del tiempo. Recorre su campo visual con miradas rápidas y breves. Sus ojos son la única parte de él que contradice la lentitud y pesadez de sus movimientos. Caldwell recuerda tardíamente la hipótesis de que los hambrientos conservan el rudimentario patrón de reconocimiento con el que nacen todos los bebés, que son capaces de reconocer un rostro humano y responden a él entrando en un estado de excitación y percepción ligeramente superiores. Sus investigaciones no han logrado confirmar ni refutar esta idea, pero está dispuesta a aceptar que podría ser verdad para todos salvo aquellos que han llegado a un estado de descomposición más avanzado.

Así que esquiva los ojos de los hambrientos mientras siguen avanzando lentamente por la avenida. Se miran entre sí o miran los escaparates abiertos, la calle que se abre ante ellos o el cielo, dejando que los macabros habitantes de aquella naturaleza muerta floten en la periferia de su campo de visión.

Salvo el sujeto de experimentación. Melanie parece incapaz de apartar la vista de sus congéneres. Los observa como si ejerciesen una fascinación hipnótica sobre ella, hasta el punto de que en una ocasión está a punto de tropezar por no mirar dónde pisa.

Este traspié provoca que el sargento Parks gire la cabeza —lenta, parsimoniosamente— y la fulmine con la mirada. La niña comprende la reprimenda y la advertencia. Responde con un cabeceo tan gradual que tarda diez segundos en completarse. Quiere hacerle entender que no volverá a cometer el mismo error.

Dejan atrás el primer grupo de hambrientos. Más casas, esta vez pareadas, y otra hilera de tiendas. Pasan junto a una calle lateral mucho más poblada. Los hambrientos permanecen en silencio, apelotonados, como si estuviesen preparándose para el comienzo de un desfile. Caldwell supone que convergieron sobre una víctima y luego, una vez terminado el banquete, en ausencia de razones para seguir moviéndose, se quedaron donde estaban.

Se pregunta, mientras sigue caminando, si la estrategia del sargento será sólida. Están penetrando mucho. Ahora tienen enemigos por delante, por detrás y —seguramente— por todos los lados. La expresión de Parks es de preocupación. Lo más probable es que esté pensando lo mismo.

Decide sugerir que vuelvan por donde han venido y recurran a la menos mala de una serie de malas opciones: pasar la noche en una de las casas adosadas de las afueras. Puede que allí tengan hambrientos como vecinos, pero al menos dispondrán de una vía de escape clara.

Pero entonces aparece delante de ellos un parque a la antigua usanza… o al menos lo que queda de él. La vegetación se ha transformado en una jungla, pero al menos es una jungla con una población de hambrientos muy escasa. Hay algunos de ellos en la avenida que rodea el espacio abierto, pero muchos menos que en la calle en la que están.

Y no solo eso. El soldado Gallagher, que es el primero en verlo, señala hacia allí lenta pero enfáticamente. Al otro lado del parque se levanta justo lo que el sargento les dijo que tenían que buscar: una casa solitaria, grande, de dos pisos, con su propia parcela. Es una pequeña mansión de diseño moderno, con una apariencia que imita la de las casas solariegas de épocas anteriores, aunque con un anacrónico exceso que la delata. Es el equivalente arquitectónico del monstruo de Frankenstein, con una fachada con entramado de madera, arcos góticos en los ventanales del primer piso, una puerta principal enmarcada por pilastras, y gabletes adheridos como mejillones al caballete del techo. El cartel de la entrada dice WAINWRIGHT HOUSE.

—Me vale —dice Parks—. Vamos.

Justineau se dispone a tomar la ruta más directa, a través del follaje, aunque Parks la detiene poniéndole una mano en el hombro.

—No hay forma de saber lo que puede haber ahí dentro —murmura—. Podría asustar a un gato o un pájaro y atraer a todos los pútridos en varios kilómetros a la redonda. Ciñámonos a las calles.

Así que, en lugar de atravesar la maleza y la grama, la rodean, y por eso la ve Caldwell.

Reduce el paso y luego se detiene. No puede contenerse y mira fijamente. Así de absurda, de imposible, es la cosa.

Una hambrienta camina por el centro de la calle. Lo más probable es que su edad biológica cuando se topó con el patógeno Ophiocordyceps estuviese entre veinte y treinta. Está bastante bien conservada, aparte unos cuantos mordiscos en la parte izquierda de la cara. Solo las hebras grisáceas que rodean sus ojos y su boca permiten adivinar el tiempo que ha transcurrido desde que dejó de pertenecer a la raza humana. Lleva unos pantalones sueltos de color marrón y una blusa blanca de manga tres cuartos; una indumentaria veraniega y elegante, aunque el efecto quede un poco deslucido por el hecho de que le falta un zapato. Su larga, lisa y rubia melena tiene una solitaria trencita.

Empuja un carrito de bebé.

De las dos cosas que convierten la imagen en algo imposible, la menos chocante es la que más sorprende a Caldwell. ¿Por qué camina? Los hambrientos corren, cuando persiguen una presa, o permanecen inmóviles, cuando no lo hacen. No conocen ningún estado intermedio, no pasean relajadamente.

Y luego: ¿por qué se aferra a un objeto? Entre el sinfín de cosas que pierden los seres humanos cuando el Ophiocordyceps se infiltra en su cerebro y lo redecora a su antojo está la capacidad de utilizar herramientas. El carrito de bebé debería ser tan irrelevante para esa criatura como las ecuaciones de la relatividad general.

Caldwell es incapaz de contenerse. Avanza de costado para interceptar la trayectoria de la hambrienta, aunque con cuidado de no mirarla más que de reojo. Y de reojo ve que Parks levanta el brazo para indicarle que se detenga. Lo ignora. Es demasiado importante y, en conciencia, no puede dejarlo pasar.

Se interpone en el camino de la mujer y del carrito que esta empuja con torpes andares. Cuando el carrito la embiste, sin apenas fuerza, la mujer se detiene. Se le hunden los hombros y agacha la cabeza. Esta sí es la reacción normal: las luces se apagan y el sistema se desactiva hasta que suceda algo que lo reinicie.

Parks y los demás están paralizados. Miran a Caldwell, convertidos en meros espectadores de una escena sobre la que no pueden influir de ningún modo. Por la misma razón, es demasiado tarde para que Caldwell se preocupe por la efectividad del inhibidor a tan corta distancia, así que no lo hace.

Con glacial lentitud, rodea el carrito hasta situarse a un lado. Desde allí puede ver que la hambrienta se encuentra en peor estado de lo que parecía. Tiene el hombro desgarrado y unas resecas tiras de carne cuelgan de la herida. La blusa blanca no es tal en la espalda, sino negra desde el cuello hasta el dobladillo, por culpa de sangre coagulada hace mucho.

Dentro del carrito hay una hilera de patitos suspendidos de una cuerda elástica, que se bambolean en una inconexa danza, y una manta grande y amarilla, arrugada y cubierta de porquería, que impide ver lo que hay debajo.

La hambrienta no parece consciente de la presencia de Caldwell. Lo cual es bueno. Los movimientos de la doctora se hacen aún más graduales, más lentos. Alarga el otro brazo hacia el borde superior de la manta.

Coge un pliegue del grueso y rígido tejido entre el pulgar y el índice. Con la lentitud de un glaciar, lo retira.

El bebé lleva mucho tiempo muerto. En aquel instante, las dos enormes ratas que anidaron en lo que queda de su caja torácica, levantan la cabeza al instante y saltan con sendos chillidos de protesta sobre los hombros de Caldwell.

La doctora retrocede tambaleándose, con un grito mudo.

La cabeza de la hambrienta se levanta y se vuelve hacia ella como impulsada por un resorte. Clava en Caldwell unos ojos cada vez más abiertos. Sus labios se separan sobre los ennegrecidos y pútridos restos de su dentadura.

El sargento Parks le dispara una vez en la nuca. La boca de la mujer se abre todavía más y su cabeza se ladea. Se desploma sobre el carrito, que se aleja rodando y la deja caer sobre el asfalto.

Por todos lados, los hambrientos cobran vida de pronto y empiezan a girar la cabeza como telémetros.

—Moveos —susurra Parks con voz ronca—. Detrás de mí.

Y entonces grita:

—¡Corred!

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