Melanie

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Poco les falta para sucumbir en los primeros segundos. Porque a pesar del grito de Parks, todos los demás se quedan helados.

Parece que no tienen sitio a donde ir. Los hambrientos convergen sobre ellos desde todas direcciones y los espacios que los separan decrecen a medida que avanzan.

Pero solo una de las direcciones tiene importancia. Y Parks se encarga de volver a abrirla.

Tres disparos detienen en seco a otros tantos hambrientos. Otros dos fallan. Parks da un violento tirón a Justineau y consigue que eche a correr. Gallagher hace lo mismo con la doctora Caldwell, mientras que la pequeña hambrienta, Melanie, ya vuela como una flecha.

Saltan por encima de los hambrientos caídos, que han empezado a arrastrarse como cucarachas, tratando de ponerse en pie. Si Parks hubiera tenido tiempo, si los segundos que está desgranando el reloj no fuesen los últimos de sus vidas, habría apuntado a la cabeza. Pero tal como están las cosas, la parte central del cuerpo es la mejor para derribarlos.

Y funciona, al menos hasta que Justineau cae de bruces. Uno de los hambrientos ha logrado agarrarla de la pierna y se aproxima reptando a ella.

Parks se detiene el tiempo suficiente para meterle una segunda bala bajo la oreja al depredador exhumano. La suelta. Justineau se levanta al instante, sin mirar atrás. Bien. Ojalá otros tuvieran tanta capacidad de concentración.

Dispara a derecha e izquierda. Solo apunta a los más cercanos, los que están a punto de saltar o de agarrarlo. Gallagher hace lo mismo y, aunque su puntería deja mucho que desear, al menos no reduce la velocidad para disparar. Es preferible esto a que dispare como un francotirador pero se deje alcanzar.

Llegan a la puerta de la parcela y aunque no hay ninguna cerradura que Parks pueda ver, se niega a abrirse. Obviamente era eléctrica, pero lo pasado pasado está, lo que en este maravilloso y nuevo mundo post mortem significa que la muy cabrona no funciona.

—¡Por arriba! —grita—. ¡Por arriba!

Cosa que resulta más fácil de decir que de hacer. En lo alto del muro, una barricada de forja ornamental, coronada por unas puntas de lanza más que funcionales, parece tener otra idea. Aun así lo intentan. Y mientras lo hacen, Parks se da media vuelta y sigue disparando.

Lo bueno es que ahora puede hacerlo indiscriminadamente. Poner el arma en modo automático y apuntar a las partes bajas. Cortarles las piernas a los hambrientos y así convertir a los que vienen primeros en escollos que ralenticen a los demás.

Lo malo es que cada vez aparecen más. El ruido es como la campana de la cena. Los hambrientos salen al parque desde todas las calles circundantes, corriendo como posesos. Su número es ilimitado, al contrario que la munición de Parks.

Cosa que se hace evidente de pronto. El arma deja de vibrar en sus manos y el ruido de los disparos muere en medio de las distintas capas de sus ecos. El sargento expulsa el cargador vacío y busca a tientas otro en el bolsillo. Es un gesto que ha repetido tantas veces que podría hacerlo con los ojos cerrados. Introduce el nuevo cargador de un golpe y le da un rápido y fuerte tirón agarrándolo por el extremo delantero para que encaje. Tira del cerrojo hasta el final.

Pero el cerrojo se atasca a medio camino. El arma será un peso muerto hasta que pueda sacar lo que ha provocado que se encasquille, probablemente la primera bala que no ha llegado a entrar en la cámara. Y tiene a dos hambrientos casi encima, uno a la izquierda y otro a la derecha. Uno de ellos fue un hombre en su día, el otro una mujer. Falta un segundo para que se vea metido en el trío más repugnante de la historia.

Responde instintivamente. Y se equivoca. Da un paso atrás y busca a tientas la pistola, en lugar de esgrimir el fusil como un garrote. Derrocha un segundo que no tiene y es el fin.

Solo que no es así.

Cuando entra en combate, Parks concentra su campo de visión. No es una decisión consciente, o un truco que haya aprendido. Solo es algo que sucede. Se ocupa de lo que tiene delante y prácticamente se olvida de todo lo demás.

Así que prácticamente se ha olvidado de la existencia de la niña hambrienta cuando de repente aparece allí, justo delante de él. Se ha introducido en el angosto espacio que lo separa de sus atacantes. Agita los flacos brazos delante de ellos, con un atisbo de desafío y un grito de guerra agudo y ensordecedor.

Y los hambrientos se detienen con pavorosa brusquedad. Su mirada se desenfoca. Comienzan a mover la cabeza a derecha o izquierda, trazando pequeños arcos, como si estuvieran tristes o decepcionados. Ya no miran a Parks. Lo están buscando.

Parks sabe que los hambrientos no se dan caza ni se devoran unos a otros. Aparte de los niños del aula, nunca ha visto a un hambriento que fuese consciente de la presencia de sus congéneres. Son solitarios en medio de una muchedumbre, presa cada uno de ellos de sus propias necesidades. No cazan en manada. Son individuos que se agrupan accidentalmente porque responden a unos mismos impulsos.

Así que siempre ha dado por supuesto que no pueden olerse unos a otros. El olor de un hombre o una mujer normales los hace enloquecer pero al de uno de ellos ni siquiera responden. Es como si no apareciese en su radar. En este segundo de parálisis se da cuenta de que se equivocaba. Para sus iguales, los hambrientos deben de oler a circulen-aquí-no-hay-nada-que-ver, un olor opuesto al de las personas vivas. Que los desactiva, justo al contrario que este.

La niña lo ha enmascarado. Su rastro químico ha bloqueado el suyo, siquiera por un segundo o dos, y ha hecho que los hambrientos pierdan el rastro de feromonas que terminaba con sus dientes en la garganta de Parks.

Pero se acercan muchos más y no parecen tener la intención de detenerse. Y los dos a los que la niña ha confundido comienzan a localizar de nuevo la señal y clavan sus ojos en el objetivo.

La mano de Gallagher agarra a Parks del brazo y lo arrastra al otro lado de la puerta, que han logrado entreabrir a la fuerza.

Echan a correr de nuevo, ahora en dirección a la casa. Justineau abre la puerta de par en par. Mientras la traspasan, la niña hambrienta serpentea entre las piernas de Parks para adelantarlo. Gallagher vuelve a cerrarla, pero es una perdida de tiempo, porque tiene a cada lado un panel de cristal tan alto como la pared entera.

—¡A las escaleras! —grita Parks mientras apunta hacia allí—. ¡Corred a las escaleras!

Lo hacen. En medio de un ruido que es como si el campanario de una iglesia hubiera enloquecido, porque los ventanales han saltado en mil pedazos.

Parks, que ha tomado la retaguardia, suelta granadas hacia atrás como si fuesen collares de cuentas y aquello parece un desfile de carnaval.

Y las granadas estallan, una detrás de otra, con unos impactos estruendosos que se solapan en atroz contrapunto. Una lluvia de metralla rocía el chaleco antibalas de Parks y sus desprotegidas piernas.

La última media docena de peldaños se ladea y se hunde bajo sus pies como la cubierta de un barco en el oleaje, pero aun así, no sabe cómo, consigue llegar hasta arriba.

Y entonces cae, primero de rodillas y luego de cuerpo entero, estremecido por la falta de aliento. Como todos. Salvo la niña, que, con la mirada clavada en el abismo que se ha abierto bajo sus pies, permanece tan silenciosa y tranquila como si acabase de volver de un paseo por el parque. Las escaleras han desaparecido, engullidas por el infierno, y están a salvo.

O no, en realidad no. No es momento de sentarse a compartir recuerdos sobre aquella vez que casi no lo cuentan. Tiene que conseguir que se levanten de inmediato.

Sí, la puerta exterior estaba cerrada y nadie había forzado la de la casa, pero nadie les asegura que no haya una entrada trasera. O una ventana rota. O un tramo de verja caída hace una semana o un año. O un nido de hambrientos en alguna de las habitaciones de arriba, atraídos por el ruido cada vez más próximo de sus pasos.

Así que deben conseguir una base de operaciones segura.

Y tienen que registrar la zona. Asegurarse de que no hay unidades hostiles dentro del perímetro.

El lugar parece totalmente intacto, Parks tiene que reconocerlo. Pero a juzgar solo por las puertas que ve, debe de haber una cantidad indecente de habitaciones. No está listo para bajar la guardia hasta estar seguro de que todas y cada una de ellas son seguras.

Van probando las puertas una a una a medida que avanzan. La mayoría no se abre, cosa que a Parks le parece perfecta. Lo que haya detrás de una puerta cerrada puede quedarse allí.

Las pocas que sí abren dan a dormitorios minúsculos. Las camas son de hospital, con armazones de acero ajustables y cables con botones de emergencia en la cabecera. Mesas plegables de melamina. Sillas de acero tubular con asientos desgastados de color borgoña. Aseos tan pequeños que el plato de ducha es más espacioso que el resto. La Wainwright House era una especie de clínica, no una casa.

Los cuartitos son tan estrechos que no podrían alojar ni a dos de ellos y Parks no cree que sea muy buena idea separarse. Así que siguen buscando.

Y entretanto no deja de preguntarse: ¿sabía la niña lo que estaba haciendo? ¿Era consciente de que podía desviar a los hambrientos con solo interponerse en su camino?

Es un pensamiento inquietante, porque ignora las consecuencias de las dos posibles respuestas. Estaba perdido y la niña lo salvó. Da varias vueltas a la idea en su cabeza, pero la mire por donde la mire, no consigue que mejore. De hecho, pensar en ello solo consigue hacerlo enfurecer.

Se desvían por un pasillo a mano derecha, luego por otro a mano izquierda, y finalmente llegan a una sala lo bastante grande para todos. Hay sillas de respaldo recto apoyadas en las paredes, decoradas con cuadros de escenas pastoriles británicas. Los carromatos de heno son la nota predominante. A Parks el arte no le interesa y la sala tiene unas cuantas puertas más de las que a él le gustaría, pero a estas alturas está bastante convencido de que es la mejor que van encontrar.

—Vamos a dormir aquí —dice a las civiles—. Pero antes que nada tenemos que revisar el piso. Asegurarnos de que estamos solos.

Al decir «tenemos» se refiere sobre todo a Gallagher y a él, pero en este caso cuanto antes acaben, mejor, así que decide incluir también a Justineau.

—Dijo que quería ayudar —le recuerda—. Ayúdenos con esto.

Justineau duda, con la mirada clavada en la doctora Caldwell, así que no es muy difícil deducir lo que le pasa por la mente. Le preocupa dejarla a solas con la niña. Pero Caldwell es quien ha salido peor parada de la pelea y de la huida. Está pálida y sudorosa, y sigue respirando con rápidos jadeos mientras los demás ya han recobrado el aliento.

—Van a ser cinco minutos —dice Parks—. ¿Qué cree que puede pasar en cinco minutos?

Su voz lo sorprende a sí mismo, por la rabia y la tensión que revela. Justineau se lo queda mirando. Y puede que Gallagher lo observe de reojo un instante.

Así que se explica:

—Nos será más fácil protegernos si somos tres. La niña no nos sirve porque no sabría qué buscar. Vamos, volvemos y mientras tanto ellas se quedan aquí para que sepamos dónde encontrarlas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dice Justineau.

Pero sigue mirándolo con mala cara. Como si pensase que esconde algo y recelase de sus intenciones.

Se arrodilla y apoya una mano en el hombro de Melanie.

—Vamos a echar un vistazo rápido por ahí —dice—. Volveremos enseguida.

—Tenga cuidado —responde Melanie.

Justineau asiente.

Claro.

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