Melanie

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Helen Justineau ha disfrutado más de lo que esperaba de la expedición. Y ha descubierto que la compañía de Gallagher es sorprendentemente soportable.

Pero cuando regresan a Rosie, con solo diez minutos de luz solar de margen, y descubren que Melanie no ha regresado aún, la preocupación cae sobre ella como un yunque de diez toneladas en una vieja broma de Monty Python. ¿Dónde demonios ha podido pasar tanto tiempo? ¿Tan difícil es encontrar algo para comer?

Se acuerda del zorro en Stevenage. No vio cómo lo atrapaba la niña, pero sí cuando apareció con el animal retorciéndose en sus brazos, caminando con dificultad para que no se le escapase. Si es capaz de coger a un zorro, una rata, un perro callejero o un pájaro no pueden suponer ningún problema para ella.

Es imposible saber con qué puede haberse tropezado ahí fuera. Tendría que haber salido a buscarla en lugar de quedarse con el soldado Atontado para buscar comida.

Al instante lamenta este instintivo torrente de desprecio dirigido hacia Gallagher. En realidad, lo único que se le puede achacar es que es joven, está más verde que la hierba del campo e idolatra sin reservas al sargento Parks.

Al taciturno y reservado sargento Parks, como acaba de comprobar Justineau. Ha dirigido una fugaz mirada a lo que han encontrado, los ha felicitado con un cabeceo y una especie de gruñido y luego ha vuelto a la sala de máquinas.

Lo sigue hasta allí.

—¿Qué hacemos si no regresa? —exige saber.

El sargento tiene la cabeza enterrada en las tripas del generador, que ha empezado a desmontar. Su voz sale amortiguada.

—¿Usted qué cree?

—Voy a salir a buscarla —dice Justineau.

Al oírlo, Parks vuelve a salir precipitadamente, que es lo que ella pretendía. No pensaba en serio salir en plena noche. No tendría sentido. No podría usar la linterna sin anunciar su presencia y su posición a todo el que estuviera en las calles. Sin la linterna iría a ciegas… y con ella casi. Los hambrientos seguirían la luz de la linterna, o su olor, o el calor de su cuerpo, y todo terminaría en un instante.

Así que cuando Parks le dice estas mismas cosas, solo que en términos ligeramente más crudos y enfáticos, ni siquiera se molesta en prestarle atención. Espera a que acabe y entonces repite:

—¿Qué hacemos entonces?

—No hay nada que podamos hacer —dice Parks—. Ahí fuera está mucho más segura que usted y yo, y además es una chica lista. Sabe que al llegar la noche lo mejor que puede hacer es ocultarse y esperar a que amanezca.

—¿Y si no encuentra el camino de vuelta? ¿Y si se desorienta en la oscuridad o simplemente se olvida del camino? No sabemos por cuánto tiempo se ha marchado y posiblemente todas las calles le parezcan iguales. Tal vez no pueda encontrarnos ni siquiera a plena luz del día.

Parks la está mirando con dureza.

—No pienso lanzar una bengala —dice—. Si es eso lo que está pensando, olvídelo.

—¿Qué podemos perder? —pregunta Justineau—. Estamos en un puto tanque, Parks. No pueden hacernos nada.

Parks arroja al suelo el manual que ha tenido todo este tiempo en la mano y recoge una llave. Durante un instante, Justineau cree que va a golpearla. Comprende, con aguda sorpresa, que está tan tenso como ella.

—No tendrían que hacernos nada —señala con tono siniestro—. Solo tendrían que acampar en la puerta durante un día, más o menos. No estamos preparados para soportar un asedio, Helen. Con cacahuetes y pastelitos de crema no.

Sabe que tiene razón. Pero no importa, porque recogió la pistola de bengalas del suelo cuando Parks le dio la mochila. La tiene guardada en el bolsillo de atrás del vaquero, donde apenas abulta. Mientras no se acerque a la luz, no habrá problema.

Pero sea lo que sea lo que carcome a Parks, no es lo mismo que a ella. Y no saberlo la intranquiliza.

—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Ha sucedido algo mientras estábamos fuera?

—No —responde Parks con demasiada rapidez—. Pero no nos queda inhibidor ni nada que podamos usar como sustituto. A partir de ahora, cada paso que demos en el exterior dejará un rastro que llevará hasta nuestra misma puerta. Y si vuelve la niña necesitaremos mucho más que un bozal y una correa para mantenerla bajo control. Captará nuestro olor constantemente. ¿Qué cree que le hará eso?

Esa pregunta se abre paso sinuosa, cruel e insinuantemente por la mente de Justineau. Durante un momento es incapaz de hablar. Recuerda lo que le pasó cuando la dominó el hambre en la base. Se la imagina perdiendo el control de ese modo otra vez, solo que dentro de Rosie.

Es más, ¿cómo van a dejarla subir siquiera para ponerle otra vez el bozal y las esposas?

Sabiendo cómo es Parks, un hombre que analiza las cosas desde todos los ángulos y al que le gusta poner los puntos sobre las íes, se pregunta cuánto de todo esto traería pensado de antemano.

—¿Por eso la dejó ir tan fácilmente? —exige saber—. ¿Pensaba que estaba abandonándola?

—Ya le dije lo que pensaba —responde Parks—. No tengo la costumbre de mentirle.

—Porque este no es su hábitat natural, joder —continúa Justineau.

Se siente como si se hubiera tragado algo amargo y necesita quitarse el sabor de la boca hablando.

—No sabe nada sobre este sitio. Menos aún que nosotros y Dios sabe que no sabemos gran cosa. Tal vez sea capaz de encontrar comida, pero eso no es lo mismo que sobrevivir, Parks. Estaría viviendo entre los animales. Como uno de ellos. Así que se convertiría en un animal. La niña moriría. Y lo que quedaría sería algo mucho más parecido a los hambrientos.

—La dejé suelta para que pudiera alimentarse —dice Parks—. No pensé más allá.

—Ya, pero no es usted idiota.

Se aproxima a él y Parks retrocede un poco, todo lo que le permite la estrechez del lugar. Lo único que el haz sesgado de la linterna le permite ver del rostro de Justineau es la línea apretada de su boca.

—Caroline puede permitirse el lujo de no pensar. Usted no.

—Pensaba que la doctora era una superdotada —murmura Parks con desenfado muy poco convincente.

—Eso da igual. No ve más allá de lo que hay al fondo de sus tubos de ensayo. Cuando llama a Melanie sujeto de experimentación número 1, lo dice en serio. Pero usted es más inteligente. Si arrancase un gatito del lado de su madre y luego, al devolvérselo, la madre le mordiese en la garganta porque no huele como debería, sabría que es culpa suya. Si atrapase a un pájaro y le enseñase a hablar y luego se le escapase y se muriera de hambre porque no sabe cómo alimentarse, tendría clarísimo que toda la culpa es suya.

»Pero Melanie no es un gato, ¿verdad? Ni un pájaro. Puede que se hubiera convertido en algo así si la hubiera dejado donde la encontró. Algo salvaje que no era consciente de sí mismo y solo hacía lo que tenía que hacer. Pero le echó una red encima y la trajo a casa. Y ahora es suya. Interfirió. Y contrajo una deuda.

Parks no dice nada. Justineau se lleva la mano atrás y saca la pistola de bengalas. La extiende y deja que él la vea en su mano.

Se dirige a la puerta de la sala de máquinas.

—Helen —dice Parks.

Atraviesa el puesto de armas de popa hasta llegar a la puerta. Está cerrada, pero nadie la vigila. Caldwell está en el laboratorio y Gallagher en el barracón, hurgando entre los viejos CD como si fuesen porno.

—Helen.

Abre la cerradura. Es la primera vez que lo hace, pero no es difícil deducir cómo funciona el mecanismo. Vuelve la mirada hacia Parks, que la está apuntando con su propia pistola. Pero solo un segundo. Vuelve a bajar la mano y resopla con los carrillos hinchados, como si acabara de soltar gran peso.

Justineau abre la puerta y sale. Levanta el brazo sobre su cabeza y aprieta el gatillo.

El sonido es como el que hace un fuego de artificio al apagarse, solo que más prolongado. Con un suspiro y un silbido, la bengala asciende hacia la cerrada negrura que se extiende sobre ella.

No hay luz, nada visible. La pistola tenía ya muchos años. Es anterior al Colapso, como la mayor parte del equipo de Parks. Habrá dejado de funcionar.

Entonces es como si Dios hubiera encendido la luz en el cielo. Una luz roja. Por lo que sabe de Dios, es el color que escogería.

Todo se vuelve tan visible como a la luz del día, pero aquello no se parece en nada a la luz del día. Es como la luz de un matadero o de una película de terror. Y debe de haber llegado hasta el interior de Rosie, a pesar de que alguien ha echado las pantallas lumínicas sobre las minúsculas ventanas blindadas, porque Gallagher está en la puerta junto a Parks, y Caroline Caldwell, que se ha dignado salir del laboratorio, también se encuentra con ellos, contemplando con mirada estupefacta la noche carmesí.

—Será mejor que entre —dice Parks a Justineau con tono de resignación—. La niña no será la única que lo vea.

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