Melanie

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Melanie no se ha perdido pero al ver la bengala se anima.

Está sentada en el tejado de una casa, a medio kilómetro de Rosie. Lleva allí ya varias horas, bajo un aguacero que la ha calado hasta los huesos. Está intentando encontrar sentido a algo que ha visto a última hora de la tarde, justo después de llenarse por fin la barriga. Y desde entonces ha estado dándole vueltas en su cabeza en incesante y muda repetición.

Lo que ha comido, después de registrar callejones de suelos resbaladizos y jardines empapados por la lluvia durante hora y media, es un gato salvaje. Y ha sido horrible. No el gato en sí, sino el proceso de perseguirlo, atraparlo y devorarlo. El hambre la impulsaba con fuerza y le decía exactamente lo que tenía que hacer. Mientras le abría la barriga al animal con los dientes y engullía lo que salía de allí, una parte de ella estaba totalmente satisfecha, completamente en paz. Pero había otra que se mantuvo a distancia de tan sucia y horrible crueldad. Esa parte era consciente de que el gato seguía vivo y aún se retorcía mientras ella destrozaba las frágiles costillas para llegar hasta el corazón. Oyó los maullidos lastimeros que profería mientras la arañaba inútilmente, dejándole unos cortes superficiales en los brazos que ni siquiera llegaron a sangrar. Olió el amargo hedor de los excrementos que se extendió al desgarrarle accidentalmente las entrañas, y se vio a sí misma esparcir los intestinos por el aire como si fuesen gallardetes para llegar a la blanda carne que había debajo.

Lo devoró entero.

Y mientras lo hacía, su mente serpenteaba entre toda suerte de pensamientos irrelevantes: el gato de la foto que colgaba de la pared de su celda, que lamía su platito de leche tranquila y concentradamente; el proverbio sobre todos los gatos pardos, que no entendía y el señor Whitaker no consiguió explicarle; un poema de un libro:

Mi gato es muy bueno, lo quiero abrazar.

Si no le hago nada, él no me lo hará.

El gato no era tan bueno. De hecho, ni la mitad de bueno que los dos hombres a los que devoró en la base. Pero sabía que la mantendría con vida y confiaba en que de ese modo su hambre se aplacase un poco y no fuese tan mandona.

Luego vagabundeó por las calles, desgraciada e intranquila, incapaz de estarse quieta. Cada poco tiempo volvía cerca del Rosalind Franklin para asegurarse de que seguía allí y luego se alejaba por alguna callejuela y se perdía durante una hora, más o menos. No quería volver aún. Empezaba a sentir que quizá tuviera que comer otra vez antes de hacerlo.

Cada vez llegaba un poco más lejos. Estaba sondeando los límites de su hambre, explorando la sensación que transmite y la urgencia que le provoca como el sargento Parks exploró las habitaciones de Wainwright House, con el fusil en la mano y moviendo los ojos adelante y atrás. Estaba en territorio humano y tenía que reconocerlo.

En uno de estos vagabundeos se encontró frente a un gran edificio blanco con un montón de ventanas. Las del primer piso eran enormes y estaban todas rotas. Más arriba había otras que seguían en sus marcos. El cartel que tenía el edificio delante decía ARTS DEPOT, con un ARTS pequeño y un DEPOT mucho más grande, justo encima de la puerta. Y como la puerta antes era de cristal, en realidad ya no existía. Era solo un marco vacío, con unos pocos fragmentos de cristal adheridos a los bordes.

Salían ruidos del interior: ráfagas agudas y breves de sonido, como los gritos de un animal herido.

Melanie pensó que un animal herido le iría muy bien en ese momento.

Entró en una sala de techo muy alto y dos escaleras al otro extremo. Las escaleras eran de metal y tenían pasamanos de goma. Había otro cartel al pie. La luz estaba empezando a desaparecer y Melanie pudo leerlo a duras penas. Rezaba EN LA ESCALERA, LLEVEN A LOS NIÑOS EN BRAZOS.

Subió a la escalera. La primera vez que apoyó su peso en ella soltó un gemido metálico y a cada paso que daba se hundía ligeramente, como si fuera a desmoronarse. Estuvo a punto de dar media vuelta, pero los chillidos procedentes del interior del edificio eran cada vez más fuertes y quería averiguar qué clase de criatura los profería.

En la parte alta de las escaleras había una amplia sala con imágenes en las paredes y montones de sillas y mesas. Las imágenes eran ininteligibles, pues contenían palabras e imágenes que no parecían tener relación entre sí. En una decía «Gira de otoño de Twisted Folk» y se veía a un hombre que tocaba una guitarra. Pero luego aparecía el mismo hombre, en la misma posición, tocando muchas cosas más: un perro, una silla, un árbol, otro hombre, etcétera. Algunas de las mesas tenían bandejas, copas y vasos, pero las copas y los vasos estaban todos vacíos y en las bandejas no había otra cosa que manchas imprecisas, dejadas por comida que se había podrido hacía mucho tiempo, tanto que hasta la putrefacción había desaparecido.

Nada parecía fuera de lugar allí. Ni vivo, tampoco. Melanie oía los ruidos de movimientos rápidos y los chillidos, pero la sala era tan grande y estaba tan llena de eco que era imposible saber de dónde venían.

Miró a su alrededor. Había escaleras y puertas por todas partes. Escogió una de las escaleras al azar, luego una puerta, y después atravesó un pasillo y traspasó otras dos puertas que se abrieron con solo empujarlas.

Y se detuvo en seco, como cuando alguien se acerca demasiado al borde de un acantilado.

El espacio en el que se encontraba era mucho, mucho más amplio que la sala de abajo. Estaba totalmente a oscuras, pero lo notaba por los cambios de los ecos y el movimiento del aire delante de su cara. Ni siquiera tuvo que pensar en estas cosas. Simplemente supo que era un lugar enorme.

Y los ruidos venían de abajo, así que la enormidad se extendía en tres dimensiones y no en dos.

Melanie alargó los brazos frente a sí a la altura del pecho y se adelantó con pequeños y rápidos pasitos hasta llegar el borde de una plataforma. Sintió en los dedos el frío metal de una barandilla o una balaustrada.

Permaneció allí en silencio, oyendo los chillidos, el ruido de las pisadas y otros golpes y estruendos que iban y venían.

Entonces alguien se echó a reír. Un trino agudo de regocijo.

Melanie se quedó plantada en el sitio, asombrada. Notaba que estaba temblando. La risa podría haberla lanzado Anne, Zoe o cualquiera de sus amigas de clase. Era una risa de niña, o quizá, si acaso, de niño.

Estuvo a punto de gritar, pero no lo hizo. Era una risa agradable y pensó que tal vez la persona que se había reído lo fuese también. Pero tanto ruido no podía hacerlo una sola persona. Sonaba como si hubiera montones y montones de personas corriendo. Tal vez jugando a algo, en la oscuridad.

Esperó tanto que sucedió algo extraño. Empezó a ver.

No había más luz que antes. Eran sus ojos los que habían decidido darle más información. Una vez les habían dado una clase sobre algo llamado adaptación. Las varillas y los conos del ojo, especialmente las varillas, cambian su zona de sensibilidad para poder apreciar los detalles de lo que hasta entonces parecía una oscuridad total. Pero el proceso tiene limitaciones funcionales y la imagen resultante es prácticamente blanca y negra porque a las varillas no se les da bien la gradación del color.

Esto era algo distinto. Era como si hubiera salido un sol invisible en la sala, cuya luz permitiese ver a Melanie igual que si fuese de día. O como si el espacio que tenía debajo hubiera pasado de ser un océano negro a transformarse en tierra firme en cuestión de pocos minutos. Se preguntó si sería algo que solo podían hacer los hambrientos.

Se encontraba en un teatro. Nunca había visto uno, pero sabía que tenía que serlo. Había filas y filas de asientos, todos ellos orientados en la misma dirección, donde se levantaba una plataforma ancha y lisa con suelo de madera. Un escenario. Encima de la primera zona de asientos, en un balcón, había más asientos y era allí donde se encontraba Melanie, en el borde del balcón, contemplando desde arriba el auditorio principal.

Y sí, había más de una persona allí abajo. Una docena, al menos.

Pero no estaban jugando. Lo que hacían era algo diferente.

Melanie los observó en silencio desde la barandilla del balcón durante mucho tiempo, casi tanto como había pasado escuchándolos, o incluso un poco más. Tenía los ojos abiertos de par en par y las manos en la barandilla, como si tuviera miedo de caerse.

Observó hasta que cesaron los ruidos y el movimiento. Entonces salió, tan silenciosamente como pudo, por las puertas y las escaleras.

En la calle, donde llovía con más fuerza que nunca, dio unos pasos vacilantes hasta detenerse, a la sombra de un muro cuyas antiquísimas pintadas habían ido borrándose hasta transformarse en fantasmales patrones de color negro y gris.

Le estaba pasando algo en la cara. Le ardían los ojos y tenía convulsiones en la garganta. Era como en el baño, la primera inhalación después de que se encendiesen las duchas y la lluvia amarga llenase el aire.

Pero no era la lluvia. Solo estaba llorando.

La parte de su mente que había permanecido apartada y la había visto devorar el gato contempló también esta escena y lamentó que, por culpa de la lluvia, fuese imposible saber si en su llanto había lágrimas de verdad.

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